(VIII) César Fernández Moreno
El poeta y ensayista argentino César Fernández Moreno (1919-1985) nació en Buenos Aires y pasó su infancia alternando su residencia en Chascomús y Huanguelén, hasta radicarse definitivamente en la Capital Federal. Allí estudió en el Colegio Mariano Moreno y posteriormente cursó la carrera de abogacía en la Universidad de Buenos Aires. Hijo del famoso poeta Baldomero Fernández Moreno (1886-1950), el “poeta de los barrios porteños” como se lo llamaba, César formó parte de lo que se conoció como “Generación del ‘40”, un grupo de escritores, principalmente poetas, que fueron clasificados mayormente como “vanguardistas”, “telúricos” y “neorrománticos”. En 1940 publicó su primer libro vinculado a esas expresiones, pero años más tarde se distanció de esa corriente poética y se volcó a una nueva línea expresiva que el mismo poeta denominó “poesía existencial”. Esa tendencia, conocida por la crítica como “poesía conversacional”, tuvo entre sus máximos exponentes al uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) y al nicaragüense Ernesto Cardenal (1925-2020).
Por entonces sus obras se caracterizaron por su tono coloquial, narrativo y conversacional, ya vinculado a las tendencias que caracterizaron a la poesía argentina de la generación de los ’60. Fue una etapa en la que se destacó no sólo a través de su obra creativa sino también como antólogo y teórico de esa nueva corriente. Fue fundador de “Correspondencia” y director de “Contrapunto” y “Zona”, revistas literarias todas ellas, y colaboró en distintos medios periodísticos como “Nosotros”, “Primera plana”, “Sur”, “Zona”, “La Gaceta de Tucumán” y “La Nación” de Argentina, y “Marcha” de Uruguay. En 1965 dejó su profesión de abogado y se instaló en París. Allí fue agregado cultural de la Embajada Argentina y funcionario de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). También tuvo residencias temporarias en Cuba ejerciendo la misma profesión. En La Habana, junto al escritor argentino David Viñas (1927-2011), en julio de 1981 editó el número que la revista “Les Temps Modernes” dedicó a la Argentina. Titulado “Argentina entre populismo y militarismo”, en dicho ejemplar escribieron, además de Fernández Moreno y Viñas, prestigiosos escritores argentinos como Osvaldo Bayer (1927-2018), Noé Jitrik (1928-2022), Juan Gelman (1930-2014), Juan José Saer (1937-2005) y Cortázar, entre otros.
Los años ‘60 han presenciado la madurez poética de un autor que no ceja en su aspiración de cambio y autenticidad y que, sin embargo, se sabe escritor entre dos aguas del siglo, testigo de un cambio radical de perspectivas en el arte, entre la modernidad y la posmodernidad. 1968 será en muchos sentidos un año clave. El encuentro con la revolución cubana y el mayo francés significarán en su obra otra vuelta de tuerca. Así pues, Cortázar hizo de la poesía, como César Vallejo, Federico García Lorca, Fernando Pessoa o Louis Aragon, el secreto de su vida, un secreto a voces. El poema cortazariano es, ante todo, expresión de lo posible: el otro yo, la otra realidad, el otro lenguaje. Desde esa consciencia y esa esperanza escribe el argentino. Más allá del discurso, la escuela, el canon, hay una baudeleriana intención “irregular” que convierte el hecho poético en una aventura que no cesa. Esa bizarría sorprendente y esa excepcionalidad vital y literaria (él se preguntaría si acaso existe alguna diferencia entre vivir y escribir) han de ser leídas desde el registro de lo inmarcesible y lo inacotable y desde los criterios fecundos de la intuición y el utopismo crítico. Como Roland Barthes apunta, hay “una mitología del arte de escribir que tendrá por objeto las obras atravesadas por el gran escritor mítico en el que la humanidad pone a prueba sus significaciones, esto es, sus deseos”. El de Cortázar es un esfuerzo por regresar al estadio naturalmente mítico del hombre y del arte.
Se constata en la poesía de Cortázar una estimulante deuda clásica, con origen en el mundo grecolatino y los clasicismos europeos del siglo XVI. Innegables, además, se presumen las raíces románticas de su arte y de su posición como artista. En John Keats, EdgarAllan Poe y Charles Baudelaire halla Cortázar al poeta indómito, al buscador de fusiones, al frecuentador del límite, al hijo de la orgía de las palabras y la vida. Un afán rebelde e insatisfecho lo acompaña siempre y el suyo es, por tanto, un designio poético de sustancias confusas, impulsivo y nunca relegado a una clasificación. El ansia inflamable de innovación y una valoración especial del mundo de las sensaciones, las emociones y los sueños hacen de la obra poética de Cortázar un continuo universo romántico.
