17 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XIV) Francisco J. Uriz

El poeta, dramaturgo, antologista y traductor español Francisco J. Uriz (1932-2023) nació en Zaragoza. Allí estudió el bachillerato en la Escuela de los Escolapios, y se licenció en Derecho en la Universidad de dicha ciudad en 1955. Durante treinta años trabajó en Estocolmo, Suecia, en la Dirección General de Enseñanza Media (Skolöverstyrelsen) y en la Escuela Superior de Estudios Económicos (Handelshögskolan). También lo hizo como traductor oficial en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia. En ese oficio tradujo del sueco al castellano a dramaturgos tan reputados como August Strindberg (1849-1912) y Lars Norén (1944-2021), a prosistas de la talla de Ingmar Bergman (1918-2007) y Artur Lundkvist (1906-1991), pero sobre todo a poetas como Gustaf Fröding (1860-1911), Karl Vennberg (1910-1995) y Lars Gustafsson (1936-2016).

Además tradujo a un gran número de escritores poco conocidos fuera de Escandinavia y los presentó en amplias antologías. También, en colaboración con diferentes traductores suecos, tradujo a ese idioma obras de escritores españoles y latinoamericanos como César Vallejo (1892-1938), Federico García Lorca (1898-1936), Jorge L. Borges (1899-1986), Rafael Alberti (1902-1999), Pablo Neruda (1904-1973), Miguel Hernández (1910-1942) y, por supuesto, Julio Cortázar.
Su grandiosa actividad traductora fue premiada en numerosas ocasiones y sus poemarios y piezas teatrales han aparecido en albanés, búlgaro, danés, esloveno, polaco, rumano, sueco y turco. Después de vivir treinta años en Estocolmo, a su regreso a España fundó en Tarazona, Zaragoza, la “Casa del Traductor. Centro Hispánico de Traducción Literaria”.
Entre sus obras figuran los poemarios “Mi palacio de invierno”, “Cuaderno de bitácora” y “Un rectángulo de hierba”; las obras teatrales “Decidme cómo es un árbol”, “Vietnam no está en la Edad Media” y “Mear contra el viento”; los ensayos “Accesorios y complementos” y “La traducción en escena. Conocimiento del país”; y las antologías “Afinidades afectivas”, “Cinco poetas finlandeses”, “Hojas de una historia”, “Veintidós poetas finlandeses”, “Tres poetas noruegos”, “Poemas de octubre”, “Trilogía del hacedor de sueños”, “Algunos de los nuestros (Un siglo y más de poesía nórdica)” e “Hiperbóreas. Antología de poetisas nórdicas”. El siguiente texto -“Diez variaciones en torno a un cronopio”- apareció publicado como introducción del libro “Manual de cronopios” de Julio Cortázar que la editorial madrileña “Ediciones  de la Flor” publicó en 1992.
 
1. El flechazo
Hay encuentros que quedan grabados para siempre. El de Cortázar es uno de ellos. Fue en 1965, en una librería de La Habana. Abriéndome paso por entre los innumerables textos de Marx, Engels, Lenin y, sobre todo, Mao Tse-Tung llegué a la sección de literatura. Allí había una serie de libros de autores conocidos y un grueso volumen de tapas fucsia modestamente titulado “Cuentos”. Su autor era Julio Cortázar, un escritor argentino del que había oído hablar a unos amigos uruguayos en Estocolmo. ¿Qué cosa más natural, como diría Cortázar, que dos uruguayos hablen en Estocolmo de un autor argentino con un aragonés ex alumno de los Escolapios? Abrí el libro por la última página, como Dios manda, y leí: “Tortugas y cronopios”. Fue un flechazo y como tal no necesita explicación. En todo caso, esas golondrinas dibujadas con tiza fueron para mí, desde ese día, el símbolo de Cortázar. Y desde entonces trato de llevar siempre tizas preparadas.
