(XXI) Fernando
Butazzoni
El escritor, guionista y periodista uruguayo Fernando Butazzoni (1953) nació en el seno de una familia humilde en el barrio montevideano Paso Molino y pasó su infancia en la ciudad de Las Piedras, donde realizó sus estudios en las escuelas salesianas Artigas y San Isidro. Ya durante sus primeros años en la secundaria comenzó a interesarse por el movimiento teatral escribiendo pequeñas obras de teatro e incluso actuando en eventos organizados en el colegio. Reconoce que su aproximación a la escritura fue la lectura siendo muy joven de obras como “Adiós a las armas” del escritor y periodista estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961), y “La expedición Kon-Tiki” del explorador y etnógrafo noruego Thor Heyerdahl (1914-2002). Por entonces se vivía una gran efervescencia política y cultural marcada, entre otros eventos, por el Mayo Francés, la serie de manifestaciones iniciada por grupos de estudiantes que se oponían a la sociedad de consumo, al capitalismo, al imperialismo y al autoritarismo, que se llevaron a cabo en Francia, especialmente en París, durante los meses de mayo y junio de 1968. También ese año ocurrió la Primavera de Praga, un movimiento que buscó modificar los aspectos totalitarios y burocráticos que el régimen soviético tenía en Checoslovaquia que terminó cuando las tropas de la Unión Soviética invadieron el país y pusieron fin al proceso de apertura política. Y en México acontecía la Masacre de Tlatelolco, la brutal represión que dejó un saldo de más de trescientas víctimas llevada a cabo por el Ejército y un grupo de paramilitares contra una manifestación pacífica de estudiantes y profesores universitarios que cuestionaban las políticas sociales y económicas del Estado, además de reclamar más democracia.
De esa época provienen las primeras experiencias literarias de Butazzoni y su incorporación al Movimiento de Liberación Nacional, comúnmente conocido como Tupamaros. Se dedicó a la lectura de las obras del líder revolucionario chino Mao Tse-Tung (1893-1976) y las del filósofo francés Louis Althusser (1918-1990). La militancia motivó que fuera arrestado en varias ocasiones, lo que lo llevó a exiliarse en 1972. Primero lo hizo en Chile, donde permaneció hasta el golpe militar de septiembre de 1973 que derrocó al gobierno constitucional de Salvador Allende (1908-1973). Se radicó luego en Cuba, donde realizó trabajos comunitarios, estudió Ciencias Biológicas en la Universidad de Oriente y fue profesor de Enseñanza Secundaria. Allí conoció personalmente a Cortázar y también a otros escritores como el uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), el nicaragüense Ernesto Cardenal (1925-2020) y la mexicana Elena Poniatowska (1932).
Regresó a su país natal en 1985, una vez reinstalado el gobierno democrático, y ese mismo año formó parte del grupo fundacional del semanario “Brecha”, donde colaboró con sus páginas literarias. Al año siguiente fue designado director de la revista “Gaceta Universitaria”, el órgano de la Universidad de la República que había sido censurado y clausurado durante la dictadura militar. Luego se integró como Secretario de Redacción en el diario “La República”, participó en programas radiales y colaboró con proyectos internacionales de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Ya en la década de los ’90 fundó y dirigió la revista “Índice Universitario”, dedicada al análisis de la educación superior y a la información científica y humanística, y fue corresponsal en Uruguay del diario “Clarín” de Buenos Aires. Luego, en 2002, creó junto al escritor argentino Mempo Giardinelli (1947) el Comité Internacional de Intelectuales Contra la Guerra, una organización en la que participaron, entre otros escritores, el argentino Juan Gelman (1930-2014), el peruano Antonio Cisneros (1942-2012), el uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) y el chileno Luis Sepúlveda (1949-2020), con el objetivo de denunciar la masacre del pueblo iraquí que llevaba adelante Estados Unidos basado en sus intereses petroleros y la industria armamentista.
Traducido a una casi una decena de idiomas (inglés, francés, portugués, sueco, italiano, rumano, ruso, búlgaro), actualmente colabora con revistas culturales y otras publicaciones de América Latina y Europa como “Le Monde Diplomatique”, “La Diaria”, “La Mirada Semanal” e “Hispamérica”. Lo que sigue es un ensamble entre sus textos “Cortázar en la trinchera” publicado en la revista “Hojas Universitarias” de la Universidad Central de Bogotá, Colombia, en 1983, y “Descubrir, nombrar, amar” publicado en la revista cubana “Casa de las Américas” en 1984.
