(V) Gracia Morales Ortiz
La dramaturga
y poetisa española Gracia Morales Ortiz (1973) nació en Motril, provincia de
Granada, una de las ocho que conforman la comunidad autónoma de Andalucía. En
esa ciudad costera del mar Mediterráneo pasó su infancia y su adolescencia, y
luego se trasladó a Granada, en cuya universidad se doctoró en Filología
Hispánica y recibió una beca por su tesis “Arguedas y Cortázar: dos búsquedas
de una identidad latinoamericana”. También participó en numerosos talleres de
dramaturgia en el Centro Andaluz de Teatro y, en 2004, fue una de las fundadoras
en Granada de la Escuela de Teatro y Doblaje Remiendo, un centro de formación y
creación de artes escénicas y audiovisuales. Actualmente es profesora titular en
el Departamento de Filología Española de la Facultad de Filosofía y Letras en
la universidad local, donde imparte clases de Literatura Hispanoamericana y
Teatro.
Asidua participante de encuentros internacionales de dramaturgos e instructora en cursos de creación dramática, compagina la docencia con la escritura, destacándose por su obra dramática aunque también cultiva la poesía y la ensayística, además de publicar numerosos artículos de investigación en revistas españolas e internacionales. Su amplia obra incluye, entre muchos otros, los dramas “Reflejos”, “Interrupciones en el suministro eléctrico”, “Nadie duerme”, “Papel”, “Triángulos concéntricos”, “Un horizonte amarillo en los ojos”, “Como si fuera esta noche”, “Quince peldaños” y “Vistas a la luna”; los poemarios “Del hogar y sus mudanzas”, “Ocho poemas para andar por casa”, “La voz en pie”, “Manual de corte y confección” y “De puertas para dentro”; y los ensayos “José M. Arguedas. El reto de la dualidad cultural” y “Griselda Gambaro. El desafío de la lucidez”. Sus textos dramáticos se han traducido al alemán, inglés, francés, portugués, húngaro, italiano, croata, rumano y persa, y se han estrenado en más de quince países. El artículo “Llevar la casita a cuestas. Cortázar y el autoexilio”, fragmentos del cual se reproducen a renglón seguido, apareció publicado en 2014 en el nº 13 de la revista “Letral” de la Universidad de Granada.
“El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria”. En su famosa carta a Roberto Fernández Retamar (“Situación del intelectual latinoamericano”), Cortázar utiliza estas palabras para sostener su decisión personal e irreversible de residir en París, la cual provocará no pocas polémicas entre intelectuales tanto argentinos como latinoamericanos. Una de las razones que tanto la crítica como él mismo ha considerado fundamental a la hora de explicar su decisión de exiliarse fue su desacuerdo con el sistema peronista, su sensación de encierro y estatismo durante aquellos años en la Argentina (que se refleja, literariamente, en los cuentos de su libro “Bestiario”, cuyos escenarios resultan casi siempre claustrofóbicos y amenazantes para los personajes). Ahora bien, más que el hecho de “marcharse” en una coyuntura concreta, lo que resulta definitivamente significativo en la vivencia como exiliado de Cortázar, es el que eligiera no regresar. Esta permanencia de Cortázar fuera de la Argentina fue en su momento motivo de múltiples debates. Básicamente, tal decisión llevó a buen número de sus compatriotas a poner en tela de juicio su “argentinidad”.
Ante un comentario de Viñas de que el viaje a París funcionaba como una especie de ritual en los autores argentinos, contesta Cortázar: “Yo no me vine a París para santificar nada, sino porque me ahogaba dentro de un peronismo que era incapaz de comprender en 1951”. Los que han vuelto del viaje (el establishment) y quienes no lo han realizado (en especial los escritores colocados ideológicamente más a la izquierda), lo atacan de una manera unánime. Para unos es un desertor; para otros, un snob, un enemigo encubierto. Diarios netamente conservadores, como “La Nación” y “La Prensa” no le perdonan su simpatía por la revolución cubana ni sus claras tomas de posición. Cuando durante los sucesos de mayo de 1968 en París concurrió a avalar a un grupo de estudiantes argentinos que había tomado la residencia universitaria de su país, a la que rebautizaron “Che Guevara”, la escritora Silvina Bullrich, indignada, juzgó el acto “una payasada carente de riesgo” y desafió a Cortázar a que asumiera la misma actitud en la Argentina, gobernada entonces por un régimen militar. De manera casi contemporánea, en una revista literaria situada marcadamente a la izquierda, “Uno a Uno”, se afirmaba que su defensa de la libertad de expresión descubría a las claras que, pese a los disfraces, Cortázar no era más que un “quintacolumna de la burguesía”.
