(XXIII) Joaquín Roy
Nacido en Barcelona, España, Joaquín Roy (1943) se licenció en Derecho en la universidad local y desarrolló su posterior carrera académica en Estados Unidos. Se doctoró en Lingüística y Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Georgetown, y ejerció la docencia en la Universidad John Hopkins de Washington y en la Universidad Emory de Atlanta. Luego fue catedrático de Relaciones Internacionales y de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Miami, en la cual es director del Centro de Excelencia Jean Monnet sobre la Unión Europea. Sus áreas de investigación y docencia se basan en la historia de las ideas políticas, el pensamiento latinoamericano, la historia y la literatura intelectual, las ideologías contemporáneas, la integración regional, las transiciones a la democracia y las políticas de derechos humanos.
Es autor de centenares de críticas, reseñas y artículos académicos publicados en diarios y revistas como “El País”, “El siglo de Europa”, “Leviatán. Revista de hechos e ideas”, “Revista de Derecho Comunitario Europeo”, “Anales de literatura hispanoamericana”, “Cuadernos Hispanoamericanos”, “Revista Iberoamericana” y “El Urogallo. Revista literaria y cultural” de España; “The European Union Review” de Italia; “Correo. Análisis y Perspectivas” de México; “Journal of Interamerican Studies” de Estados Unidos y el diario “Clarín” de Argentina. Entre sus numerosos libros se cuentan “La estructura fónica de la lengua castellana”, “Narrativa y crítica de nuestra América”, “Lecturas de prensa”, “Catalunya a Cuba”, “Martínez Estrada. Panorama de los Estados Unidos”, “El pensamiento demócrata-cristiano en América Latina”, “Cuba y España. Relaciones y percepciones”, “La reconstrucción de Centroamérica. El papel de la Comunidad Europea”, “Periodismo y ensayo: de Colón al ‘boom’. Aspectos teóricos y prácticos de una relación intergenérica”, “El espacio iberoamericano” y “La siempre fiel: un siglo de relaciones hispanocubanas”.
En cuanto a Cortázar ha publicado los ensayos “Julio Cortázar ante su sociedad” y “La ficción de Julio Cortázar”, y diversos artículos como “El impacto de la muerte de J.C. en la prensa argentina y española” y “Julio Cortázar y el ensayo de indagación nacional en la Argentina”. A este último, aparecido en el nº 10 de “INTI. Revista de literatura hispánica” en 1979, pertenecen los fragmentos siguientes.
José Blanco Amor señala que muchos son los lectores argentinos que comienzan a introducirse en el mundo de la literatura mediante la lectura de una obra de Cortázar, y que -a juicio del crítico- “escribe desde París cosas argentinas, cosas que todos vemos y sentimos, y lo hace con el lenguaje que empleamos todos los días”. Junto a la innegable universalidad de su obra, sigue siendo un escritor que escribe para el público argentino. Según David Viñas, acerado crítico de la posición política de Cortázar, “su público, su único público real es el argentino; a él se dirige, en él piensa y sobre él sitúa sus fantasmas y cada día que pasa se recorta de manera más visible en sus límites”. Fernández Retamar, en pública correspondencia, desde Cuba apunta que “Cortázar es un crítico de la sociedad argentina contemporánea”.
Autor que destaca por su tratamiento global y humano de la obra de Cortázar, Néstor García Canclini afirma que la narrativa de Cortázar, incluso cuando transcurre en París, está refiriéndose a la Argentina. No sólo por su lenguaje, que ha sabido captar como nadie, sino más aún por la forma en que sus hombres y sus mujeres encaran la inautenticidad o la consienten. Ha sabido mejor que ninguno “agarrar a la Argentina por el lado de la vergüenza”, combatir su engolamiento, ser el bufón que desmonta sus ficciones. Graciela de Sola concuerda con García Canclini en que “es un escritor argentino como lo certifican el radical argentinismo de su lenguaje y carácter y la aguda visión de nuestra circunstancia que despliegan sus libros”. En un texto de entrevistas, Luis Harss se suma a la crítica mencionada, sin que caiga en el error de señalar aspectos superficiales: “Cortázar es lo más opuesto a un novelista sociológico, pero, aunque -como él admite- tiende a sorprender en vez de diferenciar a sus personajes, capta bien sus rasgos esenciales”.
