(XI) Abelardo Castillo
Según Cortázar, fue la primera persona que hizo “una tentativa seria y bien pensada de entender y juzgar”. “Lo que verdaderamente agradezco es su punto de vista. Harto de leer reseñas basadas en la solapa de mis libros, encuentro por fin una página que revela un estudio a fondo, una confrontación de toda nuestra realidad o irrealidad literaria, y sobre todo una honradez nada frecuente en nuestro medio”. “Me gusta que no le guste el final de ‘Las armas secretas’ -agregó-. Tiene toda la razón del mundo. El diálogo de Roland y Babette figuraba antes del final en la segunda versión (porque hubo tres), pero después lo puse a lo último y probablemente me equivoqué; la verdad es que ese cuento es uno de los que me han dado más trabajo, sin dejarme nunca satisfecho”, escribió el 14 de enero de 1960 en una carta mecanografiada. Se refería al escritor argentino Abelardo Castillo (1935-2017), una de las figuras más relevantes de la literatura argentina del siglo XX, quien había definido a “Las armas secretas” como un gran cuento con un final defectuoso ya que “hubiese ganado intensidad” sin el diálogo final entre Roland y Babette. Castillo aprovechó aquella primera carta para pedirle algunos cuentos inéditos, y Cortázar, a su vez, aprovechó el pedido para que Castillo le enviara los suyos. Así lo hicieron y en el mismo envío se cruzaron “Continuidad de los parques” e “Historia para un tal Gaido”. Es decir, la historia de un lector que termina siendo asesinado por el personaje del cuento que está leyendo y la historia de un autor asesinado por el protagonista del cuento que está escribiendo en su casa.
Nacido en Buenos Aires, en 1946 se trasladó con su familia a la ciudad bonaerense de San Pedro, donde vivió hasta los diecisiete años. Apasionado lector, en 1952 regresó a Buenos Aires y pronto descubrió su vocación de escritor. En 1959, con su cuento “Volvedor”, obtuvo el Primer Premio del concurso de la revista “Vea y Lea” y, por su obra teatral “El otro Judas”, ganó el Primer Premio del concurso organizado por la revista “Gaceta Literaria”. En 1961 publicó su primer libro de cuentos, “Las otras puertas”, el cual ese mismo año obtuvo el Premio Publicación otorgado por la revista “Casa de las Américas”. Perseverante lector de filosofía, sobre todo de la obra de Arthur Schopenhauer (1788-1860), Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Jean Paul Sartre (1905-1980), incursionó en todos los géneros literarios y se destacó también por su fuerte compromiso social y político.
En esa línea, junto con Humberto Costantini (1924-1987) y Arnoldo Liberman (1933), fundó la revista literaria “El grillo de papel”, cuyo primer número apareció el 28 de septiembre de 1959. Poco más de un año después, en noviembre de 1960, el incierto gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995) que había ganado las elecciones tras un oscuro pacto con el peronismo, ordenó el cierre de Stilcograf, la imprenta donde se imprimía la revista, acusando a sus editores de “izquierdistas”. En 1961, acompañado por Liliana Heker (1943), fundó entonces “El Escarabajo de Oro”, una revista que sería considerada por la crítica especializada como la más prestigiosa publicación literaria de aquella época. En ella, además de Cortázar, se publicaron cuentos de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), Ernesto Sabato (1911-2011), Augusto Roa Bastos (1917-2005), Beatriz Guido (1922-1988), Carlos Fuentes (1928-2012), Vicente Battista (1940), Ricardo Piglia (1941-2017), Miguel Briante (1944-1995) entre muchos otros.
La revista apareció hasta el año 1974 y, tres años después, junto a Heker y Sylvia Iparraguirre (1947), fundó “El Ornitorrinco”, revista que fue sin dudas la más importante en el campo de la resistencia cultural contra la dictadura militar instaurada el 24 de marzo de 1976. Pese a la censura y el control, la revista se publicó hasta agosto de 1986. Simultáneamente, Castillo dictó durante los últimos cuarenta años de su vida un taller literario, taller por el que pasaron autores como Juan Forn (1959-2021), Rodrigo Fresán (1963), Gonzalo Garcés (1974) y Samanta Schweblin (1978), entre muchísimos otros.
En este último dedicó uno los capítulos a Cortázar, ya fallecido. Bajo el título “Cortázar, la cercana lejanía”, escribió: “De los grandes escritores que he conocido, ninguno, excepto Borges, parecía haber meditado tanto como él sobre el problema de la forma y el estilo. Uno tenía la impresión de que para Cortázar las palabras eran cosas, pero no en el sentido inorgánico de objetos: más bien pequeñas cosas vivas a las que había que amaestrar cuidadosamente para hacerles cumplir la ceremonia de la sintaxis y la forma personal. Él decía haberlo aprendido de Marechal y de Borges. Y es esto, este aprendido magisterio que se transmite de escritor a escritor, y al que ahora hay que agregar su propio magisterio, lo que le debemos y le deberán las generaciones que lo siguen”. Lo que sigue es el artículo “Las armas secretas” que Castillo publicó en 1959 en el nº 2 de la revista “El Grillo de Papel”.