David Viñas sentencia en 1972: “La esquizofrenia geográfica (de escribir en Europa refiriéndose a la problemática latinoamericana) está emparentada con el fenómeno de la doble lealtad. Escinde, por tanto, por lo menos, como el querer jugar a dos paños al mismo tiempo”. Ante dichos comentarios, Cortázar reaccionará de variadas formas: contestando a cuestionarios y entrevistas sobre la cuestión; con cartas, como la ya citada a Roberto Fernández Retamar, etc.; pero siempre defenderá con firmeza su libertad para elegir el lugar donde desea residir. Según creemos, la actitud de “sospecha” o rechazo de algunos de sus compatriotas resulta elocuente en dos sentidos: uno, porque evidencia hasta qué punto se le exigía al escritor latinoamericano una implicación explícita y demostrable con su ámbito nacional; y dos, por darnos a entender en qué consiste para estos intelectuales la noción de “lo argentino”.
Refiriéndonos al primero de los aspectos, esa exigencia de que el autor deje claro testimonio de su “patriotismo” tiene que ver, en nuestra opinión, con un trasfondo que afecta profundamente a toda Latinoamérica: el escritor allí ha de actuar como un guía, en el interior de una sociedad esencialmente problemática y desarticulada. Para Cortázar esta responsabilidad del escritor en Latinoamérica se concreta en su relación con los lectores. Él sostiene que todos ellos “intuyen otra cosa en la literatura, buscan libros capaces de extrañarlos, de sacarlos de sus casillas, de ponerlos en nuevas órbitas de pensamiento o de sensibilidad, y además buscan que los autores de esas obras, cuando son sus compatriotas, estén cerca de ellos en el plano de la historia; su demanda es una demanda de la hermandad”. Y añade: “En las obras de escritores como Neruda, Asturias, Carpentier, Arguedas, Cardenal, García Márquez, Vargas Llosa y muchos otros, el lector encontró signos, indicaciones, preguntas más que respuestas, pero preguntas que ponían el dedo en lo más desnudo de nuestras realidades y de nuestras debilidades; encontró huellas de la identidad que buscamos”.
En este contexto, brevemente esbozado, la situación del autor de “Rayuela” resulta un caso digno de análisis. Nos equivocaríamos al pensar que su cosmopolitismo, su exilio voluntario, su construcción de una literatura que no pretende ser ni realista ni regionalista, lo colocan en una posición alejada de su entidad latinoamericana: él siempre se sentirá comprometido con ese subcontinente, lo cual queda claramente reflejado en su obra, cuyas características esenciales sólo pueden entenderse teniendo en cuenta la raíz rioplatense de su autor. La crítica ya ha mencionado en múltiples ocasiones el hecho de que Cortázar, como escritor, no abandonara nunca la lengua española (podríamos especificar más añadiendo que, en la mayor parte de los casos, no abandona el idiolecto porteño), pero además también es interesante destacar que este autor elige casi siempre publicar sus libros en editoriales hispanoamericanas, lo cual sigue implicando ese compromiso con los lectores al que nos referíamos más arriba.