Sin olvidar el aspecto continental de la obra de Julio Cortázar, lo cierto es que su preocupación argentina se centra en la urbe de Buenos Aires. El peligro de la descripción costumbrista de la metrópoli del Río de la Plata es evitado con singular maestría. Tampoco se dedica a la novela histórica, ni a la fácil sátira política o social. Su preocupación es mucho más honda y eterna. Ante la obra del exiliado, Cortázar, señala Rodríguez Monegal que “desde lejos reconstruye, imagina y sueña una realidad que ha conseguido penetrar más hondamente que muchos compatriotas, obsesos por lo inmediato y lo circunstancial”. En su planteamiento de la faz de Buenos Aires, Cortázar se coloca al lado de otros autores distintos en estilo y contenido, aunque no en preocupación porteña. Guillermo Ara considera que la imagen que Buenos Aires proporciona a Cortázar es la misma “ancha y descarnada visión de un Roberto Arlt... o un David Viñas, separados por años, pero ya en un idéntico plano de descontento y denuncia”.
Si a simple vista este aspecto crítico de la ciudad podría ser interpretado como mero desarraigo, debemos concordar de nuevo con Fernández Retamar en que “ese aspecto crítico es también muy característicamente argentino, muy característicamente porteño”. Las vivencias que le quedaron desde sus años en Banfield no abandonan a Cortázar más tarde, aunque ya sin la presencia física. Rodríguez Monegal nos dirá que el escritor conserva la otra cara de la moneda: “una imagen personal de Buenos Aires, de la realidad secreta de Buenos Aires. O mejor dicho, de su irrealidad”.
El gran riesgo que Cortázar evita con toda perfección es la incomunicación con lectores de otros países del orbe hispánico, o fuera de él. La multitud de traducciones y la reedición de sus obras en varias capitales hispánicas prueban que la literatura de Cortázar es magníficamente universal. Esa gran cualidad justificó por sí sola la inclusión de Cortázar en ese gran grupo -distorsionado por la crítica apresurada- llamado “nueva novela latinoamericana”, que precedió a una situación que llama Harss: “mezcla cacofónica de nacionalismo cultural, falso orgullo y exaltación patriotera que contribuían poco a aclarar el verdadero problema”. Sin limitaciones circunstanciales, sin inmediata preocupación por la problemática local, los novelistas de Hispanoamérica en los años ‘60 y ‘70 descubrieron la verdadera faz del continente, al mismo tiempo que produjeron verdaderas obras universales. Lo que antaño plasmaban los escritores en gran género prolífico de Hispanoamérica -el ensayo-, los novelistas lo comenzaban a desenterrar al desnudo y sin mixtificaciones. El resultado del ensayo algunas veces no fue satisfactorio para parte de la crítica.
Para desentrañar lo fundamentalmente nuclear, el escritor debe sortear lo meramente tangencial de la realidad inmediata. Si de la Argentina se trata, recordemos la advertencia de Ortega en “El hombre a la defensiva”: “El observador superficial corre el riesgo de convertirse en un viajero que choca contra la superficie”. Harss ve el mismo peligro que derrotó a los antiguos novelistas obsesionados con el retrato inmediato, cuando “eran cómplices de la realidad y se empeñaban en convivir con ella, se dejaban estafar por las apariencias”. Tampoco resulta Cortázar una especie de prestidigitador que hurta la esencia a los ojos del lector ni tampoco es un escritor de fábulas metropolitanas. Cortázar no esconde, ni cae en el documento social. No intenta dar una imagen similar a la que nos transmitieron los románticos y naturalistas, tampoco se deja engañar por la literatura de protesta -que nada cambia-; la verdadera esencia tampoco puede estar en la capa superficial del folclorismo.
