22 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XIX) Ignacio Portela
 
Ignacio Portela (1978) es uno de los fundadores de la revista “Sudestada” junto a Hugo Montero (1976-2021) y Walter Marini (1976). Licenciado en Periodismo por la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, en agosto de 2001 en medio de una profunda crisis política y socioeconómica, cofundó la revista con la intención de difundir una mirada alternativa a la de los medios predominantes sobre temas muchas veces controversiales como el feminismo, los movimientos sociales, la contracultura musical, los verdaderos intereses del fútbol, el aborto, los agrotóxicos y el terrorismo financiero, entre otros. También se publicaron en la revista innovadoras biografías de personajes históricos desestimados por sus ideologías y que provocaron extendidas discusiones en buena parte de la sociedad.
A lo largo de los años ha publicado en “Sudestada” numerosos artículos, entre los que pueden mencionarse “Música y dictadura”, “Melodías prohibidas”, “La cultura viva”, “La pasión según Rodolfo Walsh”, “Tango joven de vanguardia”, “La jactancia del dolor”, “Daniel Moyano. Narrativa en clave de sol” y “Drácula, por Luis Scafati”. Ha sido el compilador del libro “Nuestro Che. Crónicas de Rosario a La Higuera” y, en coautoría con Montero publicó “Rodolfo Walsh. Los años montoneros” y “Polo, el buscador. Una mirada sobre la obra de Fabián Polosecki”.
En el nº 1 de “Sudestada de Colección”, aparecida en enero de 2010, un número dedicado íntegramente a Cortázar en el que se publicaron textos del propio Cortázar, de Martín Caparrós (1957), de Carlos Irusta (1948), de Mario Goloboff (1939) y de Sara Facio (1932) entre varios otros, publicó “Un sueño y dos orillas” escrito con Montero. Dicho artículo sigue a continuación.
 
Exagerando los cuidados, invadido por los nervios, el joven alto y desgarbado cruza la calle transpirando frío en todo el cuerpo. Aferrado a la carpeta con las manos empapadas en sudor, el joven alto y desgarbado encara hacia la figura que camina pesadamente con rumbo a las sombras del final de la calle. Murmura un nombre conocido, detiene su paso y repite con torpeza el puñado de palabras estudiadas hasta el hartazgo para la ocasión. Un pálido Julio Cortázar, alto y desgarbado, hecho un manojo de nervios, le entrega su cuento “Casa tomada” a Jorge Luis Borges, quien acepta el manuscrito y se marcha en silencio prometiendo su lectura. Borges publicaría luego aquel relato en la revista en que trabajaba, “Los anales de Buenos Aires”. Años después, en París, recordó ese antiguo episodio y contó que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. “Esa circunstancia me honra”, comentaría tiempo más tarde el propio Borges.
Largo y sinuoso sería el camino para aquel joven alto y desgarbado desde el encuentro con su admirado Borges, desde aquella niñez en Banfield, rodeado de libros, de excelentes notas en el colegio y de algunos poemas borroneados hasta aquel viaje iniciático a la capital francesa. “De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”, explicó en una carta en 1967, lejos de Buenos Aires y de una historia que hasta entonces le parecía tan ajena como aquella que escribían, muy lejos de la calma parisina, unos rebeldes barbudos en la Sierra Maestra.
“Estaba instalado en mi vida europea con muy poca, prácticamente ninguna connotación o participación de tipo ideológico o político con el socialismo, una cuestión de simpatía teórica y nada más, la actitud típica del liberal que se imagina de izquierda”, reconoció en 1970, describiendo esa etapa en donde la literatura ocupaba su tiempo de forma exclusiva. Hasta ese día en que todo cambió: una revolución, un pueblo y un destino se cruzarían por su camino. “El triunfo de la Revolución Cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el ‘ethos’ tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir; en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre”, explicaría en 1967.
¿Qué fue aquello que generó en el escritor argentino ese cambio que lo llevaría a defender durante toda su vida las conquistas de los pueblos oprimidos de América Latina? ¿Qué elementos modificaron la visión del mundo de un intelectual sensible a una realidad cruenta, a un presente de dolor y de esperanza, escenario de su obra? “Llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera yo tuve la necesidad de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme callado”, señalaría sobre aquel pasaje. Aquel flaco y desgarbado escritor había dejado atrás todo su universo lúdico y fantástico, la arcilla que conformaba hasta entonces las cuatro paredes de su obra. Ahora, de frente a una realidad cada vez más compleja, lo esperaba una ardua tarea: la de meterse sin vacilaciones en una batalla donde las críticas le llegarían de ambos flancos.