2. Instrucciones para una clase de español
Leí la selección de cuentos y las deliciosas historias de cronopios en La Habana y en el avión. Al llegar a Estocolmo le pasé el libro como un gran descubrimiento a mi mujer. Era un retrasado y modesto regalo de boda. Ella estaba dando un curso de castellano a unos emigrantes españoles que querían aprender mejor su idioma. En lugar de dedicarse a la esterilidad de la gramática, les daba textos literarios que comentar. Y un día les dio éste de Cortázar: “Instrucciones para subir una escalera”. Se veían caras de felicidad y sonrisas durante la lectura a pesar de que no eran personas acostumbradas a la literatura. ¿Por qué? ¿Qué hay de divertido en este texto? La transformación de lo diario, de lo corriente en excepcional por medio de la palabra, del artificio literario. La meticulosa descripción de lo cotidiano como si fuese algo extraordinario producía el milagro.
Y una vez leído y comentado el texto, Marina les propuso un ejercicio: escribir con el modelo de Cortázar relatos similares. Los alumnos escribieron minuciosas instrucciones para beber un vaso de agua, para lavarse los dientes, redactar una carta, llamar por teléfono, etc. La composición del texto provocaba constantes sonrisas de satisfacción en los ejecutantes. Nos impresionó especialmente el texto de Roberto, un manitas mecánico, que descubrió aquel día que la creación literaria le proporcionaba un placer comparable al de una exitosa reparación de su coche.
3. Y creamos un club de cronopios
El Partido Comunista nos había aconsejado la creación de un club al que pudieran acudir los españoles en su tiempo libre. Un lugar donde juntarse. Por aquello del proselitismo. Florecía por aquel entonces el asociacionismo de los españoles en Europa -era antes de que las circunstancias y el implacable paso del tiempo lo aplastasen-. En Bruselas, Amsterdam, Ginebra, París, surgían como hongos clubes culturales y recreativos. Los nombres se repetían: García Lorca, Machado, Unamuno, Miguel Hernández, etc. Cuando nosotros pusimos en marcha el nuestro quisimos evitar la monotonía onomástica, y no sé si Marina o yo, en la reunión que iba a bautizar al club lanzamos un ¿y por qué no club de los cronopios? Hubo un silencio compacto. Creo que la mayoría lo tomó como un insulto. Pero como era tarde y el local sólo nos lo habían prestado hasta las siete, decidimos aplazar la discusión hasta el sábado siguiente. Nos gustaba ese mundo creado por Cortázar en que aparecían los famas, unos tipos conformistas, bien adaptados a todo. Las esperanzas, personajes inadaptados, ingenuos, que suelen llevarse todas las bofetadas. Y los cronopios, anarquistoides, iconoclastas, imaginativos.
Obramos con la astucia y mano izquierda que caracteriza la conducta de casi todos los cronopios, y el día señalado para la solemne ocasión, llevamos, sorprendiendo a todos, propaganda electoral. En la puerta repartimos una modesta hojita ciclostilada con cinco o seis textitos de “Historias de cronopios”: “León y cronopio”, “Cóndor y cronopio”, “Fama y eucalipto”…
Bastó. Y ganamos, claro, y le comunicamos a Cortázar la noticia, enviándole también la interpretación que de la indefinida figura de los cronopios había hecho un niño sueco, Michael Nyberg. Hay que decir que en los estatutos del club -a Cortázar lo desconcertó la idea de unos cronopios que se dieran estatutos hasta que los leyó- los socios se llamaban cronopios y esa palabra se fue llenando de un contenido muy positivo. “Eso no lo hace un cronopio”, se oía, por ejemplo, en el club para evitar que la gente tirase carpetovetónicamente las colillas al suelo. A Cortázar le agarró la noticia en París y nos contestó con unas geniales ilustraciones.
