(IX) Judith Gociol
Judith Gociol (1971) es una periodista, investigadora, editora y curadora argentina especializada en temas culturales. Entre 2006 y 2011 impulsó en la Biblioteca Nacional el proyecto de recuperación de libros, documentación y testimonios de las experiencias vividas por las editoriales “Centro Editor de América Latina” (CEDAL) y “Editorial Universitaria de Buenos Aires” (EUDEBA) durante las sucesivas dictaduras que asolaron al país durante los años ’60, ’70 y parte de los ’80. Coordinadora del Archivo de Historieta y Humor Gráfico Argentinos de la Biblioteca Nacional, trabajó en la revista “La Maga” y en el diario “Clarín” entre otros medios. Como colaboradora en “Ediciones de la Flor” organizó muestras como “Fontanarrosa. 100% Negro” en homenaje al historietista y escritor argentino Roberto Fontanarrosa (1944-2007) que se llevó a cabo entre septiembre y diciembre de 2008 en Rosario auspiciada por el Espacio de Arte de la fundación OSDE (Organización de Servicios Directos Empresarios), y “Nos tocó hacer reír”, una exposición de historieta y humor gráfico que el Ministerio de Relaciones Exteriores argentino realizó en Frankfurt en ocasión del Bicentenario.
De su autoría son ensayos como “Naomi Klein y el fin de las marcas”, “Humor gráfico en la Argentina”, “Boris Spivacow. El señor editor de América Latina”, “Oesterheld, rey de reyes” y “Alfonsina Storni. Con-textos”. En coautoría con Hernán Invernizzi (1953) publicó “Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar” y “Cine y dictadura. La censura al desnudo”. Otro tanto hizo con José María Gutiérrez (1966) en “La historieta salvaje. Primeras series argentinas (1907-1929), y con Diego Rosemberg (1969) en “La historieta argentina. Una historia”. Lo que sigue a continuación es “Historia de un cronopio”, un artículo que publicó en el nº 108 de la revista “La Maga” de febrero de 1994, al cumplirse diez años de la muerte de Cortázar.
Se divertía también al escuchar las conversaciones familiares. Había descubierto ya los lugares comunes y se entretenía adelantando mentalmente las frases que su madre o su abuela iban a decir respecto de la política, la salud, la comida, los baños con agua tibia y el bicarbonato. “Desde chico puse en duda todo aquello que los demás adoptaban como definitivo, todo lo que era axiomático y categórico. Me rehusaba a creer desde el vamos que las cosas fueran tal cual parecen. Hay siempre en lo que escribo una incitación a no aceptar las cosas como dadas, como fatales”.
Juan Carlos Curutchet, en su libro “Julio Cortázar o la crítica de la razón pragmática”, sostiene que es a partir de los cuentos de “Bestiario” (publicado en 1951, le anteceden el libro de poemas “Presencia” firmado bajo el seudónimo de Julio Denis y la obra dramática “Los reyes”) que “el absurdo va instalándose en el meollo de la cotidianeidad”. Empieza a tomar fuerza lo fantástico. “Los hechos narrados no pertenecen al orden de la racionalidad, no son verificables en la realidad objetiva, pero tienen al mismo tiempo su propia verdad”.
De todos modos, se trata de individuos pasivos. “Será necesario aguardar hasta ‘Las armas secretas’ (1959) para encontrar los primeros indicios de una rebelión de los personajes cortazarianos contra los abusos de la razón que se acentúa en las obras posteriores”, explica Curutchet. Rebelión en el uso del lenguaje y en la relación de los personajes con la realidad política y social. “Las intuiciones de Horacio Oliveira (el protagonista de la novela ‘Rayuela’) son que estamos metidos en un camino que nos lleva derechito a la bomba atómica, a la liquidación final. Y eso, sencillamente, porque en algún momento de la evolución histórica hubo una bifurcación mal hecha, algo que salió mal, y que nos estamos yendo al diablo por ese camino en vez de haber seguido el bueno. Él no tiene ninguna idea positiva acerca de nada. Para él todo es negativo. Vuelve todo su odio en esa evolución de lo que se llama la civilización judeo-cristiana”, explica Cortázar en la entrevista con que Omar Prego armó “La fascinación de las palabras”.
Según Cortázar, Oliveira tiene razón en una cosa obvia. “¿Cómo vas a hablar en contra de la civilización judeo-cristiana utilizando todos los moldes semánticos que ella te regala? Hay que empezar por destruir un poco eso que a su manera buscaron los surrealistas. Hay que empezar por destruir los moldes, los lugares comunes, los prejuicios mentales”.
