(XVIII) Mauro Libertella
El
escritor y periodista cultural argentino Mauro Libertella (1983) nació en
México durante el exilio de su familia en la época en que la Argentina estaba siendo gobernada por una siniestra dictadura militar, y desde el retorno de la democracia vive
en Buenos Aires. Estudió y se licenció en Letras en la Universidad de Buenos
Aires. Habitualmente escribe sobre temas relacionados con la cultura en medios periodísticos
y revistas culturales tanto de Argentina como del exterior. Así lo ha hecho en
los diarios “Página/12” y “Clarín”, y las revistas “Los Inrockuptibles”,
“Radar”, “Viva”, “Ñ” y “Brando” (Argentina); y en las revistas “Letras Libres” y
“La Tempestad” (México), “Qué pasa” y “Dossier” (Chile), y “Quimera” (España).
Es autor de las novelas “Mi libro enterrado”, “El invierno con mi generación”,
“Un reino demasiado breve”, “Laberintos en línea recta” y “Un futuro anterior”,
y de los ensayos “El estilo de los otros” y “Un hombre entre paréntesis. Retrato
de Mario Levrero”. Buena parte de su obra ha sido publicada también en Chile,
Colombia, Costa Rica, Italia y México. En 2016, la Feria Internacional del
libro de Guadalajara lo seleccionó como una de las veinte nuevas voces de la
narrativa latinoamericana. Entre sus numerosos artículos específicamente
dedicados a la literatura merecen citarse “El escritor que esquivó a Borges” -sobre Manuel Puig (1932-1990)-, “Una
vida entera al calor de los libros” -sobre Sylvia Molloy (1938-2022)-, “Historias
cruzadas por un narrador singular” -sobre Edgardo Cozarinsky (1939)-, “Divagar
sobre los días no olvidados” -sobre Elvio Gandolfo (1947)-, “Viaje por las
edades de la lectura” -sobre Juan Villoro (1956)-, “Lucha de clases en una
cornisa” -sobre Federico Jeanmaire (1957)-, “Las partes de un todo infinito”
-sobre Rodrigo Fresán (1963)- y “Cuando la noche es más oscura”- sobre Mariana
Enríquez (1973).
En su novela autobiográfica “El invierno con mi generación” citó a
Cortázar cuando recordó su adolescencia en el colegio: “Nuestros profesores -escribió-
se dividían entre los que todavía tenían esperanza respecto a la posibilidad de
moldear nuestro carácter y los que habían caído en un pozo de escepticismo y
abulia. Estos últimos tenían suficientes razones para el desánimo. Posiblemente
la institución pagaba buenos sueldos, y ese es un motivo atendible para que
allí hayan recalado algunos profesores brillantes, pero rápidamente se daban
cuenta de que nuestro curso era un
pantano, en el que ninguna flor hermosa podía crecer. Se dedicaban por lo tanto
a dejar pasar el tiempo y esperar el sueldo a fin de mes. A veces, sin embargo,
sucedía algún chispazo. En las clases de literatura leíamos casi exclusivamente
a Cortázar; ‘Casa tomada’, ‘Axolotl’, ‘Ómnibus’, ‘Las puertas del cielo’, ese
tipo de cuentos, el primer Cortázar, el escritor de la juventud”.
En junio de 2013,
cuando se cumplían cincuenta años de la publicación de “Rayuela”, la novela que
Cortázar escribió en París, Libertella escribió el artículo “‘Rayuela’: la
novela que revolucionó la forma de leer cumple 50 años”. Y al año siguiente
escribió “Entre el cariño y la decepción”, un artículo en el que destacó la
faceta epistolar de Cortázar. Una compilación de ambos artículos prosigue a
continuación.
Para que una novela se convierta en un clásico se requiere, ante todo, un comienzo definitivo, inolvidable, y “Rayuela” lo tiene: “¿Encontraría a la Maga?”. Pero como si fuera poco, el libro que acaba de cumplir 50 años se puede empezar y terminar de distintos modos. Basta abrir el libro para encontrar el emblemático “Tablero de dirección”, que advierte que “a su manera, este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”. Compuesta por 155 capítulos, el tablero propone dos formas de leer: como estamos acostumbrados, de principio a fin del libro, o saltando de una parte a la otra, siguiendo un orden discontinuo y prefijado por el autor.
