10 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(VII) Miguel Herráez

El licenciado en Historia Contemporánea y doctor en Filología Española Miguel Herráez (1957) es un destacado biógrafo de Cortázar. Ha ejercido como catedrático de Literatura Española en la Universidad Cardenal Herrera (UCH) de Valencia y como investigador invitado en universidades argentinas como la Universidad de Buenos Aires (UBA), la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), la Universidad Católica de Córdoba (UCC), la Universidad Nacional de Villa María (UNVM), y en la francesa Escuela Normal Superior (UNS) de París. Como prolífico escritor ha cultivado tanto el ensayo como la ficción publicando libros y artículos en diversas revistas. Muchas de sus obras han sido traducidas al ruso, al portugués, al italiano y al francés.
Es autor de las novelas “Click”, “Confía en mí”, “Bajo la lluvia”, “Detrás de los tilos”, “La vida celular”, “La estratagema”, “Los días rojos” y “La mitad de la memoria”; y de los libros de relatos “Las claves de Trilby”,“La tregua de los ángeles”, “Cada vez la muerte”, “Te lo puedo decir ahora”, “Dos cuentos de invierno”, “Cuentos franquistas”, “El confidente”, “El copista”, “Ese día y otros sucesos” y “El asunto”.
También ha publicado los ensayos La estrategia de la postmodernidad en Eduardo Mendoza”, “Epistolario de Vicente Blasco Ibáñez-Francisco Sempere 1901-1917”, “Julio Cortázar, el otro lado de las cosas”, “Julio Cortázar, una vida de exiliado”, “Dos ciudades en Julio Cortázar” y “Julio Cortázar. Una biografía revisada”. Así mismo ha participado en diversas antologías con textos como “La novela histórica a finales del siglo XX”, “Mario Benedetti. Inventario cómplice”, “Historia y crítica de la literatura Española. Los nuevos nombres 1975-2000”, “La comunicación en los ‘90”, “Las estrategias del realismo a finales del siglo XX”, “Vicente Blasco Ibáñez. 1898-1998: la vuelta al siglo de un novelista”, “La literatura hispanoamericana con los cinco sentidos”, “Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo XX”, “Sobre nosotros” y “Volver a Cortázar”.
Colaborador habitual en la prensa, sus artículos han aparecido en numerosas publicaciones: “William Golding o la etología como recurso expresivo” y “Jeroglífico para la razón” en la revista “Letras”; “Medianoche allí” y “Cada jueves” en la revista “Ínsula”;  “Recuento literario: la novela” y “Recuento literario: la poesía” en la revista “Leer”; “La novela española y sus rupturas, a treinta y cinco años del inicio del boom latinoamericano”, “Viaje iniciático al corazón del boom latinoamericano” y “El cuento y la España del último franquismo” en la revista “Espéculo”; “Julio Cortázar o el otro lado de las cosas en este final de siglo” y “Cuentos deliciosos de Osvaldo Soriano” en la revista “El Mono-Gráfico”; “Novela negra y novela policíaca, dos ejes de expresión convergentes” y “La comunicación rota. La progresión del discurso literario en la década de los sesenta” en la revista “Comunicación y Estudios Universitarios”; “La otra cara de lo histórico”, “Reciente bibliografía cortazariana”, “Leopoldo Lugones, escritor épico”, “Viaje al boom”, “Epistolario de Julio Cortázar” y “Julio Cortázar en Banfield” en la revista “Cuadernos Hispanoamericanos”; “Boom Cortázar” en la revista “La Vanguardia”; “El mágico misterio de Julio Cortázar” en la revista “Resurgimiento” y “Julio Cortázar. Jazz y literatura. Dos formas complementarias de mirar la vida” en la revista “Caleta. Literatura y Pensamiento”, todos en España. También ha publicado “Rayuela del lado de acá” en la revista “Etcétera” de México y “Situación de la novela española en este final de milenio” en “La Revista” de Argentina.