Julio Cortázar señala que no se puede caer en la tentación de reproducir el puro diálogo de mercado como otro extremo del lenguaje académico. Como si nos señalara el riesgo heredado de la Península Ibérica, puede pasarse de la cátedra al café, sin estaciones intermedias y “caer en una parodia del lenguaje de la calle o de la casa”. El mismo Cortázar no podría aceptar la generosidad de Manuel Durán que asigna carácter nacional a Cortázar por el mero hecho de seguir escribiendo en castellano, aún después del exilio. El profundo arraigo de Cortázar en su tierra no puede estar aliado con superficialidades locales. Al igual que muchos escritores de la nueva narrativa, señala Emir Rodríguez Monegal, también rompe con lo otro, el gran peligro de la jerga local, color llevado a términos lingüísticos que hace que muchos libros latinoamericanos no se puedan leer o que los lean solamente los especialistas en indigenismos”. Afortunadamente, de acuerdo con Luis Harss, podemos decir que “la vieja noción que causó tantas controversias inútiles en nuestro mundo literario según la cual lo autóctono o auténtico tenía que ser local o regional, va quedando en el olvido”.
Años antes de la obra de Cortázar, en 1931, Scalabrini Ortiz denuncia el fácil estandarte: “Dignifiquemos la palabra patria. Dejémosla que el reposo se empape nuevamente del espíritu de la tierra”. El escritor en verdad anclado en su problemática nacional no debe tampoco usar temas locales en su beneficio. Lo humilde, lo auténtico, quizá es lo señalado por el mismo Cortázar: “Jamás me he considerado un escritor autóctono. Con Borges y algunos otros, parecemos haber entendido que la mejor manera de ser argentino es no andarlo diciendo tanto, a diferencia de lo que hacen estentóreamente los escritores autóctonos”. La autenticidad argentina tiene que ser demostrada por medios más difíciles que el mero hecho de declaración patriótica. Julio Cortázar nos sitúa en una encrucijada: “Pienso que hay una argentinidad más profunda, que muy bien podría manifestarse en un libro donde no se hablara para nada de la Argentina. No comprendo por qué un escritor argentino ha de tener como tema a la Argentina”. Quizá la posible respuesta no la posea el escritor, entre otras razones por lindar con temas tangentes a la literatura.
No obstante, Cortázar parece querer indagar directamente en los ocultos motivos de estos problemas: “Creo que ser argentino es participar en una serie de valores y disvalores, en los planos más diversos, en asumirlos o rechazarlos, en entrar en el juego o tirar la pelota fuera. ¿Por qué, incluso entre gente nada tonta, sigue teniendo tanta fuerza una noción escolar de patriotismo? Prefiero caminar solo por los barrios de Buenos Aires donde nadie me conoce, detenerme en los barcitos para tomar café, y oír hablar a la gente, recomponer mi idioma, respirarlo de nuevo”. Podría decirse que para él lo que puede llevarnos al centro del problema es precisamente lo marginal, algunas veces lo vulgar, otras lo aparentemente inexistente. Para encontrar la esencia de un pueblo no será necesario que se ancle la acción en unos lugares determinados, sino poseer experiencia vital y saberla transmitir al lector, quien también deberá recrear la obra con todos sus medios.
La preocupación porteña de Julio Cortázar no vela su evidente universalismo.
Preocupación -quizá inconsciente- de novelistas como Cortázar es el descubrimiento de ese gran secreto que es una nación, un pueblo determinado. El sendero directo, y quizá el más difícil, es el que nos propone Cortázar en entrevista con Schneider; deberemos por lo tanto: “retroceder primero, bajar primero, tocar lo más amargo, lo más repugnante, lo más horrible, lo más obsceno, todo lo que una historia de espaldas al país nos escamoteó tanto tiempo a cambio de la ilusión de nuestra grandeza y nuestra cultura”. Una vez se haya llegado al centro de la problemática nacional argentina -nos dice Cortázar- conseguiremos ganarnos “el derecho a remontar hacia nosotros mismos, a ser de verdad lo que tenemos que ser”.