En cuanto a la visión del mundo que sus obras proponen, los más lúcidos estudiosos de aquel continente han explicitado también la raíz profundamente latinoamericana que transita a lo largo de toda su obra. Por ejemplo, Fernández Retamar se refiere al “sentido americano de la obra de Cortázar”, al afirmar: “A medida que fui leyendo toda su obra, lo veía incluso como el sentido argentino, y todavía más, el sentido porteño de la obra de Cortázar. Es decir que, a diferencia de esos escritores como Henry James o Eliot que abandonaron los Estados Unidos para convertirse en ingleses, Cortázar es un exiliado que vive, efectivamente, desde hace diez años o más, en París, pero que fundamentalmente es un americano, un argentino, un porteño”. Sobre este aspecto, el mismo Cortázar nos ofrece testimonio muy elocuente cuando, en su famosa entrevista con Luis Harss, afirma que él jamás se ha considerado un escritor “autóctono”, pero a continuación añade: “Pienso que hay una argentinidad más profunda, que muy bien podría manifestarse en un libro donde no se hablara para nada de la Argentina. No comprendo por qué un escritor argentino ha de tener como tema a la Argentina. Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y de disvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, en entrar en el juego o tirar la pelota afuera: lo mismo que ser noruego o japonés”. Según descubrimos en las palabras de Cortázar, su noción de “lo nacional” va más allá de la circunstancia específica de dónde reside cada quien. Ya afirmaría en otra ocasión que para él “los escritores, si lo son verdaderamente, se parecen a los caracoles: llevan la casita a cuestas”. Llevar a la Argentina a cuestas, con el doble sentido que esta expresión puede tener, nos parece una circunstancia esencial para entender las características de la obra cortazariana.
Ahora bien, y acercándonos ya a la segunda cuestión que destacábamos anteriormente, ¿en qué consiste esa tan nombrada “argentinidad”? ¿Con qué parámetros medir su mayor o menor presencia en cualquier tipo de producción artística? Y más importante aún, ¿por qué se defiende o se pone en tela de juicio su pertinencia en la obra cortazariana? Creemos que buena parte de la polémica generada en torno a estas preguntas radica en dos causas fundamentales: por una parte, la imposibilidad de responderlas de forma convincente y, por otra, su inevitable y urgente cuestionamiento por parte de los intelectuales de ese país en el momento histórico en el que nos estamos situando. No es de extrañar que, ante esta urgencia y esta dificultad de definición, la única prueba concreta para confirmar de forma indudable la pertenencia cultural a un ámbito determinado sea la residencia física; por esta razón, marcharse a vivir a otro lugar supondría esa especie de “traición” a la que nos venimos refiriendo. Es decir, la carencia de una definición real de qué es “lo argentino” lleva a la idea de que alguien se aleja de tal identidad cuando decide vivir en otro espacio geográfico o cuando no deja explícito su autoctonismo. Al contrario de quienes postulan tales ideas, Cortázar considera que el haberse marchado de la Argentina, no sólo no debilitó su personalidad porteña, sino que, por el contrario, ayudó a reafirmarla por encontrarse en un espacio donde, debido a la distancia, la reflexión sobre su realidad era más objetiva, más honda, más lúcida.
Por otra parte, nunca habría que obviar que ese viaje sin retorno se produce en 1951, cuando el escritor cuenta treinta y siete años; es, por tanto, un hombre adulto, que ha compuesto ya su primer libro significativo, “Bestiario”. “Al situarse fuera del espacio al que se pertenece -diría Cortázar-, se genera la necesidad de delimitar más firmemente la propia identidad, para defenderla frente a lo ajeno. Las raíces quedan de ese modo más aferradas gracias a la distancia. Ahora bien, este proceso no impide entrar en contacto con lo ajeno y enriquecerse con esa apropiación; al contrario, precisamente por esa indagación más honda en lo que uno es, resulta posible dejarse influenciar por otras culturas sin el riesgo de perder lo específicamente porteño. Yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada, sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo -como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen- ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero”.
Varios estudiosos de la obra cortazariana han destacado, a veces con sorpresa, esa especial situación, que lo coloca a caballo entre lo específicamente porteño y una visión más abierta y cosmopolita, desde la cual se busca anular fronteras y dejarse afectar por todos los contactos posibles. Frente a esta actitud de aceptación de la influencia ajena, estaría la que se empecina en mantener la tradición como algo anquilosado y el propio Cortázar nos advierte de los riesgos de caer en el orgullo estúpido de no querer aceptar innovaciones positivas y encerrarse en una “insularidad asumida como mérito”, desde la creencia de que así se es más “auténticamente” argentino o latinoamericano.