En una entrevista aparecida el 16 de mayo de 2015 en el medio de comunicación digital español “elDiario”, Herráez comentó que Cortázar había tenido dos vidas, “la anterior a la fama y la posterior. En la primera, imaginémoslo como profesor anónimo en pueblos y ciudades del interior de Argentina. Un lector voraz y omnívoro que escribe prácticamente para sí mismo, preparándose para convertirse en el escritor que algún día será. Es un hombre individualista, solitario. Su segunda vida empieza después, cuando llega a Europa. Sigue siendo un suave lobo estepario, pero a mediados de los sesenta, cuando entra en contacto con el mundo cubano, descubre el yo social. Se ideologiza. En lo literario, la primera referencia del cambio, de ese descubrimiento del prójimo, es el relato ‘El perseguidor’. Ahí empieza otro Cortázar: ya no le interesa el cuento como artefacto, sino como instrumento para profundizar en el ser humano. Si la gente lo recuerda desde su muerte en 1984, yo creo que se debe a que fue más que un escritor. A que rompe el cerco y se convierte en un amigo. Nos reconocemos en su obra, en sus personajes, en sus debilidades. Cortázar consiguió dejar huella en el imaginario colectivo”. Lo que sigue es el mencionado artículo de Herráez “Julio Cortázar. Jazz y literatura. Dos formas complementarias de mirar la vida” publicado en 2004.
 
Julio Cortázar es uno de los nombres de mayor brillo de lo que se aceptó en llamar el "boom" de la literatura latinoamericana, grupo cuyas caras primerizas fueron, además del propio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Esto es, una generación apócrifa constituida al calor de los años ‘60 y de gran determinación en la narrativa española del momento. Digo apócrifa porque nos referimos a una promoción constituida por escritores de procedencia nacional distinta y de diferente cronología también, y digo de gran determinación porque influirá de un modo muy considerable -y afortunadamente- en la novela y el cuento españoles por entonces anclados en un modelo tradicional, además de que dicho elenco recuperará nombres semidesconocidos u olvidados (Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier), e impulsará otros de narradores más jóvenes. Desde Colombia (Alvaro Mutis) hasta Chile (José Donoso, Mauricio Wacquez), pasando por México (Fernando del Paso, Elena Poniatowska), Uruguay (Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti, Eduardo Galeano), Perú (Alfredo Bryce Echenique, Julio
Ramón Ribeyro), Argentina (Ernesto Sabato, Manuel Mujica Lainez, Manuel Puig), Paraguay (Augusto Roa Bastos) y Cuba (Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima). La impronta de Cortázar se dejará ver a través de cuentos y novelas, de entre cuyos títulos (por encima de la veintena) extraeríamos, por ejemplo, “Bestiario”, “Final del juego”, “Rayuela” y “La vuelta al día en ochenta mundos”, por eso de dar un rastro de su producción tan comprimido como alusivo.
Pero no se trata aquí de recordar el boom ni la producción genérica de Cortázar sino que se trata de reflejar los vínculos de este escritor, argentino pero nacido en Bruselas (1914) y muerto en París (1984), con el jazz. ¿Por qué esa imbricación de una propuesta musical en un discurso literario? ¿Cuáles son los nexos, los extraños nervios que unen la narrativa de Cortázar con la música jazzística? La relación entre música y literatura podría remitirnos a muy claros precedentes. Sin irnos muy lejos, desde el movimiento modernista (ahí, valga, la “Sonatina” de Darío) hasta Aldous Huxley y su experiencia novelística a partir de procedimientos musicales: el contrapunto, como se sabe, técnica musical aplicada al esquema narrativo en su novela titulada precisamente así, y cuanto supuso de dislocación del planteamiento decimonónico. Pero, siguiendo con Cortázar, digo que Cortázar y el jazz están conectados por varios motivos, algunos de ellos decisivos. Es difícil, por ejemplo, deslindar la práctica narrativa de Cortázar de un método también contrapuntístico que mucho tiene de relación con la música, y más aún, como decimos, con el jazz.