De “Las flores del mal” de Charles Baudelaire, que liquida el romanticismo, han partido dos itinerarios paralelos plenamente reconocibles en nuestro poeta. La primera ruta, visionaria, vital y humanizada, nos conduce, a través de Rimbaud, hasta las experiencias surrealistas, irracionalistas y existenciales. La segunda ruta tiene a Stéphane Mallarmé como insignia de la poesía pura, intelectual y artística. La huella mallarmeana se consigna claramente en los sonetos de “Presencia”: la deshumanización del poema, la traición a lo vital, su búsqueda del texto absoluto, su rigor formal, su arquitecturada perfección, su condición de juego de espejos y su esteticismo hermético. Cortázar abjura de la poética mallarmeana desde los años ‘40 en tanto en su evolución personal encuentra razones para una oposición “ética”. Las presencias revolucionarias del Conde de Lautréamont y Arthur Rimbaud ocurrirán en la certeza del poema como transporte y transformación vital y existencial y como revolución del lenguaje. En el autor de las “Iluminaciones” confirma que “órdenes inconscientes, categorías abisales del ser, rigen y condicionan la poesía. La poesía se ofrece como la apuesta más alta en su lucha contra la realidad odiosa”. Nuestro poeta ha aprendido en Rimbaud que la poesía es, en su inocencia necesaria, la “historia de una sangre”, una sinfonía que se remueve en las profundidades, una ola de vida.
Por lo demás, el discurso poético cortazariano, ya libre por sí, será engrandecido por las mareas exploratorias del surrealismo. Cortázar se apunta sin concesiones a esa cosmovisión, comprendiendo que un cielo futuro ha emergido. Desde mediados de los años ‘30 ha ido leyendo literatura surrealista: de Cocteau a Breton, de Éluard a Crevel. De ese contacto surgirán muchos de los rasgos que lo han hecho especial: el juego, la insatisfacción, la indistinción fantasía-realidad, la revolución lingüística, la inconsciencia o el automatismo imaginario.
Para Cortázar, el tránsito que se efectúa de lo estético a lo poético tiene en el surrealismo su máxima expresión. La imaginación, por supuesto, es un arma de transformación social. Lo soñado tiene una consistencia indeleble. El surrealismo es un humanismo mágico y heroico. Si el surrealismo sugiere, indudablemente, un compromiso con la realidad, Cortázar será recordado como uno de esos escritores que tomó partido. No es, sin embargo, un escritor político; hizo de su independencia creativa su última frontera. Su obra poética luchará en contra de la violencia, el fascismo, el imperialismo, la falta de igualdad social, el capitalismo caníbal, el estado somnoliento del intelectual latinoamericano y otros aspectos.
Por lo demás, la experimentación y el juego llevan a Cortázar a cultivar las más variadas formas de creación poética: poesía permutante, poesía visual y poema-objeto, poesía en comunión con xilografías o serigrafías, poesía manuscrita y una suerte abundante de procedimientos de muy distinto tipo y tono que hablan de esa predisposición a las novedades. No olvidamos la intensa relación que Cortázar mantiene en su poesía con la obra de los grandes poetas del siglo: Rainer María Rilke, Paul Valéry, Ezra Pound, T. S. Eliot, Federico García Lorca o Pedro Salinas. El taller flotante cortazariano es fecundo en sus afluentes e igualmente fecundo en sus vasos comunicantes.
Cortázar se ha aventurado en las posibilidades más radicales del lenguaje y la expresión y ha atendido a las propuestas más innovadoras, lo que en último término traduce un estado de excitación existencial en que se refleja el ocaso de las estéticas tradicionalistas. La cólera social, por su parte, se entenderá en la entrega de la obra al otro, en la cercanía a los asuntos a la realidad inmediata y en una intención comunitaria y unitiva de los intentos poéticos, en donde siempre asoma el hombre. El poeta es, al fin, un mago moderno, un mago metafísico y un mago social. Para explorar lo real y apoderarse de ello, nuestro poeta ha puesto en funcionamiento una empresa total de trascendencia de los límites, que ha de rendir la totalidad, el cielo en la tierra, el mundo nuevo. Cortázar creció en esta idea y la defendió con la seriedad con que juegan los niños.
Julio Cortázar nació en Bruselas y murió en París. Vivió en Bruselas durante cinco años (era hijo de argentinos); también vivió en París durante más de treinta años. Pero entre una y otra circunstancia europea, fue constantemente argentino y de muy diversas maneras: no sólo era un porteño del barrio y del centro, sino también un provinciano: de la provincia de Buenos Aires (Bánfield, Bolívar, Chivilcoy) y de Mendoza (en su Universidad). Es sabido que la diversidad de vectores dentro de lo nacional ayuda a estructurar esa nacionalidad. Más aún: fue un argentino irreductible durante todos los años de su vida, inclusive aquellos que pasó en Europa.
Cuando fue a la Argentina por última vez -a ver a la madre, a ver a la patria-, la televisión lo entrevistó el 5 de diciembre de 1983, cinco semanas antes de su muerte. ¿Se piensa radicar en la Argentina? Contestó: “no me gusta la palabra, radicar”, aclarando de inmediato: “la palabra radical, sí”. Pero, ¿por qué no se quería radicar en la Argentina, si era un argentino irreductible? Quizá por eso mismo, porque sus raíces estaban en la Argentina, tierra que no cesaba de alimentarlas. Cortázar ya estaba suficientemente “radicado” y para siempre, a pesar de que su tronco, sus ramas, sus hojas, anduvieran vibrando y airando por ahí.