Es decir, que la literatura argentina resulta radicalmente universalizante, pero a la vez es negadora también de toda esa tradición que recoge, en tanto que la transforma, la cuestiona y la pervierte. De hecho, algunos autores ven en este afán por aprehender todas las culturas, en esa apertura sin barreras, lo más característico de la argentinidad cortazariana, y ello los lleva a plantear en algunos casos que “nadie es más argentino que Cortázar” (Harss) o a defender que Cortázar “es el más argentino de los escritores argentinos” y, a su vez, “el más universal” de los autores de su generación (Alazraki). Ahora bien, quisiéramos apuntar que este “rasgo” es la consecuencia de la situación problemática en la que se halla América Latina: la falta de una tradición realmente firme, la formación derivada de la imposición violenta de otras culturas, el haber heredado una lengua no propia, etc. Es decir, su capacidad para absorber lo externo es el resultado de la carencia de una tradición realmente consolidada.
Así pues, la posición de Cortázar no es ajena al proceso de la literatura argentina e hispanoamericana: responde a unos parámetros definitivamente específicos de su espacio y de su generación. De hecho, resulta legítimo insertar la obra cortazariana en un proceso que se venía gestando en la literatura argentina desde décadas atrás. José Amícola realiza esta especie de árbol genealógico de la obra de Cortázar, señalando las necesarias aportaciones que fueron realizando narradores anteriores como Cambaceres, Fray Mocho, Larreta, Payró, Horacio Quiroga, Arlt, Borges, Marechal y Sábato. Por su parte, Joaquín Roy, al estudiar las características del argentino, señala varias categorías que nos interesa ahora destacar: el desarraigo, la soledad y el escapismo. Las tres responden a esa falta de una realidad coherente, en la que confiar sin dudas, sin sentirse desplazados.
Así pues, gracias a esa potencia cuestionadora, la obra cortazariana se abre más allá de lo propiamente argentino. Es decir, su arraigada personalidad rioplatense es una especie de pasaporte que le permite pasearse por cualquier cultura, desmantelando sus bases y tratando de llegar siempre a lo más hondo del hombre, para empezar a construirlo desde el principio. En su especificidad argentina está la pulsión que lo lleva a superar las fronteras geográficas de su país y salir en busca de otras realidades, dejándose enriquecer por una tradición mucho más amplia y compleja; pero, a su vez, esa misma idiosincrasia porteña lo inmuniza contra la aceptación de las supuestas verdades que halla en ese contacto con lo externo: su sentimiento de desasosiego e incertidumbre cultural justifica tanto su necesidad de búsqueda como su repetida insatisfacción con lo encontrado. Esa sospecha permanente resulta la base de lo más inagotable de su obra. Su argentinidad le permite pero también le obliga a crear un lenguaje universal, imperecedero; de este modo, autoctonismo y universalidad no se contraponen en el caso de Cortázar, sino que se vinculan necesaria y problemáticamente. Ninguna cultura es plenamente la suya y por eso todas ellas puedan encontrar un hueco para insertarse en tan amplio y beligerante universo creativo.
Asidua participante de encuentros internacionales de dramaturgos e instructora en cursos de creación dramática, compagina la docencia con la escritura, destacándose por su obra dramática aunque también cultiva la poesía y la ensayística, además de publicar numerosos artículos de investigación en revistas españolas e internacionales. Su amplia obra incluye, entre muchos otros, los dramas “Reflejos”, “Interrupciones en el suministro eléctrico”, “Nadie duerme”, “Papel”, “Triángulos concéntricos”, “Un horizonte amarillo en los ojos”, “Como si fuera esta noche”, “Quince peldaños” y “Vistas a la luna”; los poemarios “Del hogar y sus mudanzas”, “Ocho poemas para andar por casa”, “La voz en pie”, “Manual de corte y confección” y “De puertas para dentro”; y los ensayos “José M. Arguedas. El reto de la dualidad cultural” y “Griselda Gambaro. El desafío de la lucidez”. Sus textos dramáticos se han traducido al alemán, inglés, francés, portugués, húngaro, italiano, croata, rumano y persa, y se han estrenado en más de quince países. El artículo “Llevar la casita a cuestas. Cortázar y el autoexilio”, fragmentos del cual se reproducen a renglón seguido, apareció publicado en 2014 en el nº 13 de la revista “Letral” de la Universidad de Granada.