Françoise Sagan. Pero, pongamos por caso, esos mismos críticos dudarían mucho antes de resolverse a jurar que nuestro Benito Lynch no tiene nada en común con el otro Lynch, el de los juicios sumarísimos.
Entre las diversas anomalías de nuestra literatura, hay ésta: descubrir que también existen buenos escritores argentinos. Descubrirlo, de pronto, en alguna antología francesa, o inglesa, o rusa. Y sucede que Julio Cortázar además de ahora y en “El Grillo de Papel”, ha dado que hablar en “Lettres Nouvelles”, “Nouvelle Revue Française”, “Les Temps Modernes” y comparte con Balzac, Tolstoi, Mérimée y Gógol la “Anthologie du Fantastique” editada por el “Club Francés del Libro”: según Jacques Sternberg -y esto corre por su cuenta o por la del autor de la solapa- el cuento de Cortázar que integra aquel volumen es, acaso, el más hermoso.
Y bien. Aún a riesgo de contradecir a algún desprevenido comentarista -que habla de no sabemos cuál visión dramática del hombre moderno- diremos que la narrativa de Cortázar es esencialmente fantástica Y acaso nos gusta por eso. Esto merece una pequeña digresión. Para algunos el “fantasma” es una entidad entre metafísica y horrenda que, ululante, acomete misteriosas atrocidades (Oscar Wilde, en “El Fantasma de Canterville”, ya satirizó la ineptitud de esta clase de ánimas; Edgar Poe nunca complicó su genial fantasía en la obvia truculencia ni el espiritismo fácil). A nuestro juicio, el género fantástico es un asunto literario, y por supuesto tan válido, tan necesario, como el mejor realismo.
Y los “fantasmas” de Cortázar son realistas: se integran a la dinámica histórica; son -para decirlo con el título de un libro reciente y cotidiano- fantasmas “de por aquí nomás”. Actúan, como es lógico -lógico dentro de la ilógica fantasmal del siglo XX- en un mundo nuestro, en un París con trolebuses, afiches de Coca-Cola y cercano a Buenos Aires por virtud de la correspondencia trasatlántica. Y es justamente a causa de la correspondencia trasatlántica que los personajes de “Cartas de mamá” intuyen que París, el mundo nuestro, los trolebuses, son dudosamente razonables: las cartas de mamá han empezado a mencionar a Nico. Y el misterio hace trepidar al concreto hombre del portafolio. Porque, claro, Nico ha muerto, hace mucho, en Buenos Aires. Y no es posible que un muerto mande saludos, ni que venga a París. Debe ser un error de mamá; tiene necesariamente que ser un error de mamá. ¿Necesariamente? La precisión de este cuento nos parece magistral y, aunque de pronto hayamos recordado a las dos veces inmortal “Ligeia”, no pierde por ello su originalidad.
El segundo relato es menos convincente, pero de innegable eficacia. Lo insólito, atmósfera que respiran todos los personajes de Cortázar, agobia también a la encantadora Mme. Francinet, aunque en rigor, “Los buenos servicios” no es una narración fantástica. Lo paradojal -el hecho de que resulte menos convincente que una fantasía- reside acaso en su elaboración formal. Su primera parte, si bien necesaria para lograr el último asombro del lector, no está resuelta con esa síntesis que hace del cuento una inapelable matemática. En cuanto al tema -la presunta muerte violenta de Bebé y otras equívocas malicias de homosexuales- alcanza a producir más de un perplejo escozor.
En “Las babas del diablo” la idea de la foto en cuya razonable inmovilidad repentinamente acontecen extraños sucedidos, no es baladí. El frenesí final, el “perpetum mobile” donde cae el protagonista -tal vez para siempre y entonces está muerto, o loco, o quién sabe en qué cuarta dimensión- es una prestidigitación que estuvo a punto de convertirse en magia. Faltó, nos parece, esa diabólica racionalización de lo absurdo que, en otro caso, nos hubiese hecho comenzar a mirar de reojo a las fotografías; así como, por virtud de Horacio Quiroga, dormir apoyando la nuca en un almohadón de plumas no es sensato: pueden anidar allí gordas garrapatas.