Una de las primeras discusiones que protagonizó Cortázar fue aquella que intentaba definir los límites del “compromiso” para el artista, el valor de la obra como herramienta revolucionaria. El autor de “Bestiario” se oponía a la noción del artista como empleado de una causa, una visión que partía de la necesidad de seguir buscando esos puentes entre la expresión cultural de un pueblo que lucha por su liberación y la voz de sus artistas como sintetizadores de aquella experiencia, aunque nunca de forma mecánica: “Nada me parece más revolucionario que enriquecer por todos los medios posibles la noción de realidad en el ánimo del lector de novelas o de cuentos; y es ahí donde la relación del intelectual y la política se vuelve apasionada en América Latina, porque precisamente este continente proporciona la prueba irrefutable de que el enriquecimiento de la realidad a través de los productos culturales ha tenido y tiene una acción directa, un efecto claramente demostrable en la capacidad revolucionaria de los pueblos”, destacaba en 1979.
Eran tiempos en que otras discusiones se atravesaban. Debates muchas veces hijos de acartonadas perspectivas de la realidad a través de un espejo manchado por experiencias negativas en el terreno del llamado “campo socialista”. ¿Quiénes eran los receptores de aquel proyecto, quiénes de los protagonistas de la historia de América Latina se inscribían en la hoja de ruta que los artistas comenzaban a desgastar a pura caminata? Sin dudas, una minoría: “Nuestros libros son botellas al mar, mensajes lanzados a la inmensidad de la ignorancia y la miseria, pero ocurre que si estas botellas terminan por llegar a destino, es entonces que esos mensajes deben mostrar su sentido y su razón de ser, deben llevar lucidez y esperanza a quienes los están leyendo o los leerán un día; nada podemos hacer directamente contra lo que nos separa de millones de lectores potenciales, no somos alfabetizadores, ni asistentes sociales, no tenemos tierra para distribuir a los desposeídos ni medicina para curar a los enfermos, pero en cambio nos está dado atacar de otra manera esa coalición de intereses foráneos y sus homólogos internos que generan y perpetúan el ‘status quo’ o mejor aún el ‘stand by’ latinoamericano”, destacaría Cortázar.
Ya por entonces, el crecimiento como artista, pero también como intelectual, llevaba a Cortázar a desandar un camino con conflictos de una profundidad mayor. La revolución en la revolución, la pelea por intensificar el socialismo allí donde se había dejado atrás el primer escalón de la lucha por la independencia de los pueblos. Ya en el prólogo de “Libro de Manuel”, Cortázar ensaya una defensa anticipando la lectura de su novela. Preveía (y no sin razón) una lluvia de críticas por derecha y por izquierda: “Más que nunca creo que la lucha en pro del socialismo latinoamericano debe enfrentar el horror cotidiano con la única actitud que un día le dará la victoria: cuidando precisamente, celosamente, la capacidad de vivir tal como la queremos para ese futuro, con todo lo que supone de amor, de juego y de alegría”.
Tampoco zafó de la indignación de muchos argentinos que criticaban su estadía en París y su negación a sumarse al proceso revolucionario de los ‘70 en Argentina. Negación que el mismo Cortázar justificaría tiempo después: “Yo había conocido personalmente a algunos de sus protagonistas aquí en París, y me había quedado aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción, en donde no había el menor resquicio para que entrara ni siquiera una sonrisa, y mucho menos un rayo de sol. Me di cuenta de que esa gente, con todos sus méritos, con todo su coraje y con toda la razón que tenían de llevar adelante su acción, si llegaban a cumplirla, si llegaban al final, la revolución que de ellos iba a salir no iba a ser mi Revolución”.
En este período comenzaría para el escritor la batalla ideológica más compleja, aquella que lo enfrentaba a lo que él mismo denominaba “el enemigo interno”, ese elemento del viejo sistema que se resistía tenazmente a dejarse arrastrar por el vendaval revolucionario, aquel quiste reaccionario que Cortázar identificaba en las mañas del lenguaje obsoleto de muchos revolucionarios y también en las relaciones personales, marcadas por el machismo como fenómeno de puertas para adentro, en países en proceso de transición, como Cuba o Nicaragua. “Sólo creo en el socialismo como posibilidad humana; pero ese socialismo debe ser un fénix permanente, dejarse atrás a sí mismo en un proceso de renovación y de invención constantes; y eso sólo puede lograrse a través de su propia crítica”, afirmaba en 1983. “Las revoluciones tienen un recorrido doble: deben hacerse también de adentro hacia fuera. Deben partir de las mentalidades, de las conciencias, de la sensibilidad. Sólo en estas condiciones una revolución puede adquirir todo su significado. Es por esto que algunas revoluciones fracasan, se transforman en burocráticas; porque el hombre no ha cambiado. Al contrario, se ha hecho más mediocre. Y con hombres mediocres lo que se puede hacer es un ejército, no una revolución”, señalaría tiempo después.