Empecemos diciendo que Cortázar siempre fue un melómano. La música le acompañó desde sus años de niño en el meta-suburbio bonaerense de Banfield, allá a principios de los años ‘20, recién regresada la familia a la Argentina, tras el final de la Gran Guerra, e instalada en la calle Rodríguez Peña, y nunca le abandonó. Como oyente y como practicante. Su madre (el padre se fue con otra mujer cuando Julio contaba seis años de edad), Herminia Descotte, lectora omnímoda de novelas lacrimógenas y de revistas como “Para ti”, “El Hogar”, “El Gráfico”, era, como buena porteña, escuchante de tangos: de Gardel, Homero Manzi, de Enrique Santos Discépolo, Pascual Contursi o de Celedonio Flores. Cortázar, no (más tarde, sí redescubrirá el tango canyengue, pero ya en su período parisino, a partir de los años ‘60 y de la mano de Edgardo Cantón y de Juan Tata Cedrón; sobre todo el tango viejo, en el que el lunfardo cuajará cachafaz. Inclusive llegará a escribir letras de tango con música de estos dos citados amigos).
También tuvo su adiestramiento musical. Este le vino por una tía suya, tía Enriqueta, música -hermana de su madre-, que vivía con ellos. Por ella aprendió piano. Luego se atrevió con algo de trompeta, ésta muy poco, pese a esa fotografía tan famosa de Cortázar haciendo sonar ese instrumento. Digamos que en la toma antiperonista de la Universidad de Cuyo en Mendoza, toma en la que se implicó el escritor, participó en la letra y música del himno de los profesores y alumnos pertrechados durante algo menos de una semana tras los muros de la Universidad, hasta que los desalojó la policía: el peronismo iba tomando cuerpo y posesiones de los espacios sociales.
(Hago un paréntesis. No hace mucho tiempo, una buena amiga suya me contó algo que tiene que ver con esto. Más aún: con el sentido práctico de la música en Cortázar. Lo siguiente: Cortázar tenía una casa en la Provence, muy cerca de Aix, en Saignon. Un pequeño pueblo rodeado del color morado de la lavanda y donde, cuando hace acto de presencia, el mistral azota, helado. Allí llegó tras un viaje por Italia en el decenio de los ‘60. Compró una especie de habitáculo para cazadores y lo remozó. De París le acompañaron amigos -los Franceschini, Tomasello, los Yurkievich-, los cuales también adquirieron pequeñas propiedades.
Rosario Franceschini, pintora argentina, me dijo que Cortázar, cuando no le funcionaba algo de la casa, recurría a su marido Aldo, arquitecto también argentino. ¿Cómo lo hacía? Haciendo sonar la trompeta. Esa era la señal para que Aldo, tan predispuesto a echarle una mano al escritor, bastante menos hábil que éste en las cuestiones domésticas, bajara de su castillo próximo a la iglesia del pueblo. No deja de ser también una manera de hacer música, si bien algo prosaica).
La música siguió con él cuando la familia se trasladó a Buenos Aires, a la calle General Artigas, en Villa del Parque, en el año ‘31. Ahí empezó el Cortázar adolescente a escuchar jazz. Este es el Julio Cortázar que estudia Magisterio en la Escuela Mariano Acosta, el Cortázar que se hace profesor de letras y no en letras: una especie de profesor-orquesta que se formará para enseñar Aritmética o Geografía o Instrucción Cívica o Historia. También el jovencísimo escritor que vagabundea por ese Buenos Aires mítico que va de los años ‘20 a los ‘50: sus avenidas, sus plazas, sus calles, sus pasajes: El Giuffra, el de la Defensa, Alvear, Promenade, Pacífico, pero sobre todo el Güemes, junto al Teatro Florida, un auténtico hervidero de personas a cualquier hora del día y de la noche: “Hacia el año veintiocho el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y de las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas”.