Dejemos para el final “El perseguidor” que, según creemos, es una historia excepcional, y pasamos a la que da título al volumen. En ella se retoma, desde otro ángulo, el tema de “Cartas de mamá”. Según una técnica en la que Cortázar es maestro, lo extraordinario lo imprevisible -el fantasma- se introduce solapadamente en el relato. A diferencia de “Cartas de Mamá” aquí llega no por la tácita aceptación de los personajes, sino a pesar de ellos. Al principio es una pertinaz aunque vaga reminiscencia de cierta ciudad alemana donde Pierre nunca estuvo; más tarde, el preciso recuerdo de una casa -la escalera, el pasamanos, la bola de cristal del pasamanos-; finalmente: el vértigo. Una fuerza oculta, un arma secreta, que se apodera de su voluntad, la desplaza, lo utiliza como instrumento y consuma su poderoso designio vengativo. Es sin duda un gran cuento y, hasta aquí, nos parece antológico. Decimos hasta aquí porque el final es defectuoso. Hubiese ganado en intensidad de haberse podido suprimir el ulterior diálogo entre Roland y Bebette. Por supuesto que era menester explicar cosas, pero pudo lograrse con un artificio más elaborado.
“El perseguidor” según dijimos, nos parece una narración excepcional. Y entonces amenazamos contradecir la abultada autoridad de Caillois. El importante discriminador se pronuncia así: Cortázar después, antes: Borges. Y esto también merece una cautelosa digresión. Borges, de quien abomina nuestra generación -con una falta de originalidad que explica muchas cosas- tiene, a veces, un talento realmente chocante. Juega a la geometría, claro, pero la geometría de Borges es admirable. De tanto en tanto -como en “Sur”, como en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, como en “El fin”- se avecina al sentimiento. Y puede ser evocativo, y acostumbra a saber que el Aleph es una letra o una magia. Si la esquina es rosada, dibujará el perímetro de un compadrito -el perímetro, porque los compadritos de Borges carecen de adentro- y será el mejor contorno que hayamos leído nunca; será un arquetipo.
Pero arquetipo hace pensar en Platón. Los reflejos condicionados de Borges son bibliotecarios. Para él la luna, según confiesa en poema último, no es un inconstante redondel cósmico, sino una reiterada frecuentación a la “Enciclopedia Británica”, o el octavo endecasílabo de un soneto a Don Pedro Girón endecasílabo que es epitafio sangriento sobre las campañas de Flandes, que a su vez son tumbas. Cortázar en cambio, menos riguroso -sus cuentos suelen tener características de novela corta o relato-, menos sabedor, puede reinventar el ser humano. Justo Suárez, muriéndose tuberculoso en una clínica; el chico que destruye su jazmín en “Los venenos” nos duele en la infancia de hace poco no en la remota. Esta diferencia se advierte claramente en “El perseguidor”. Puede objetarse (nuestros siempre mal informados críticos no han reparado en ello, hasta el momento al menos) que este relato no es meramente ficción, y que, la alucinada parábola de Johnny Carter es verídica; pero, a pesar de todo, creemos -oscuros comentaristas improvisados- que en lo que tiene de elaboración artística es una pieza narrativa difícil de superar.
El cuento está dedicado a Ch. P. y nosotros adivinamos que Johnny, el negro tocador de saxo, el desgarrado perseguidor de una música inexistente, el que rebotando del mundo se descalza para estar más pegado a la tierra, no es otro que “el pájaro”, el maravilloso Charlie Parker. Aquella forma oscura de Van Gogh, de Poe, de Dostoievski, que se atragantaba de cocaína para soñar que sí, que se puede, que es necesario y se puede alcanzar “eso”. Por momentos Johnny se empina, olvida que su saxo es casi ridículo, y agarra con la punta de los dedos la grandeza. El contacto es dramático, desesperado, pero dura lo que una imaginería de adormideras. Porque la grandeza sólo se queda con quien la atrapa irrevocablemente, cerrando el puño con ella adentro. El saxo de Johnny tiene algo de grotesco: uno no imagina que los arcángeles puedan tocarlo. Johnny no podía ser inmortal, no podía serlo porque iba a morir torpemente y los inmortales mueren de acuerdo a la plegaria de Rilke. Su frustración es terrible: está condenado a improvisar melodías que nadie recordará -y uno piensa en aquellos cantantes que nacieron antes de la grabación fono-eléctrica- porque mueren cuando el sonido cesa. Queda algún disco, es cierto, pero él sabe que no era eso lo que quería grabar y quiere destruirlo. Porque Johnny -Charlie- participa de la desesperación del genio, aunque no participe de la genialidad.
Sin “El perseguidor”, “Las armas secretas” hubiera sido un nuevo libro de Julio Cortázar, uno de los mejores cuentistas argentinos -un gran cuentista que urde malicioso, exacto a veces, el mecanismo del misterio o la sorpresa-; con “El perseguidor” el libró adquiere una dimensión repentinamente humana. Podemos aplicar a Cortázar un juicio que él mismo ha escrito: es culpable de literatura, nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Es cierto. Pero a veces también es culpable de humanidad. En “El perseguidor” esta culpa alcanza su expresión más bella.