“El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria”. En su famosa carta a Roberto Fernández Retamar (“Situación del intelectual latinoamericano”), Cortázar utiliza estas palabras para sostener su decisión personal e irreversible de residir en París, la cual provocará no pocas polémicas entre intelectuales tanto argentinos como latinoamericanos. Una de las razones que tanto la crítica como él mismo ha considerado fundamental a la hora de explicar su decisión de exiliarse fue su desacuerdo con el sistema peronista, su sensación de encierro y estatismo durante aquellos años en la Argentina (que se refleja, literariamente, en los cuentos de su libro “Bestiario”, cuyos escenarios resultan casi siempre claustrofóbicos y amenazantes para los personajes). Ahora bien, más que el hecho de “marcharse” en una coyuntura concreta, lo que resulta definitivamente significativo en la vivencia como exiliado de Cortázar, es el que eligiera no regresar. Esta permanencia de Cortázar fuera de la Argentina fue en su momento motivo de múltiples debates. Básicamente, tal decisión llevó a buen número de sus compatriotas a poner en tela de juicio su “argentinidad”.
Ante un comentario de Viñas de que el viaje a París funcionaba como una especie de ritual en los autores argentinos, contesta Cortázar: “Yo no me vine a París para santificar nada, sino porque me ahogaba dentro de un peronismo que era incapaz de comprender en 1951”. Los que han vuelto del viaje (el establishment) y quienes no lo han realizado (en especial los escritores colocados ideológicamente más a la izquierda), lo atacan de una manera unánime. Para unos es un desertor; para otros, un snob, un enemigo encubierto. Diarios netamente conservadores, como “La Nación” y “La Prensa” no le perdonan su simpatía por la revolución cubana ni sus claras tomas de posición. Cuando durante los sucesos de mayo de 1968 en París concurrió a avalar a un grupo de estudiantes argentinos que había tomado la residencia universitaria de su país, a la que rebautizaron “Che Guevara”, la escritora Silvina Bullrich, indignada, juzgó el acto “una payasada carente de riesgo” y desafió a Cortázar a que asumiera la misma actitud en la Argentina, gobernada entonces por un régimen militar. De manera casi contemporánea, en una revista literaria situada marcadamente a la izquierda, “Uno a Uno”, se afirmaba que su defensa de la libertad de expresión descubría a las claras que, pese a los disfraces, Cortázar no era más que un “quintacolumna de la burguesía”.
David Viñas sentencia en 1972: “La esquizofrenia geográfica (de escribir en Europa refiriéndose a la problemática latinoamericana) está emparentada con el fenómeno de la doble lealtad. Escinde, por tanto, por lo menos, como el querer jugar a dos paños al mismo tiempo”. Ante dichos comentarios, Cortázar reaccionará de variadas formas: contestando a cuestionarios y entrevistas sobre la cuestión; con cartas, como la ya citada a Roberto Fernández Retamar, etc.; pero siempre defenderá con firmeza su libertad para elegir el lugar donde desea residir. Según creemos, la actitud de “sospecha” o rechazo de algunos de sus compatriotas resulta elocuente en dos sentidos: uno, porque evidencia hasta qué punto se le exigía al escritor latinoamericano una implicación explícita y demostrable con su ámbito nacional; y dos, por darnos a entender en qué consiste para estos intelectuales la noción de “lo argentino”.
Refiriéndonos al primero de los aspectos, esa exigencia de que el autor deje claro testimonio de su “patriotismo” tiene que ver, en nuestra opinión, con un trasfondo que afecta profundamente a toda Latinoamérica: el escritor allí ha de actuar como un guía, en el interior de una sociedad esencialmente problemática y desarticulada. Para Cortázar esta responsabilidad del escritor en Latinoamérica se concreta en su relación con los lectores. Él sostiene que todos ellos “intuyen otra cosa en la literatura, buscan libros capaces de extrañarlos, de sacarlos de sus casillas, de ponerlos en nuevas órbitas de pensamiento o de sensibilidad, y además buscan que los autores de esas obras, cuando son sus compatriotas, estén cerca de ellos en el plano de la historia; su demanda es una demanda de la hermandad”. Y añade: “En las obras de escritores como Neruda, Asturias, Carpentier, Arguedas, Cardenal, García Márquez, Vargas Llosa y muchos otros, el lector encontró signos, indicaciones, preguntas más que respuestas, pero preguntas que ponían el dedo en lo más desnudo de nuestras realidades y de nuestras debilidades; encontró huellas de la identidad que buscamos”.