Yo me acomodé como pude, sintiéndome algo intruso con mi cámara de fotos y mi cuaderno de apuntes y mi aspecto demasiado parecido a esa zona, y a la cual los soldados de las trincheras mencionaban con una sonrisa burlona: “periodistas” decían. La tarde transcurría sin demasiadas novedades. Como a las cinco pasó un avión con la bandera hondureña pintada en el fuselaje y se perdió por detrás de los cerros que forman la cordillera de Dipilto, en Honduras. Al rato empezaron a caer los morterazos. Primero caían bastante lejos de nuestra posición, pero luego se fueron acercando, y a medida que se aproximaban las explosiones parecían desintegrarse en una serie de sonidos que no tenían nada que ver con el ruido de una explosión: se percibía un ruido silbante que era un tajo en el aire después un sonido como de madera seca al partirse, infinitamente ampliado y mezclado con algo que se asemejaba a un galope, un galope sordo, afelpado, que empezaba a cubrir todos los sentidos y que terminaba siendo un manto oscuro golpeando dentro de nuestras cabezas.
Entonces lo vi. Era un viejo ejemplar de “Rayuela”, con las tapas verdes y el lomo deshilachado. En la tapa tenía escrito con un bolígrafo: “Rayuela. J. Cortázar”. Era una letra grande y despareja, escolar. El libro estaba colocado sobre una mochila, y de uno de los bolsillos de la mochila asomaba un cepillo de dientes. Me acerqué y me puse a hojear el libro, y los morterazos seguían cayendo y los soldados sandinistas estaban demasiado ocupados como para prestar atención a lo que yo hacía.
Fue después, por la noche, que un soldado de Matagalpa de nombre Javier Molina me contó que cuando ellos llegaron a ocupar la trinchera ya el libro estaba ahí, y que era seguro que algún otro combatiente lo había dejado olvidado al partir hacia la retaguardia. Me dijo que ahí estaba su lugar, que ese libro no debía estar en la retaguardia sino en las trincheras. “Lo leemos entre todos -dijo-. Uno lee en voz alta y los demás escuchamos”. Era de noche y todo estaba tranquilo, y lo único que se escuchaba era un lejano fuego de fusilería, hacia el oeste. Javier fumaba recostado a la pared de la trinchera, y yo trataba de recordar su rostro ahora escondido en la oscuridad. Era un muchacho de unos veinte años, de ojos oscuros y pelo largo, revuelto. Durante el bombardeo lo había visto disparar una y otra vez hacia el frente.
El tiroteo por momentos se acercaba traído por el viento, y yo pensaba en “Rayuela” y en la historia de Horacio Oliveira y en la pobre Maga vagando por los puentes del Sena. Y pensaba en estos soldados que peleaban con el nombre de Sandino en los labios, y que a veces morían. Desde que el General se fue para San Rafael del Norte ellos peleaban y morían pero seguían combatiendo y ahora estaban en el poder y estar en el poder significaba venirse a las montañas con los fusiles y los cantos y los libros, juntarse alrededor del centro vertiginoso de “Rayuela” y pensar que el tiempo de la guerra ha de terminarse algún día, y no con la derrota.
Estuvimos largo rato en silencio. Javier fumaba y de vez en cuando levantaba la cabeza por encima del borde de la trinchera, se quedaba un instante inmóvil, atento, y luego volvía junto a mí. Después yo le pregunté por qué creía que el lugar del libro era ahí, en la trinchera, y no en la retaguardia. Él se quedó callado un momento, aplastó el cigarrillo contra la tierra, carraspeó antes de hablar. “Es como si la gente del libro estuviera aquí -dijo-. Es como si el tipo que escribió esa novela estuviera con nosotros en la trinchera”.
Descubrir. Entre las múltiples posibilidades de lectura que ofrece “Rayuela”, hay una que tal vez resume todas las demás, la potencia y le otorga al libro su dimensión última: “Rayuela” como libro de descubrimientos. En la novela, de forma intermitente a lo largo de sus casi setecientas páginas, asoman todos los mundos posibles en los cuales ha de internarse el lector en un acto de suprema libertad. Estalla la imaginación de lo factible en una serie de universos paralelos y de esa manera cada página, cada diálogo (en ocasiones cada palabra) resulta un planeta en el cual podemos quedarnos a vivir para explorarlo y descubrirlo.
Hay un pasaje -muy citado por especialistas y entusiastas de diversa índole- en el cual se nos narra eso que pudorosamente llamamos, en español, “el acto sexual”. Está en el capítulo 68 de “Rayuela”: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias”.