Si algunos de sus textos nacían como palíndromos, otros crecían a partir de elementos autobiográficos. Como en el relato “Diario para un cuento” (perteneciente a “Deshoras”), Cortázar trabajó como traductor público en Buenos Aires y en su oficina pasaba del inglés al español las cartas que las prostitutas del puerto recibían de los marineros de diferentes lugares del mundo. “Ese es un episodio de mi vida que siempre me pareció curioso, fuera de lo común -confiesa el autor a Prego-. Y es también cierto, absolutamente cierto, que en una de esas correspondencias yo me enteré de un crimen. Ahí hubo una mujer que desapareció envenenada. Yo, naturalmente, curándome en salud, no pedí detalles, me limité a cumplir mi trabajo, pero siempre me quedó la preocupación de haber sido testigo epistolar de un episodio muy turbio”.
Amante del jazz, también hay algo de sus vivencias personales en “El perseguidor” (de “Las armas secretas”), el cuento que escribió el día que leyó en el diario la noticia de la muerte de Charlie Parker. El escritor Juan Carlos Onetti fue uno de los primeros en leer ese relato. Apenas lo terminó le mandó a Cortázar una carta felicitándolo. “Hizo mucho más que eso -acota el autor de ‘Bestiario’-. Onetti leyó 'El perseguidor', se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo. Nadie ha tenido una reacción que me pueda conmover más”.
César Fernández Moreno escribió, una vez, que Oliveira y Traveler -dos de los personajes de “Rayuela”- “son en realidad uno solo: respectivamente, Cortázar en París y Cortázar en Buenos Aires”. Por lo tanto, la novela no hacía más que recrear, en la ficción, los sentimientos de su autor desde que, en 1951, abandonó este país para radicarse en Francia. “Si de alguna cosa estoy seguro -confirmó el autor del libro- es de que un libro como ‘Rayuela’ no lo hubiera escrito si me quedaba en la Argentina, de eso estoy absolutamente seguro. Ahora que, hay que agregar, tampoco lo hubiera escrito si no hubiera vivido tantos años en la Argentina”.
Nacido en 1914 en Bruselas -mientras su padre cumplía tareas diplomáticas- la familia regresó a este país cinco años después y se estableció en Banfield. Luego de estudiar en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, Cortázar comienza su carrera de docente trashumante: dicta cátedras en el Colegio Nacional de Bolívar, en la Escuela Normal de Chivilcoy y en la de Chacabuco así como en la Universidad Nacional de Cuyo.
Mientras era profesor de geografía en Bolívar, Cortázar aprendía inglés con la madre de Marcela Duprat, una colega de colegio. “Los jueves de Cortázar” se llamaban esos días en que las clases de idiomas se alternaban con una taza de té y las charlas sobre pintura y literatura. Cuando el docente fue trasladado, mantuvo -tanto con Marcela como con su madre- una constante correspondencia.
En una de esas misivas escritas a mano Cortázar anotó: “Mi vida entera podría ser trazada leyendo las cartas que llevó escritas”. En otra, fechada en 1944 (publicada por Nicolás Cócaro en el libro “El joven Cortázar”), contó que casi lo obligaron a dejar Chivilcoy por haberse ausentado el día que inauguraron los cursos de enseñanza religiosa en el colegio. “De acuerdo con simples e invariables convicciones, no podía yo auspiciar con mi presencia una implantación que creo equivocada. Fui naturalmente blanco de críticas que empezaron a tornarme la vida un tanto desagradable. (Es lo de siempre: si yo no tuviese obligaciones que me atan a un sueldo mensual... Pero tener que cuidar una línea de conducta, he ahí la dura batalla de estos tiempos).”
En Mendoza las cosas no le resultaron mejor. El 11 de octubre del ‘45, profesores y alumnos tomaron la facultad. Cortázar, consejero académico de Filosofía y Letras, apenas llegó a cubrir el turno de guardia que le tocaba hacer de noche. A la mañana siguiente, el gobernador ordenó a la policía el desalojo del edificio. Poco después, el profesor de Literatura Francesa escribió su renuncia “basada en la imposibilidad de seguir mi trabajo en una Universidad sin libertad de pensamiento y cátedra”.
Seis años después, cuando el peronismo ya estaba en el poder, el escritor abandonó la Argentina con destino a París. La vida de Cortázar comenzaba a semejarse a la que después describirían sus personajes en “Rayuela” (1963). “Mi actitud política se limitaba a la expresión de opiniones en un plano privado y a lo sumo en un café entre nosotros, pero no se traducía en la menor militancia -confesó Cortázar en sus conversaciones con Prego-. Es decir, que yo me sentía antiperonista pero nunca me integré a grupos políticos o de pensamiento que pudieran tratar de llegar a hacer una especie de práctica de ese antiperonismo”.
Más tarde, comprometido de lleno con la revolución de Fidel Castro y la realidad de Latinoamérica, se dio cuenta que “no había tratado de entender el peronismo. Un proceso que no pudiendo compararse en absoluto con lo sucedido en Cuba, de todas formas tenía analogías: también ahí, un pueblo se había levantado, había venido del interior hacia la capital y a su manera, en mi opinión equivocada y chapucera, estaba buscando algo que no había tenido hasta ese momento”. En 1973 cuando estuvo en la Argentina para la asunción del gobierno de Héctor J. Cámpora, estaba convencido de “la diferencia capital que separa al nuevo peronismo del que en 1946 dio su primer triunfo a Perón”. Tanto que, en un acto realizado en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, donó los derechos de autor de una de sus novelas a la Comisión de Familiares de Presos Políticos y Gremiales y de Presos Peronistas.