4. Así viajan los cronopios
Pasó el tiempo y el club seguía una vida activa en la que se mezclaban de una manera muy creativa cultura y política. Pues bien, en 1971 le dieron el premio Nobel de Literatura a un gran cronopio: Pablo Neruda. El club organizó un recital memorable del poeta en el Museo Moderno de Estocolmo que terminó con la entrega de unos regalos al escritor chileno: un libro sobre las aves de Suecia y un cronopio rojo. Para evitar que el flamante Nobel siguiese fastidiando amistosamente al padre de los cronopios con la frasecita de “Yo tengo un cronopio”, le enviamos por correo a Cortázar un cronopio verde.
5. El lugar donde se encuentran los cronopios
En 1982, en un parque de Managua me acerqué para saludarlo. “Hola, Julio”. “¡Paco!” (Yo, evidentemente, sabía que él estaba allí y él no tenía ni idea, así es que jugaba con ventaja.) Inmediatamente la sorpresa se derrumbó ante su aplastante lógica. “Pero, claro, ¿dónde se van a encontrar un cronopio de Estocolmo y otro de París más que en una lectura literaria en un parque de Managua?”. Y allí leyó con su pausada y solemne voz y su “r” francesa su cuento “Torito” junto a García Márquez, que nos deslumhró con la lectura de “El último viaje del buque fantasma”.
Aquella noche me llevó a una fiesta en casa de Sergio Ramírez. Me fue a recoger al hotel, me quitó suavemente la corbata, (“así estás mejor”), y no me perdió de vista en toda la fiesta. Cuando uno es el último mono en una reunión de notables, como lo era yo en aquella ocasión, no se olvida la mano dulce de Cortázar, su aguda mirada que controlaba desde su observatorio el aislamiento, el abandono o la integración del intruso.
Ese ocuparse de otros en una fiesta para que no se sientan marginados es una buena muestra cotidiana de su gran humanidad, esa humanidad mostrada en su solidaridad política con la causa de los desamparados y explotados de América Latina y del mundo. Especialmente con los niños. Siempre con sencillez, sin alharacas.
6. Un aniversario
Al ir a cumplir los veinte años el club decidió escribir una breve historia de sus actividades. Y, obviamente, le pedimos su contribución. Unos meses antes de su muerte nos mandó una carta: “Una enfermedad misteriosa y estúpida me persigue desde hace cinco meses, cobrándome un kilo de peso por mes, lo que no es poco en alguien que los tiene contados. Ya ves que el decimoctavo aniversario del Club no me encuentra en buenas condiciones para colaborar con el ímpetu que merece tan magno acontecimiento. Pero lo mismo quiero estar presente (¡yo, que nunca fui a Suecia!) y decirte que las fiestas conmemorativas (entre otras el libro que se proyecta) serán para mí la mejor medicina simpática y telepática posible, y que saldré del trance gracias a los efluvios magnéticos que me llegarán desde allá”.
Y terminaba con un críptico dibujo: “Se me acaba pronto la tiza”. La que no se acaba es la tiza que él utilizó tantas veces para pintar golondrinas en el caparazón de las tortugas: su obra. El recuerdo de su conducta.
7. La muerte
De los numerosos textos de homenaje, de adiós y de cariño publicados a su muerte estuvo el memorable artículo de García Márquez “El argentino que se hizo querer de todos”. “Los ídolos -escribió- infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez, sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. (…) Seguiré pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo”.
8. Son como una flor
En el cementerio de Montparnasse, rodeada de tumbas negras que parecen clavadas a la tierra con tétricas cruces para que nadie se levante hasta nueva orden, está la blanca tumba de Carol, la compañera de sus últimos años, y Julio, al pie de una acogedora flor, en cuya corola chispean los ojos de un cronopio. “Un cronopio es una flor; dos son un jardín”.
9. Un poema
El verano de 1988, en un curso de traducción para hijos de emigrantes españoles procedentes de cuatro países europeos, les di a traducir a los participantes “suecos” un texto de la célebre novela “Rayuela”. La fiesta, la juerga y la pereza contribuyeron activamente al retraso de la entrega de la traducción. Creo que también había mucho de esa mala conciencia que se apodera del traductor cuando va a entregar su texto, sobre todo cuando se trata de una obra hermosa: la angustia del trabajo que nunca será perfecto, la angustia de su propia limitación. Y un participante, Carlos, repetía: “Aún no he terminado el poema”. El poema.