El entrevistador lo acosaba, con esa cierta mala voluntad, o por lo menos desgano, con que se aceptó siempre que Cortázar viviera en París, su práctico pasaporte francés: “¿ha dejado usted de ser Jules Cortázar, ‘yulio cortassar’, como le dicen en París?”. Y él contestaba: “yo soy un escritor, lean mi obra, vean todo lo que he escrito desde que me fui a París, y verán si sigo siendo argentino o no”.
Vemos su obra, y en “Rayuela”, plexo mismo de esa obra, releemos en efecto el combate consigo mismo del argentino en París: quedarse o volver, entrar del todo en París o salir de él para siempre. Oliveira y Traveler, los dos personajes de “Rayuela”, son uno solo: respectivamente, Cortázar en París y Cortázar en Buenos Aires.
Horacio Oliveira tiene como problema fundamental la elusión, o mejor dicho la superación de la vida cotidiana a que fue destinado por el espacio geográfico y también político y social de su nacimiento. Un primer paso es la emigración: deja Buenos Aires y se instala en París. Aquí es donde se hace evidente el paralelismo de Oliveira con el autor. Ahora bien: esa primera salida (de la patria) es relativamente fácil de lograr; la evasión o arribada metafísica que el personaje pretende más que nada, es mucho más difícil, seguramente irrealizable, y quizá la vida va en ella. Oliveira busca la trascendencia efectiva de la existencia a la esencia, de lo relativo a lo absoluto (o sea la muerte, o la aparente salida al misticismo, o la locura).
A lo largo de estas transiciones, se ve a Oliveira en una acción auto-destructiva que es rigurosamente lógica en la medida en que se revela realmente impasible la salida hacia la metafísica. Se lo ve perder sin más ni más el amor de la Maga; se lo ve volver a Buenos Aires vagamente en busca de ese amor, en realidad en busca de su propia personalidad dejada en la Argentina.
Ya en Buenos Aires, Oliveira hace vida prácticamente común con otro par de personajes que son, como queda dicho y como la misma novela califica a uno de ellos, sendos “doppelganger” de Oliveira y la Maga: Traveler y Talita. El novelista acierta a dibujar algunas diferencias entre la Maga y Talita; en cambio el lector no alcanza a percibir, y esto es quizá una intención del autor, casi ninguna diferencia entre Oliveira y Traveler, salvo la diferencia existencial de que Traveler aceptó su vida cotidiana en Buenos Aires. Sin duda, Oliveira encuentra en Traveler la propia piel que dejó en la patria al partir.
Novela romántica, sin salida, “Rayuela” debería, como “Werther”, desembocar en el suicidio. Pero todo queda en el intento de suicidio de Oliveira: digo intento porque en los capítulos que el autor llama “prescindibles” el personaje reaparece, salvado de su ataque de locura. El hecho mismo de dejar pendiente el suicidio o no de Oliveira en los capítulos “imprescindibles” indica que realmente no hay solución para ese personaje ni para su creador. O mejor: que la solución es la aceptación de Traveler a la vida cotidiana, pero que la novela no se atreve a sugerir sino en los capítulos “prescindibles”. Sea como sea, toda “Rayuela” pasa en una especie de túnel o galería, uno de cuyos extremos da a Buenos Aires, otro a París. Pero Oliveira vuelve a Buenos Aires, y allí se vuelve loco y quizá se suicida: allí. Oliveira no acepta la sensatez ni la vida en París, prefiere la locura y la muerte en Buenos Aires.
No sé si es cierto que “Bestiario”, el primer libro de cuentos que escribió Cortázar y último que publicó en Buenos Aires antes de buscar el relativo desasimiento de París, es su mejor libro, como algunos dicen con buena intención y otros sin ella. Puedo decir que sus cuentos posteriores publicados en Europa, por ejemplo los de “Octaedro”, son formalmente tan buenos y a veces mejores que “Bestiario”. Pero también es cierto que esos cuentos van como vaciándose del ambiente de Buenos Aires, y que el ambiente europeo no llega a reemplazarlo con análoga intensidad. Una forma más de ser un argentino irreductible.
Algo más: impedido, de hecho, de volver a Buenos Aires durante los años de la dictadura militar, Cortázar convirtió el problema metafísico de su personaje Oliveira en un problema político para su creador, para él mismo. Y derramó su amor nacional sobre una patria más extensa: la América Latina. Es una verdad cada vez más resonante, probada en la guerra y en la paz, que la Argentina es una parte de esa patria grande que llamamos la América Latina. En esa oscilación binaria construyó Cortázar su obra y gastó su vida. Europa, Francia, fueron para él generosos refugios, eficaces cajas de resonancia. Vivo o muerto, sin embargo, Julio Cortázar fue y es siempre argentino, un argentino irreductible.