Puede interpretarse este pasaje como una burla a todos los tabúes lingüísticos en la materia, a la beatería que de una forma u otra sigue impregnando las letras hispanoamericanas en lo referente al sexo. Pero también hay en este pasaje un intento de descubrir (escritor y lector) una nueva poética, basada en la afirmación de que “las cosas, los objetos, los seres, deberían llamarse no como se llaman, sino como se sienten”. Afirmación típica de un cronopio irremediable.
Se trata en suma, tal como lo plantea Cortázar, no de representar acciones de la vida cotidiana, sino la vida misma “en un sentido más profundo, llena de acción y de sentido”. Y Morelli (¿Cortázar?) nos dice: “Acostumbrarse a emplear la expresión figura en vez de imagen, para evitar confusiones... La condición de figura, donde todo vale como signo y no como tema de descripción”. Más allá de posibles ecos estructuralistas, resulta muy clara la convocatoria al descubrimiento, a la profundización, a la negación de lo evidente a cambio de la búsqueda de lo intangible (no por ello menos real). En uno de los ensayos de “La vuelta al día en ochenta mundos” Cortázar caracteriza a “lo fantástico de ser la aprehensión de lo subyacente, el sentimiento de que los reversos desmienten, multiplican, anulan los anversos”. ¿Desmentir, multiplicar, anular para qué? preguntamos nosotros. Creemos que para descubrir.
Nombrar. El intento de escribir libros que “descubran la vida” no se limitó sólo a “Rayuela” aunque tal vez haya sido ese su punto culminante. Desde “Los reyes” (“No le perdoné a Teseo que matara al Minotauro”, confiesa su autor en “Los autonautas de la cosmopista”), pasando por sus cuentos más memorables, por relatos intensos y luminosos como “El perseguidor”, hasta “Los autonautas…”, el descubrimiento aparece como un objetivo definido en la obra de Julio Cortázar. En este último libro, editado poco antes de su muerte, y escrito a cuatro manos con su compañera Carol Dunlop, el espíritu de Gran Explorador surge de manera diáfana, llevado a su extremo más disparatado, y por lo tanto -como siempre ocurre con Cortázar- más verosímil.
Se trata de descubrir “en serio”. Pero ya la geografía del planeta está, aparentemente, agotada, surcados los mares por buques guiados vía satélite, sobrevoladas las selvas por aviones a reacción, fotografiados los desiertos, pobladas las islas. “¡La puta! -diría Oliveira- Ya no tenés dónde meterte”. Y sin embargo los territorios a descubrir y explorar están ahí, por ejemplo en la autopista París-Marsella, trillada por camiones de dieciocho ruedas, minuciosamente señalizada, vigilada, estandarizada. Para descubrirla de nuevo hace falta audacia, coraje, imaginación. Así, esa exploración se convertirá en un acto de rebeldía, en una posibilidad de anular el mundo tal como nos ha sido entregado para buscar otro y a partir de allí nombrar otra vez cada paisaje, cada instante.
Amar. Claro que “los libros culminaron en la realidad”, y el espíritu explorador de Julio Cortázar fue mucho más allá de sus libros, llegó al ejercicio pleno de la solidaridad humana, al quehacer por los prisioneros políticos uruguayos, por los desaparecidos en Argentina, a su profunda amistad con la Revolución Cubana, a su entrega militante a la causa sandinista. Así, un día de 1976 entró clandestinamente en Nicaragua por el río Medio Queso, y se fue a visitar la comunidad que Ernesto Cardenal había fundado en el archipiélago de Solentiname. Este episodio daría lugar después a un vibrante relato, titulado “Apocalipsis de Solentiname”, y a una inclaudicable labor junto al Frente Sandinista de Liberación Nacional. Fue otra manera de descubrir un paisaje humano signado por la lucha revolucionaria. Y fue también un acto de amor.
“Contrariamente a muchas opiniones escépticas, estoy cada vez más convencido de la importancia y de los resultados positivos que tiene el trabajo de los intelectuales en la América Latina con referencia a los procesos populares de liberación”, escribió Cortázar en uno de sus últimos textos, titulado, de manera por demás explícita, “Sobre la función del intelectual”. En él analiza lúcidamente las posibilidades reales de trabajo que tienen los intelectuales en nuestro continente hoy en día, y deja en claro su confianza en el resultado final de una lucha que, contra viento y marea, va conquistando nuevos terrenos a cada paso. Y esa conquista ha de ser también un descubrimiento, una posibilidad de futuro en la que hombres como Julio Cortázar, capaces de actos supremos de amor y de humildad, lleguen a las playas de todos para compartir el pan, la música, y por qué no, el “fortrán de la poesía”.