En algún momento Cortázar dijo que comenzó a oír y a seguir el jazz por esta época, cuando rondaba los catorce o dieciséis años y a través de la radio. En aquella época ni en Buenos Aires ni en la Argentina había orquesta alguna que se atreviera a lanzarse a este tipo de composición e interpretación. Con la radio empezó a retener los nombres de algunos músicos e intérpretes: Bessie Smith, Billie Holliday, Ethel Waters, Duke Ellington, Louis Armstrong. “El primer disco de jazz que escuché por la radio quedó casi ahogado por los alaridos de espanto de mi familia, que naturalmente calificaba eso de música de negros. Eran incapaces de descubrir la melodía y el ritmo”. Esos primeros contactos se irán reproduciendo cuando sea destinado como profesor a pequeñas ciudades pampeanas, como Bolívar y Chivilcoy. Es fácil imaginar a ese Cortázar de 20 ó 22 años escuchando la radio en la Pensión de Vazilio cuando cae la noche, la noche profunda y sin estímulos; o en el Café Japonés de Chivilcoy, donde el provincianismo acabará por enviarlo fuera. La música ejercía en él, por esos años, más allá de la mera fascinación: era el estímulo del aislamiento -como lo fueron la lectura y la escritura-, la evasión, la superación de un ámbito mediocre en el que él, por necesidades económicas, tenía que medrar. Fue ya en Bolívar cuando su conocimiento de la música “hot” irá en aumento. Con Mecha Arias, una colega del Colegio Nacional San Carlos, y sus hermanos, aficionados también, fue con quienes de entre las pocas personas de Bolívar pudo Cortázar hablar de jazz. Con ella seguiría haciéndolo en su correspondencia chivilcoyana posterior. A ella le hará partícipe de sus descubrimientos, con ella intercambiará su entusiasmo creciente con los nombres de Spike Hughes o Mills Brothers, Hoagy Carmichael, Clifford Brown o Charlie Parker.
Bien. Sin irme demasiado del tema, diría, ¿cuál es la relación de Cortázar con la música, en concreto con el jazz? El jazz ofrecía algo de que carecía la otra música: la intuición, su capacidad metacreativa, sus “takes”, su movimiento espontáneo. A veces el escritor se ha referido, en este sentido, a la pobreza del tango respecto a la riqueza del jazz, ya que aquél “permite únicamente una ejecución basada en la partitura y sólo algunos instrumentistas muy buenos -en este caso los bandoneonistas- se permiten variaciones o improvisaciones mientras todos los demás de la orquesta están sujetos a una escritura. El jazz, en cambio, está basado en el principio opuesto, en el principio de la improvisación. Hay una melodía que sirve de guía, una serie de acordes que van dando los puentes, los cambios de la melodía y sobre eso los músicos de jazz construyen sus solos de pura improvisación, que naturalmente no repiten nunca”.
Eso es verificable: si nos aproximamos a un cuento de Cortázar es fácil dirimir cómo aplica técnicas jazzísticas y las incrusta en la naturaleza de sus cuentos. Desestructuración del eje escritural, improvisación, alternancia de planos, son atributos de cualquiera de sus relatos, pero son igualmente recursos aplicables en el jazz. La verdad es que no resulta difícil adivinar por qué se dan esas sujeciones entre el jazz y la literatura cortazariana. Hemos señalado cómo el jazz arma su discurso en la espontaneidad, la cual está muy próxima de lo irracional; territorio este que, como es sabido, le es especialmente proclive a Cortázar, de ahí que se identificara con “esa música que coincidía con la noción de escritura automática”. Bretón, Aragón, “el jazz [sigue diciendo Cortázar] me daba a mí el equivalente surrealista en la música, esa música que no necesitaba partitura. Mi trabajo de escritor se da de una manera en donde hay una especie de ritmo, que no tiene nada que ver con la rima y las aliteraciones, no. Es una especie de latido, de ‘swing’, como dirían los hombres de jazz, una especie de ritmo que, si no está en lo que yo hago, es para mí la prueba de que no sirve”.
Por último señalemos la presencia del jazz en algunos títulos suyos. En “Rayuela”, ese relato roto y sin puntos cardinales, con el trasfondo de París y La Maga y Rocamadour y Oliveira; o en “La vuelta al día en ochenta mundos”, libro entreverado con poemas, reflexiones, fotografías y recuerdos, en uno de cuyos pasajes, “La vuelta al piano de Thelonious Monk”, el escritor homenajea una vez más la heterodoxia de esta música. Cabe igualmente citar “El perseguidor”, relato del volumen “Las armas secretas”, historia que construye más que reconstruye la vida de Charlie Parker (Johnny Cárter, en el cuento), el cual marcará un giro en su carrera y en su concepción vital. El jazz y el cuento, la música y la literatura, dos discursos trabados que, en Cortázar, se enriquecen mutuamente y dan una mirada de cambio sobre el mundo.