“Rayuela” salió el 28 de junio de 1963, mientras los Beatles sacaban su
primer disco y el mundo inauguraba oficialmente los años ‘60. Julio Cortázar no
era ajeno a los aires de su época, pero su historia como escritor ya tenía
varias batallas encima. Además de los poemas y las obras de teatro con
seudónimo (Julio Denis), que Cortázar publicó bien de joven, fue Jorge L. Borges
quien editó por primera vez el relato “Casa tomada” en la revista “Los anales”
de Buenos Aires, en 1946. En los ‘50 lanzó tres libros de cuentos
fundamentales, que son evidencia suficiente de su genio: “Bestiario”, “Final del
juego” y “Las armas secretas”. En 1951, espantado del peronismo, se mudó a
Francia y ahí vivió hasta su muerte, en 1984 -así, el año que viene se cumplen
30 años de su muerte y un siglo de su nacimiento. París fue una influencia
central en su literatura, y él luego ayudaría a agigantar el mito de esa ciudad
contemplada desde América Latina.
En una época de grandes cambios y centralidad para la región, que
encarnaba en los ‘60 la esperanza de una nueva izquierda, la literatura de
Cortázar estuvo entre las que lideró el “boom”, esa apuesta editorial de la que
salieron obras como “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, “La
ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa y “La muerte de Artemio Cruz” de
Carlos Fuentes. El “boom” puso a la literatura latinoamericana en un lugar en el
que nunca había estado, a la vista de todos. En el corazón de esa generación
estuvo “Rayuela”, porque fue uno de los primeros y más arriesgados. Decenas de
escritores han reconocido el efecto liberador de su lectura. En ese sentido,
fue un libro fundante.
Es posible que esa cualidad anticipatoria haya contribuido para que la novela se convirtiera, con los años, en un manual de iniciación literaria. Para que este efecto funcione, la novela tiene que apelar a la identificación entre el lector y los personajes. Cuando sale “Rayuela”, la juventud, tal como la concebimos hoy, es un fenómeno cultural de invención reciente... El tiempo lo premió con la fidelidad de los jóvenes, que siguen siendo sus lectores más devotos. “Cuando lo terminé pensé que había escrito un libro de un hombre de mi edad para lectores de mi edad, y la gran maravilla es que encontró sus lectores en los jóvenes”, diría unos años después el escritor.
Pero no todo fue sencillo de entrada para “Rayuela”. En Argentina, un país con un campo literario tan activo e inclemente donde hasta los escritores más geniales son discutidos, no esquivó esa coyuntura, y algunos de sus libros, sobre todo el “Libro de Manuel”, fueron idolatrados y destrozados. La novelista Sylvia Iparraguirre -próxima al grupo de la revista “El escarabajo de oro” dirigida por Abelardo Castillo-, recordó: “Sigo pensando, más allá de mis objeciones personales, que es una muy respetable novela, una novela clave en la literatura argentina. También pienso que hay momentos que hoy resultan insoportables: cuando se reúnen a escuchar jazz en la casa de la Maga, cómo hablan y hablan y esos personajes, que son todos muy parecidos; el tono sensiblero de la carta al bebé Rocamadour. Esa es la vulnerabilidad de Cortázar: una retórica sobre la que pasó el tiempo. Hubo además una moda ‘Rayuela’, desastrosa para el propio Cortázar”.
En estos días de homenajes y semblanzas, el escritor y editor Damián Tabarovsky disparó: “Para mí, y para muchos de mi generación, ‘Rayuela’ nació ya cursi, remanida, llena de recursos demagógicos y, casi me animaría a decir, sociológica: encarna -igual que Sabato en otro extremo- el gusto de una clase media argentina que se imaginaba en ascenso social y suponía que, vía Cortázar y otros como él, accedía a la alta cultura, a la divulgación de la vanguardia francesa, al último grito de la moda de la novela moderna”.