Conscientes de la ineficacia de la lectura genérica de la literatura latinoamericana, algunos estudiosos constatan el hecho de la muerte y la transfiguración del ensayo hispanoamericano de identidad nacional que tuvo como broche excelente “El laberinto de la soledad”, de Octavio Paz, precisamente cuando germinaban las primeras muestras de la obra de Cortázar. Si el ensayo clásico que se preguntaba directamente ¿qué es América? había muerto aparentemente, la realidad era que había quedado engullido por la novela. Recientemente han aparecido estudios que, saltándose las barreras de los géneros, han efectuado un regreso a las mejores fuentes del ensayo y la narrativa latinoamericana y que se han propuesto la lectura sistemática de los rasgos de identidad nacional que tradicionalmente sólo se buscaban en la ensayística y los planteamientos históricos, sociales o políticos que se proponían en unos estudios tradicionales y contenidistas de la narrativa.
Aunque los objetivos sean ambiciosos, los libros deben respaldarse en autores y obras clave y así Fernando Aínsa dedica un capítulo entero de “Los buscadores de la utopía” al eje de “Rayuela” con el título de “Las dos orillas del cielo”. Un apartado entero de su estudio lleva el subtítulo de “El pecado original de ser argentino”. Cortázar, según Aínsa, pretende con “Rayuela” seguir el camino de la búsqueda de la Argentina oculta por otros caminos, otros métodos, y además “pretende ir más lejos que Martínez Estrada en su ‘Radiografía de la pampa’”.
Semejante estrategia y objetivo tiene Rafael Moreno Durán en “De la barbarie a la imaginación”. El planteamiento de la primera mitad del libro pudiera ser rebautizado como “De Sarmiento a Cortázar” (para plagiar el título del libro de David Viñas) y está sistematizado en cuatro capítulos: civilización y barbarie, Próspero-Calibán, lo universal y el modo de ser latinoamericano, y de la Arcadia a la ciudad. Es en esta primera mitad del libro donde cobra fuerza la relación Borges-Cortázar-Argentina. Para Moreno Durán, “Borges, decidió asumir partido ‘incondicional por la ‘civilización’ contra la ‘barbarie' y se decidió a la adopción de la línea de la ‘erudición’ contra los valores más o menos dispersos de la naturaleza y el ‘indigenismo’. Pero es sólo con Cortázar cómo comprendemos que Buenos Aires -y eso en virtud del gran polo olvidado por sus antecesores: París, o el resto del mundo de donde proviene su cultura-, desde el momento de su nacimiento, vive un universo demasiado complejo, poblado de heterogéneas incidencias, y que sus hombres, allí y así formados, tienen una concepción distinta de sí mismos: una limitación, un desarraigo. De ahí que la personalidad literaria de Cortázar lo hace a la vez peculiar y representativo tanto de la literatura argentina como de la latinoamericana en general. Julio Cortázar es, innegablemente, una nueva conciencia en la captación de una realidad, la suya, la argentina, que pese a todos los vínculos culturales, que la une al resto del continente, goza de una situación muy particular, muy propia”.
Todo lo anterior nos lleva a recapitular que el tema de la afinidad entre la novelística de Cortázar y la constante búsqueda argentina de la identidad cultural es todavía posible, como lo demuestran los más recientes estudios que ubican la obra del autor como eje en la perspectiva global latinoamericana. Creo que la preferencia por tratar la obra de Cortázar desde el punto de vista estrictamente estético, no solamente cumple con las preceptivas de la ciencia literaria, sino que al mismo tiempo resalta solamente una parte de la moneda: la invención y el escapismo de unos personajes que en un momento de sus vidas optan por la “civilización”, por el “lado de allá”. Conviene, por lo tanto, que nos preocupemos un poco más del “lado de acá”.