En este contexto, brevemente esbozado, la situación del autor de “Rayuela” resulta un caso digno de análisis. Nos equivocaríamos al pensar que su cosmopolitismo, su exilio voluntario, su construcción de una literatura que no pretende ser ni realista ni regionalista, lo colocan en una posición alejada de su entidad latinoamericana: él siempre se sentirá comprometido con ese subcontinente, lo cual queda claramente reflejado en su obra, cuyas características esenciales sólo pueden entenderse teniendo en cuenta la raíz rioplatense de su autor. La crítica ya ha mencionado en múltiples ocasiones el hecho de que Cortázar, como escritor, no abandonara nunca la lengua española (podríamos especificar más añadiendo que, en la mayor parte de los casos, no abandona el idiolecto porteño), pero además también es interesante destacar que este autor elige casi siempre publicar sus libros en editoriales hispanoamericanas, lo cual sigue implicando ese compromiso con los lectores al que nos referíamos más arriba.
En cuanto a la visión del mundo que sus obras proponen, los más lúcidos estudiosos de aquel continente han explicitado también la raíz profundamente latinoamericana que transita a lo largo de toda su obra. Por ejemplo, Fernández Retamar se refiere al “sentido americano de la obra de Cortázar”, al afirmar: “A medida que fui leyendo toda su obra, lo veía incluso como el sentido argentino, y todavía más, el sentido porteño de la obra de Cortázar. Es decir que, a diferencia de esos escritores como Henry James o Eliot que abandonaron los Estados Unidos para convertirse en ingleses, Cortázar es un exiliado que vive, efectivamente, desde hace diez años o más, en París, pero que fundamentalmente es un americano, un argentino, un porteño”. Sobre este aspecto, el mismo Cortázar nos ofrece testimonio muy elocuente cuando, en su famosa entrevista con Luis Harss, afirma que él jamás se ha considerado un escritor “autóctono”, pero a continuación añade: “Pienso que hay una argentinidad más profunda, que muy bien podría manifestarse en un libro donde no se hablara para nada de la Argentina. No comprendo por qué un escritor argentino ha de tener como tema a la Argentina. Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y de disvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, en entrar en el juego o tirar la pelota afuera: lo mismo que ser noruego o japonés”. Según descubrimos en las palabras de Cortázar, su noción de “lo nacional” va más allá de la circunstancia específica de dónde reside cada quien. Ya afirmaría en otra ocasión que para él “los escritores, si lo son verdaderamente, se parecen a los caracoles: llevan la casita a cuestas”. Llevar a la Argentina a cuestas, con el doble sentido que esta expresión puede tener, nos parece una circunstancia esencial para entender las características de la obra cortazariana.
Ahora bien, y acercándonos ya a la segunda cuestión que destacábamos anteriormente, ¿en qué consiste esa tan nombrada “argentinidad”? ¿Con qué parámetros medir su mayor o menor presencia en cualquier tipo de producción artística? Y más importante aún, ¿por qué se defiende o se pone en tela de juicio su pertinencia en la obra cortazariana? Creemos que buena parte de la polémica generada en torno a estas preguntas radica en dos causas fundamentales: por una parte, la imposibilidad de responderlas de forma convincente y, por otra, su inevitable y urgente cuestionamiento por parte de los intelectuales de ese país en el momento histórico en el que nos estamos situando. No es de extrañar que, ante esta urgencia y esta dificultad de definición, la única prueba concreta para confirmar de forma indudable la pertenencia cultural a un ámbito determinado sea la residencia física; por esta razón, marcharse a vivir a otro lugar supondría esa especie de “traición” a la que nos venimos refiriendo. Es decir, la carencia de una definición real de qué es “lo argentino” lleva a la idea de que alguien se aleja de tal identidad cuando decide vivir en otro espacio geográfico o cuando no deja explícito su autoctonismo. Al contrario de quienes postulan tales ideas, Cortázar considera que el haberse marchado de la Argentina, no sólo no debilitó su personalidad porteña, sino que, por el contrario, ayudó a reafirmarla por encontrarse en un espacio donde, debido a la distancia, la reflexión sobre su realidad era más objetiva, más honda, más lúcida.