Una de las posibilidades más seductoras que ofrece “Rayuela” es la de tratar de desentrañar cómo fue armando el propio autor ese prodigio de ensamblado y la técnica narrativa. En una entrevista, Cortázar precisó: “Sólo cuando tuve todos los papeles de ‘Rayuela’ encima de una mesa, toda esa enorme cantidad de capítulos y fragmentos, sentí la necesidad de ponerle un orden relativo. Pero ese orden no estuvo nunca en mí antes o durante la ejecución de ‘Rayuela’. Escribía largos pasajes sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo”. Uno de los documentos más reveladores de ese proceso de escritura es el “Cuaderno de bitácora”, un cuaderno de 164 páginas que el autor le regaló a la lingüista Ana María Barrenechea, editado por Sudamericana y cuyos originales están en la Biblioteca Nacional. El crítico literario Juan José Mendoza lo describe así: “Aparecen frases sueltas del tipo: ‘París, enorme metáfora’. Se leen párrafos que, ampliados, aparecerán luego entre los capítulos definitivos. El diario también posee papeles intercalados. Dibujos, citas. Menciones al escritor Marcel Schwob y al pintor Paul Klee. Se leen cosas como ‘El tipo es más macho que la puta que lo parió’”. A propósito de la Maga escribe: “Sentirse plus, sentirse gato, sentirse aire”.
La primera edición de la novela, por lo demás, agotó en un año la tirada precavida de cuatro mil ejemplares. El editor de aquella edición fue Paco Porrúa, además de su amigo, uno de sus mejores lectores. En un puñado de cartas (siempre fue un activo corresponsal; han sido editados cinco tomos de correspondencia personal), Cortázar le fue anticipando a su editor que estaba trabajando en un libro fuera de lo común: “El resultado será una especie de almanaque, no encuentro mejor palabra. Una narración hecha desde múltiples ángulos, con un lenguaje a veces tan brutal que a mí mismo me rechaza la relectura y dudo de que me atreva a mostrarlo a alguien, y otras veces tan puro, tan poco literario”.
La rayuela es un juego de chicos, una especie de talismán que nos proyecta al paraíso lúdico de la infancia. Su título no es sólo una referencia a la complejidad formal de la estructura (esa posibilidad de ir para un lado o para el otro), sino también una clara alusión a lo lúdico y lo juvenil, dos pilares de lo que conocemos por cortazariano. A medida que pasó el tiempo, el libro nunca dejó de reimprimirse, y hoy es un sostenido “long seller” que vende 30 mil ejemplares por año en español. Traducido a más de veinte lenguas, es una máquina narrativa que no para. ¿Cómo lo leerán los japoneses? ¿Qué encontrarán ahí los checos o los rusos? No lo sabemos pero estamos seguros de que, como ninguna otra novela argentina, trascendió los límites de la literatura nacional. El escritor en lengua castellana más influyente de las últimas décadas, el chileno Roberto Bolaño, destacó que Cortázar fue su mayor inspiración para varios de sus libros, sobre todo en “Los detectives salvajes”, la novela que ahora leen muchos jóvenes. El efecto Cortázar se multiplica.
En varios sentidos, Julio Cortázar fue un gran escritor de cartas. Fue, por lo pronto, uno de los más devotos: escribió mucha, muchísima correspondencia. Editadas hace poco por Alfaguara en cinco volúmenes, marcan el arco biológico de casi una vida. El primer tomo arranca en 1937. Cortázar era un pibe de 23 años, profesor de escuela normal, que deambulaba por los pueblos de la Provincia de Buenos Aires buscando un trabajo más o menos rentable, muriéndose de aburrimiento en pueblos sin mayor actividad cultural que el chisme y la siesta. En el último tomo, ese tal Julio ahora es Cortázar, uno de los escritores más importantes del mundo, radicado en París, capital cultural de occidente en los últimos dos siglos. En el medio está el crecimiento, el exilio, la transformación, la euforia y el desencanto con los procesos políticos, la literatura, los amigos y la nostalgia.
Pero Cortázar no era sólo un autor epistolar devoto, sino que también era un autor consciente: dicen los entendidos que hacía copias con papel carbónico de todas las cartas que escribía, sabiendo perfectamente que la posteridad les guardaría un lugar entre las tapas de un libro de tirada comercial. Suena exagerado, pero quizá sea posible vislumbrar, a partir de la correspondencia completa de Cortázar, una historia literaria del siglo XX. Una historia en primera persona, subjetiva, desde luego, pero que ha tocado todos los tópicos intelectuales y literarios del cambio de época. Así, aparece la revolución cubana, la dictadura argentina, la época en que las editoriales argentinas eran faros que proyectaban su luz hacia el idioma español (Sudamericana, Losada, Emecé), el tráfico entre textos en una era previa a la velocidad de las posibilidades digitales.