La recaudación de otros libros las entregó a sandinistas y chilenos. Sin esperar invitación oficial, presenció la ceremonia en la que el líder socialista chileno Salvador Allende recibió la banda presidencial, y el día que Augusto Pinochet lanzó su golpe militar, Cortázar escribió el poema “Matemática elemental” que repartió por las redacciones del mundo. Un cambio de postura ideológica y política que quedó graficado en su cuento “Reunión” (incluido en “Todos los fuegos el fuego”), cuyo protagonista es el Che Guevara. “Cuando a mí, por ejemplo, me nace la idea de un cuento que tiene una referencia a las desapariciones en Argentina, lo escribo con el mismo criterio literario y la misma absorción literaria con que puedo escribir cualquier cuento puramente fantástico. Para mí se trata de obras literarias, sólo que en el caso de los desaparecidos, hay una cosa adicional que me complace y es que va a llegar a muchos lectores y que además del efecto literario va a tener un efecto de tipo político”.
A fines de los ‘70 adhirió con fervor a la causa de la Revolución Sandinista en Nicaragua y realizó innumerables actos de solidaridad con aquel país. Esta actitud lo distanció de algunos de sus antiguos compañeros de ruta. Para Mario Vargas Llosa, que solía visitar al autor de “Rayuela” en París y recorrer museos y exposiciones con él y con Aurora Bernárdez -primera esposa de Cortázar- “este otro Julio, me parece, fue menos personal y creativo como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes”.
Pese a los comentarios despectivos -y más de una vez soberbios- que algunos autores jóvenes hacen de la obra de Cortázar, la mayor parte de sus colegas y críticos reconocen sus méritos literarios. Muchos hacen una salvedad: “Pese a sus posiciones políticas, es un gran escritor”... Todo un andamiaje preventivo, que el propio Cortázar se empeñaba en invalidar. “Ese dificilísimo equilibrio entre un contenido de tipo ideológico y un contenido de tipo literario -que es lo que quise hacer en ‘Libro de Manuel’ (1973)- me parece que es uno de los problemas más apasionantes de la literatura contemporánea”.
Desde la izquierda, en cambio, se le reprochaba su residencia en París y la posterior aceptación de la ciudadanía francesa. “Es curioso: el escritor julio cortázar se va de la patria hace treinta años, se instala en parís, escribe sin barullo, crea, crea, y nosotros, que vinimos después y no te conocimos antes, que tomamos las armas porque buscábamos la palabra justa, sabemos que nunca traicionaste esa palabra, ni el olor a aserrín de los cafés de buenos aires, ni el retenido viento de lo que por ahí se apalabra y palabrea”, redactó con letra minúscula, Juan Gelman, en una carta de homenaje incluida en un número publicado por “Casa de las Américas” en Cuba. “Nunca nos traicionaste -aclara a párrafo siguiente el poeta- en corrientes y esmeralda, en otros tiempos, vi pasar a escritores que nunca dejaron el país y escribían como un francés cualquiera, yo entendí mejor a buenos aires leyendo lo que vos escribías en parís”.
En el mismo número, César Fernández Moreno sostiene que “entre una y otra circunstancia europea, fue constantemente argentino y de muy diversas maneras: no sólo era un porteño del barrio y del centro sino también un provinciano, de la provincia de Buenos Aires (Banfield, Bolívar, Chivilcoy) y de Mendoza (en su Universidad). Es sabido que la diversidad de vectores dentro de lo nacional ayuda a estructurar esa nacionalidad. Más aún: fue un argentino irreductible durante todos los años de su vida, inclusive aquellos que pasó en Europa”.
Publicado en honor a Cortázar, el material editado por “Casa de las Américas” es uno de los homenajes póstumos que recibió este escritor no del todo valorado en la Argentina. Muy querido por sus lectores, Cortázar vivió con gran dolor la negativa del entonces presidente Raúl Alfonsín de recibirlo en su despacho. Poco tiempo después murió. El 12 de febrero de 1984, en París, cansado, atacado por la leucemia y el sufrimiento de haber enterrado -dos años antes- a su última compañera, Carol Dunlop. En ese libro homenaje, Jorge Adoum escribió que el día que en el cementerio de Montparnasse despedían a Carol, “como si no hubiera sido yo sino uno de sus personajes, de esos con supersticiones y premoniciones causales y casuales me decía y a quién vamos a darle el pésame cuando él (por Cortázar) se muera sino a nosotros mismos?”. Así lo hicieron. “Volvimos a abrazarnos, sintiéndonos, que a pesar de estar todos juntos, nos habíamos quedado un poco más solos”