10. Un gran salón de juegos para inteligencias incontaminadas
Un seudónimo oculta el debut literario en 1938 de un maestro de escuela que había abandonado la Facultad de Letras. El libro se titula “Presencia” y el que figura como autor de este libro de poemas es Julio Denis. Tienen que pasar once años para que veamos el nombre de Julio Cortázar en la portada de un libro: un poema dramático: “Los reyes”. Una beca del gobierno francés lo lleva a París en 1951, ciudad en la que vivirá el resto de su vida. Ese año es el de la publicación de su primer libro de cuentos, “Bestiario”, en el que se aprecia ya la maestría, la imaginación y todos los rasgos que luego se han dado en considerar típicos del autor.
Al año siguiente, al terminarse la beca, Cortázar comienza a trabajar como traductor en la UNESCO. Por aquellos años hace varias traducciones literarias notables: las “Memorias de Adriano”, de M. Yourcenar, y los “Cuentos completos”, de Edgar Allan Poe entre otras. Publica dos libros de cuentos (“Final del juego” y “Las armas secretas”) y su inclasificable libro “Historias de cronopios y de famas”, una serie de textos breves en los que la fantasía y el humor se mezclan de forma perfecta haciendo de la literatura un juego. En 1963 publica “Rayuela”, una novela experimental, revolucionaria, que se convierte en pocos años en objeto de admiración reverencial, casi de culto.
La novela admite dos (que en realidad son infinitas) lecturas: una de la manera tradicional, empezando por la primera página y siguiendo hasta que pone “fin” (a pesar de que la novela aún tiene muchas páginas más), y otra leyéndola en minucioso orden establecido en una de las primeras páginas del libro. Con esta lectura intercalada, que no debe ser necesariamente la que propone el autor, se ofrece al lector cómplice, a ese lector activo que se busca, lo más avanzado en materia de novela.
En 1966 publicó uno de sus mejores libros de cuentos, “Todos los fuegos el fuego”, donde se recoge uno de los pocos textos con tema político, “Reunión”, una elaboración de un fragmento de las memorias del Che Guevara. Su visita a Cuba, a principios de los ‘60, le había llevado a adoptar una posición muy militante en relación con la política de la isla y totalmente antiimperialista. A pesar de este compromiso político en favor del socialismo, jamás se aplicará el calificativo de realismo socialista a su obra; Cortázar siguió trabajando en novelas experimentales, de las que el ejemplo más acabado es “62/Modelo para armar” y, en cierto modo, “El libro de Manuel”, que no fue muy bien recibido por la crítica.
Poco después publicó dos libros, “La vuelta al día en ochenta mundos” y último round”, que tienen bastante en común con las “Historias de cronopios y de famas”, en los que se mezclan textos cortos, fotos, poemas, cuentos, anécdotas, grabados, collages, etc., donde su fantasía no conoce límites. Y prácticamente hasta su muerte sigue publicando libros de cuentos que lo confirman como el maestro indiscutido del cuento latinoamericano.
En 1983 se publicó el último de sus libros que Cortázar vería en los escaparates de las librerías, “Los autonautas de la cosmopista”, un minucioso y desenfadado informe del sorprendente viaje atemporal París-Marsella, escrito en colaboración con la fotógrafa canadiense Carol Dunlop, la “Osita”, la persona que comparte su tumba. Cuando los encontré en Managua iban, a pesar de que Carol probablemente llevaba ya en su cuerpo un mal mortal, envueltos en la felicidad de unos adolescentes enamorados. No se podía dudar de que “a ella le debo lo mejor de mis últimos años”. Pasó poco más de un año de la partida de Carol, y Cortázar moría en París, acompañado en su enfermedad definitiva por su primera esposa, Aurora Bernárdez. Hoy a Cortázar se le considera como uno de los grandes escritores latinoamericanos. De la talla de Carpentier, Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, etc.