Según la crítica Jorgelina Nuñez, “Cortázar desarrolló su carrera como escritor cuando la figura del agente literario todavía no tenía suficiente peso. En este sentido, lo vemos afanarse en dos instancias que le resultaban igualmente importantes: el cuidado extremo en las ediciones y traducciones, y la necesidad de obtener un rédito económico que le permitiera vivir de la literatura”. En ese sentido, las cartas de Cortázar producen la melancolía y la nostalgia que suscita toda época perdida, cuando supuestamente las cosas eran más puras y más intensas, acaso menos mediadas por la tecnología y el capitalismo. Fabián Casas plasmó esa sensación en su ensayo “Tarde en la noche, viendo a Cortázar”. Ahí cuenta que una noche prendió la tele y vio la repetición de esa entrevista en blanco y negro, larga y genial, que un español le hizo a Cortázar en los ‘70 y que replican cada tanto en canal “Encuentro”. Escribe Casas: “(Cortázar) habla de la urgencia de escribir mientras el mundo tiene que cambiar drásticamente. No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, sólo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor TV de la tarde, los ‘talk shows’ de Moria, y toda esa mierda”.
La última vez que Cortázar estuvo en Buenos Aires fue en diciembre de 1983, unos días antes de que asumiera Raúl Alfonsín. No venía hace muchos años y menos de dos meses después moriría. Volvió a la ciudad a reencontrarse con algo, posiblemente, a entender algo de su historia y así sellar el tramo más inconcluso de su vida. Las cartas al respecto son pocas pero muy elocuentes. Sobre todo una, que le mandó al gran editor Mario Muchnik el 12 de diciembre de 1983, ya desde París. Ahí le dice: “Me bastó una semana en Buenos Aires para comprobar lo que yo ya sabía, o sea que en estos diez años prácticamente nadie leyó los numerosos textos que fui escribiendo en contra de la Junta, a propósito del exilio, etc. EFE los distribuía, pero allá solamente publicaban mis textos literarios, como podés imaginar, y los otros iban al canasto. La forma en que fui asediado, rodeado y acompañado por la gente de Buenos Aires sobrepasa todo lo que hubiera podido imaginar. Pensé que 10 años de silencio forzado me habían borrado de la mente de los jóvenes, que tenían 10 años cuando desaparecí de la Argentina en 1973. Pero por un mecanismo que en gran parte se me escapa, mi imagen quedó allá, no sólo en los viejos, lo que es explicable, sino en los pibes (el reverso de la medalla existe, ay. Aquello sigue siendo un país lleno de chantas, que acusan a los demás de todo lo que pasó pero se excluyen cuidadosamente, porque ellos son buenos y valientes y democráticos. La falta de responsabilidad, o su delegación en los demás, sigue siendo el mayor peligro del país)”.
En esa carta está todo. Está la mezcla de lo literario y lo político, está la ambivalencia, la denuncia y la fascinación por la juventud. Quizá Cortázar tuvo que viajar a Buenos Aires, una última vez, para comprobar que el país de las contradicciones, que a él le generaba pasión y grandes dolores de cabeza, iba a ser así para siempre.
Es posible que esa cualidad anticipatoria haya contribuido para que la novela se convirtiera, con los años, en un manual de iniciación literaria. Para que este efecto funcione, la novela tiene que apelar a la identificación entre el lector y los personajes. Cuando sale “Rayuela”, la juventud, tal como la concebimos hoy, es un fenómeno cultural de invención reciente... El tiempo lo premió con la fidelidad de los jóvenes, que siguen siendo sus lectores más devotos. “Cuando lo terminé pensé que había escrito un libro de un hombre de mi edad para lectores de mi edad, y la gran maravilla es que encontró sus lectores en los jóvenes”, diría unos años después el escritor.
Pero no todo fue sencillo de entrada para “Rayuela”. En Argentina, un país con un campo literario tan activo e inclemente donde hasta los escritores más geniales son discutidos, no esquivó esa coyuntura, y algunos de sus libros, sobre todo el “Libro de Manuel”, fueron idolatrados y destrozados. La novelista Sylvia Iparraguirre -próxima al grupo de la revista “El escarabajo de oro” dirigida por Abelardo Castillo-, recordó: “Sigo pensando, más allá de mis objeciones personales, que es una muy respetable novela, una novela clave en la literatura argentina. También pienso que hay momentos que hoy resultan insoportables: cuando se reúnen a escuchar jazz en la casa de la Maga, cómo hablan y hablan y esos personajes, que son todos muy parecidos; el tono sensiblero de la carta al bebé Rocamadour. Esa es la vulnerabilidad de Cortázar: una retórica sobre la que pasó el tiempo. Hubo además una moda ‘Rayuela’, desastrosa para el propio Cortázar”.