Por otra parte, nunca habría que obviar que ese viaje sin retorno se produce en 1951, cuando el escritor cuenta treinta y siete años; es, por tanto, un hombre adulto, que ha compuesto ya su primer libro significativo, “Bestiario”. “Al situarse fuera del espacio al que se pertenece -diría Cortázar-, se genera la necesidad de delimitar más firmemente la propia identidad, para defenderla frente a lo ajeno. Las raíces quedan de ese modo más aferradas gracias a la distancia. Ahora bien, este proceso no impide entrar en contacto con lo ajeno y enriquecerse con esa apropiación; al contrario, precisamente por esa indagación más honda en lo que uno es, resulta posible dejarse influenciar por otras culturas sin el riesgo de perder lo específicamente porteño. Yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada, sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo -como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen- ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero”.
Varios estudiosos de la obra cortazariana han destacado, a veces con sorpresa, esa especial situación, que lo coloca a caballo entre lo específicamente porteño y una visión más abierta y cosmopolita, desde la cual se busca anular fronteras y dejarse afectar por todos los contactos posibles. Frente a esta actitud de aceptación de la influencia ajena, estaría la que se empecina en mantener la tradición como algo anquilosado y el propio Cortázar nos advierte de los riesgos de caer en el orgullo estúpido de no querer aceptar innovaciones positivas y encerrarse en una “insularidad asumida como mérito”, desde la creencia de que así se es más “auténticamente” argentino o latinoamericano.
Es decir, que la literatura argentina resulta radicalmente universalizante, pero a la vez es negadora también de toda esa tradición que recoge, en tanto que la transforma, la cuestiona y la pervierte. De hecho, algunos autores ven en este afán por aprehender todas las culturas, en esa apertura sin barreras, lo más característico de la argentinidad cortazariana, y ello los lleva a plantear en algunos casos que “nadie es más argentino que Cortázar” (Harss) o a defender que Cortázar “es el más argentino de los escritores argentinos” y, a su vez, “el más universal” de los autores de su generación (Alazraki). Ahora bien, quisiéramos apuntar que este “rasgo” es la consecuencia de la situación problemática en la que se halla América Latina: la falta de una tradición realmente firme, la formación derivada de la imposición violenta de otras culturas, el haber heredado una lengua no propia, etc. Es decir, su capacidad para absorber lo externo es el resultado de la carencia de una tradición realmente consolidada.
Así pues, la posición de Cortázar no es ajena al proceso de la literatura argentina e hispanoamericana: responde a unos parámetros definitivamente específicos de su espacio y de su generación. De hecho, resulta legítimo insertar la obra cortazariana en un proceso que se venía gestando en la literatura argentina desde décadas atrás. José Amícola realiza esta especie de árbol genealógico de la obra de Cortázar, señalando las necesarias aportaciones que fueron realizando narradores anteriores como Cambaceres, Fray Mocho, Larreta, Payró, Horacio Quiroga, Arlt, Borges, Marechal y Sábato. Por su parte, Joaquín Roy, al estudiar las características del argentino, señala varias categorías que nos interesa ahora destacar: el desarraigo, la soledad y el escapismo. Las tres responden a esa falta de una realidad coherente, en la que confiar sin dudas, sin sentirse desplazados.
Así pues, gracias a esa potencia cuestionadora, la obra cortazariana se abre más allá de lo propiamente argentino. Es decir, su arraigada personalidad rioplatense es una especie de pasaporte que le permite pasearse por cualquier cultura, desmantelando sus bases y tratando de llegar siempre a lo más hondo del hombre, para empezar a construirlo desde el principio. En su especificidad argentina está la pulsión que lo lleva a superar las fronteras geográficas de su país y salir en busca de otras realidades, dejándose enriquecer por una tradición mucho más amplia y compleja; pero, a su vez, esa misma idiosincrasia porteña lo inmuniza contra la aceptación de las supuestas verdades que halla en ese contacto con lo externo: su sentimiento de desasosiego e incertidumbre cultural justifica tanto su necesidad de búsqueda como su repetida insatisfacción con lo encontrado. Esa sospecha permanente resulta la base de lo más inagotable de su obra. Su argentinidad le permite pero también le obliga a crear un lenguaje universal, imperecedero; de este modo, autoctonismo y universalidad no se contraponen en el caso de Cortázar, sino que se vinculan necesaria y problemáticamente. Ninguna cultura es plenamente la suya y por eso todas ellas puedan encontrar un hueco para insertarse en tan amplio y beligerante universo creativo.