Intercalando arduas polémicas con relatos brillantes, los días de Julio Cortázar fueron pasando en ese tránsito perpetuo que siempre lo encontró en primera fila a la hora de las críticas; pero también en el grado más alto de cercanía con los jóvenes de todo un continente; con el sueño que marcó su vida desde aquella realidad ajena que un día se estrelló contra su máquina de escribir. Esa realidad que interpretó con una mirada profundamente socialista, pero rebosante de una idea de dinámica que intentó compartir con aquellos que protagonizaban cada uno de esos procesos: “¿Qué sentido último puede tener una revolución que no sea una revolución constantemente inventiva, capaz de cambiar no solamente las estructuras sociales exteriores sino las que condicionan y generan las estructuras mentales de cada individuo y por ende de todo el pueblo? Si es hermosamente cierto que la liberación de la injusticia y la opresión alcanza al pueblo hacia sí mismo, hacia sus verdaderas raíces y su verdadero ser, igualmente cierto es que su acceso final y definitivo a la libertad necesita imaginación, invención y belleza, necesita todo eso que los lectores buscan en lo que leen, asimilan y transforman en nuevas capacidades para que la revolución esté de veras en cada uno de los componentes del pueblo, y sea parte de su propia creación”, explicaba.
Si Cuba marcó el inicio de su participación militante, la liberación de Nicaragua fue la que le permitió integrarse de lleno a un proceso revolucionario. Su primer viaje a Nicaragua lo hizo clandestino junto a Sergio Ramírez, quien después sería vicepresidente de la junta rebelde, en un barco que los llevó a Solentiname. No se trata de un detalle menor, teniendo en cuenta que sus cualidades físicas pasaban muy poco inadvertidas. Pocos meses después de la caída de la dictadura de Somoza, Cortázar viajó por segunda vez para dará conocer al mundo entero la realidad de un pueblo desesperado, que empezaba a dar sus primeros pasos hacia su liberación. En esos viajes, se encargó de producir artículos periodísticos para confrontar las noticias difundidas por las agencias internacionales. También relató con su estilo diferentes impresiones, luego compiladas en “Nicaragua, tan violentamente dulce”. Niños de quince años montando guardia y dispuestos a ir a la escuela eran parte del terreno que él mismo se encargó de recorrer para luego sugerir acciones más concretas. Este diálogo con los sandinistas continuó hasta su muerte, al igual que la relación amistosa con sus máximos referentes. El proceso de alfabetización fue seguido muy de cerca, e incluso parte de sus obras fueron repartidas a los voluntarios alfabetizadores. También donó los derechos de autor de varios de sus libros a diferentes grupos identificados con la lucha por liberación americana.
Cuando le preguntaban sobre el acontecer nicaragüense, creía menos en un proceso ortodoxo que en una idea de liberación: “Una revolución es la sustitución total, dentro de la historia, del capitalismo por el socialismo, sin grados intermediarios. Lo que yo veo en el sandinismo, en cambio, es un movimiento de liberación”, explicó entonces. “Yo ya no sé escribir como antes, hacia donde quiera que me vuelva encuentro la imagen de Haroldo Conti, los ojos de Rodolfo Walsh, la sonrisa bonachona de Paco Urondo, la silueta fugitiva de Miguel Ángel Bustos, y no estoy haciendo una selección elitista, no son solamente ellos los que me acosan fraternalmente, pero un escritor vive de otras escrituras, y siente, si no es el habitante anacrónico de las torres de marfil del liberalismo y del escapismo intelectual, que esas muertes injustas e infames son el albatros que cuelga de su cuello”, escribía en 1980, mientras desde Argentina un puñado de grises intelectuales lo criticaban por calificar como “genocidio cultural” a lo que hacían los militares, como negando con soberbia aquella realidad que destruyó a un país desde su elemento más sensible.
Cortázar viajó a La Habana, a Managua y a Buenos Aires en sus últimos días. Allí se despidió de sus amigos y alcanzó a recoger algo de lo mucho que había sembrado a fuerza de talento y presencia militante. La verdad le dio la espalda más de una vez, el dolor lo agobió por aquellos días tristes, el silencio y la indiferencia lo acompañaron no pocas veces. Su voz de genuino artista hoy se confunde con el murmullo empecinado de unos cuantos que lo obligaron siempre a disculparse antes de opinar, que le impusieron el pago de un derecho de piso que nunca le correspondió. “Me invade cierta melancolía al pensar que el tiempo disminuye para mí. Tengo suficiente lucidez para comprender que no asistiré a la materialización de mi sueño: la soberanía total de la América Latina, pero de ningún modo asocio esto a una sensación de fracaso. Estoy seguro de que los procesos históricos se cumplirán, que los libros que ya nunca escribiré serán obra de otros creadores latinoamericanos”, reconoció en 1983, cuando el final se acercaba.
Cuesta recorrer las últimas líneas de esta cita, las que hablan de la materialización de un sueño. Hoy, mucho tiempo después, los artistas e intelectuales de nuestro país en su mayoría permanecen ajenos (y hasta se jactan de ello) a una realidad que nos corroe por todos lados. Sin embargo y como contrapeso, permanece inalterable, para cualquiera que así lo disponga, ese largo y sinuoso camino que emprendió Cortázar. Podremos equivocar los pasos, demorar la marcha, pero siempre tendremos a mano todo el juego y la alegría de esos libros que, aún hoy, son la brújula en esta caminata hacia un nuevo destino americano.