En estos días de homenajes y semblanzas, el escritor y editor Damián Tabarovsky disparó: “Para mí, y para muchos de mi generación, ‘Rayuela’ nació ya cursi, remanida, llena de recursos demagógicos y, casi me animaría a decir, sociológica: encarna -igual que Sabato en otro extremo- el gusto de una clase media argentina que se imaginaba en ascenso social y suponía que, vía Cortázar y otros como él, accedía a la alta cultura, a la divulgación de la vanguardia francesa, al último grito de la moda de la novela moderna”.
Una de las posibilidades más seductoras que ofrece “Rayuela” es la de tratar de desentrañar cómo fue armando el propio autor ese prodigio de ensamblado y la técnica narrativa. En una entrevista, Cortázar precisó: “Sólo cuando tuve todos los papeles de ‘Rayuela’ encima de una mesa, toda esa enorme cantidad de capítulos y fragmentos, sentí la necesidad de ponerle un orden relativo. Pero ese orden no estuvo nunca en mí antes o durante la ejecución de ‘Rayuela’. Escribía largos pasajes sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo”. Uno de los documentos más reveladores de ese proceso de escritura es el “Cuaderno de bitácora”, un cuaderno de 164 páginas que el autor le regaló a la lingüista Ana María Barrenechea, editado por Sudamericana y cuyos originales están en la Biblioteca Nacional. El crítico literario Juan José Mendoza lo describe así: “Aparecen frases sueltas del tipo: ‘París, enorme metáfora’. Se leen párrafos que, ampliados, aparecerán luego entre los capítulos definitivos. El diario también posee papeles intercalados. Dibujos, citas. Menciones al escritor Marcel Schwob y al pintor Paul Klee. Se leen cosas como ‘El tipo es más macho que la puta que lo parió’”. A propósito de la Maga escribe: “Sentirse plus, sentirse gato, sentirse aire”.
La primera edición de la novela, por lo demás, agotó en un año la tirada precavida de cuatro mil ejemplares. El editor de aquella edición fue Paco Porrúa, además de su amigo, uno de sus mejores lectores. En un puñado de cartas (siempre fue un activo corresponsal; han sido editados cinco tomos de correspondencia personal), Cortázar le fue anticipando a su editor que estaba trabajando en un libro fuera de lo común: “El resultado será una especie de almanaque, no encuentro mejor palabra. Una narración hecha desde múltiples ángulos, con un lenguaje a veces tan brutal que a mí mismo me rechaza la relectura y dudo de que me atreva a mostrarlo a alguien, y otras veces tan puro, tan poco literario”.
La rayuela es un juego de chicos, una especie de talismán que nos proyecta al paraíso lúdico de la infancia. Su título no es sólo una referencia a la complejidad formal de la estructura (esa posibilidad de ir para un lado o para el otro), sino también una clara alusión a lo lúdico y lo juvenil, dos pilares de lo que conocemos por cortazariano. A medida que pasó el tiempo, el libro nunca dejó de reimprimirse, y hoy es un sostenido “long seller” que vende 30 mil ejemplares por año en español. Traducido a más de veinte lenguas, es una máquina narrativa que no para. ¿Cómo lo leerán los japoneses? ¿Qué encontrarán ahí los checos o los rusos? No lo sabemos pero estamos seguros de que, como ninguna otra novela argentina, trascendió los límites de la literatura nacional. El escritor en lengua castellana más influyente de las últimas décadas, el chileno Roberto Bolaño, destacó que Cortázar fue su mayor inspiración para varios de sus libros, sobre todo en “Los detectives salvajes”, la novela que ahora leen muchos jóvenes. El efecto Cortázar se multiplica.
En varios sentidos, Julio Cortázar fue un gran escritor de cartas. Fue, por lo pronto, uno de los más devotos: escribió mucha, muchísima correspondencia. Editadas hace poco por Alfaguara en cinco volúmenes, marcan el arco biológico de casi una vida. El primer tomo arranca en 1937. Cortázar era un pibe de 23 años, profesor de escuela normal, que deambulaba por los pueblos de la Provincia de Buenos Aires buscando un trabajo más o menos rentable, muriéndose de aburrimiento en pueblos sin mayor actividad cultural que el chisme y la siesta. En el último tomo, ese tal Julio ahora es Cortázar, uno de los escritores más importantes del mundo, radicado en París, capital cultural de occidente en los últimos dos siglos. En el medio está el crecimiento, el exilio, la transformación, la euforia y el desencanto con los procesos políticos, la literatura, los amigos y la nostalgia.
Pero Cortázar no era sólo un autor epistolar devoto, sino que también era un autor consciente: dicen los entendidos que hacía copias con papel carbónico de todas las cartas que escribía, sabiendo perfectamente que la posteridad les guardaría un lugar entre las tapas de un libro de tirada comercial. Suena exagerado, pero quizá sea posible vislumbrar, a partir de la correspondencia completa de Cortázar, una historia literaria del siglo XX. Una historia en primera persona, subjetiva, desde luego, pero que ha tocado todos los tópicos intelectuales y literarios del cambio de época. Así, aparece la revolución cubana, la dictadura argentina, la época en que las editoriales argentinas eran faros que proyectaban su luz hacia el idioma español (Sudamericana, Losada, Emecé), el tráfico entre textos en una era previa a la velocidad de las posibilidades digitales.
Según la crítica Jorgelina Nuñez, “Cortázar desarrolló su carrera como escritor cuando la figura del agente literario todavía no tenía suficiente peso. En este sentido, lo vemos afanarse en dos instancias que le resultaban igualmente importantes: el cuidado extremo en las ediciones y traducciones, y la necesidad de obtener un rédito económico que le permitiera vivir de la literatura”. En ese sentido, las cartas de Cortázar producen la melancolía y la nostalgia que suscita toda época perdida, cuando supuestamente las cosas eran más puras y más intensas, acaso menos mediadas por la tecnología y el capitalismo. Fabián Casas plasmó esa sensación en su ensayo “Tarde en la noche, viendo a Cortázar”. Ahí cuenta que una noche prendió la tele y vio la repetición de esa entrevista en blanco y negro, larga y genial, que un español le hizo a Cortázar en los ‘70 y que replican cada tanto en canal “Encuentro”. Escribe Casas: “(Cortázar) habla de la urgencia de escribir mientras el mundo tiene que cambiar drásticamente. No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, sólo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor TV de la tarde, los ‘talk shows’ de Moria, y toda esa mierda”.
La última vez que Cortázar estuvo en Buenos Aires fue en diciembre de 1983, unos días antes de que asumiera Raúl Alfonsín. No venía hace muchos años y menos de dos meses después moriría. Volvió a la ciudad a reencontrarse con algo, posiblemente, a entender algo de su historia y así sellar el tramo más inconcluso de su vida. Las cartas al respecto son pocas pero muy elocuentes. Sobre todo una, que le mandó al gran editor Mario Muchnik el 12 de diciembre de 1983, ya desde París. Ahí le dice: “Me bastó una semana en Buenos Aires para comprobar lo que yo ya sabía, o sea que en estos diez años prácticamente nadie leyó los numerosos textos que fui escribiendo en contra de la Junta, a propósito del exilio, etc. EFE los distribuía, pero allá solamente publicaban mis textos literarios, como podés imaginar, y los otros iban al canasto. La forma en que fui asediado, rodeado y acompañado por la gente de Buenos Aires sobrepasa todo lo que hubiera podido imaginar. Pensé que 10 años de silencio forzado me habían borrado de la mente de los jóvenes, que tenían 10 años cuando desaparecí de la Argentina en 1973. Pero por un mecanismo que en gran parte se me escapa, mi imagen quedó allá, no sólo en los viejos, lo que es explicable, sino en los pibes (el reverso de la medalla existe, ay. Aquello sigue siendo un país lleno de chantas, que acusan a los demás de todo lo que pasó pero se excluyen cuidadosamente, porque ellos son buenos y valientes y democráticos. La falta de responsabilidad, o su delegación en los demás, sigue siendo el mayor peligro del país)”.
En esa carta está todo. Está la mezcla de lo literario y lo político, está la ambivalencia, la denuncia y la fascinación por la juventud. Quizá Cortázar tuvo que viajar a Buenos Aires, una última vez, para comprobar que el país de las contradicciones, que a él le generaba pasión y grandes dolores de cabeza, iba a ser así para siempre.