(III) Mariángeles Fernández
La periodista y editora Mariángeles Fernández (1972) nació en la Patagonia argentina y luego se radicó en España. En su tierra natal empezó leyendo a Cortázar y nunca más lo abandonó, hasta el punto de convertirse en una especialista en la obra del autor de “Alguien que anda por ahí”, quien, según palabras de la escritora, llevó “una vida dedicada a la lectura, la escritura y todas las manifestaciones del arte”. Ha ofrecido charlas y conferencias y ha participado en homenajes y seminarios sobre Cortázar tanto en España como en Argentina, Francia, Italia y China. También coordinó talleres de lectura de la obra de Cortázar en el Centro de Arte Moderno de Madrid. Es autora de los libros “Lecturas de Cortázar” y “Borges y Cortázar. Una relación literaria”, y de los ensayos “La figura del padre en la obra de Julio Cortázar”, “Cortázar, lector transatlántico” y “Del lado de una lectora cómplice” que forman parte de las antologías “El padre en la literatura” y “Volver a Cortázar” editados por la Biblioteca del Campo Freudiano de Madrid y la Diputación de Cádiz respectivamente. En su artículo “Julio Cortázar: la seducción de la palabra” publicado en la revista española “Caleta. Literatura y Pensamiento” en 2004, comentó la fascinación que ejerció “Rayuela” en los jóvenes de su generación: “Esgrimíamos a Cortázar como un hacha de guerra y el mundo de nuestros afectos literarios pasó a dividirse según fuera la respuesta a preguntas como: ¿Te gusta Cortázar? ¿Has leído “Rayuela”?, y franqueábamos o no la entrada a nuestro particular club de los cronopios”. Varias partes de ese artículo, que escribió cuando se cumplían veinte años de su fallecimiento, son las que se reproducen a renglón seguido.
La muerte de Julio Cortázar aquel domingo 12 de febrero de hace veinte años vino a instalarse en nuestro presente como el final de su juego más hermoso: “hacer el amor” con la palabra. Cuando su “pescadito intercostal” se plantó y dijo “basta” empezaba un nuevo ciclo de aquella relación amorosa de casi cuarenta años con sus lectores. Son ellos los que dejan flores, piedritas o cartas sobre la tumba del cementerio de Montparnasse donde fue enterrado junto a Carol Dunlop, la osita cómplice del lobo en “Los autonautas de la cosmopista”. Los gatos también suelen pasear por ahí y se van después de restregarse un rato contra las nubes y la luna de la escultura de su amigo Julio Silva. Como en “Salvo el crepúsculo”, incluso allí todo “es tan libre, tan posible, tan gato”. Tal vez podríamos consolarnos de su ausencia si consiguiéramos hacer realidad un consejo muy serio del monitor que le enseñó a conducir y que a su vez es un pequeño homenaje a su gran sentido del humor. Aquel instructor le dijo que si un día se estrellaba, lo único que podía salvarlo era saltar lo antes posible a otro coche y seguir conduciendo “como si no hubiera pasado nada”.
Julio Cortázar publicó “Bestiario”, su primer libro de relatos, en noviembre de 1951 y ese mismo mes salió de Buenos Aires en un barco que lo llevó a Francia en un viaje largamente ansiado, con retornos pero sin regreso. Aunque no había tenido prisa por publicar, debido a la “implacable autocrítica” de raíz borgeana, en apariencia no le iban mal las cosas como escritor. ¿Por qué decidió abandonar entonces Argentina? Cortázar explicó las razones en distintas entrevistas y en su correspondencia, editada en 2002 por Aurora Bernárdez, hay múltiples referencias que redundan sobre el mismo argumento: “Si me hubiese quedado allá, en esa época, en ese momento, me hubiera anquilosado, me hubiera enfermado, hubiera aceptado los parámetros de la época en la Argentina”. Haberse venido a Europa fue una decisión que Cortázar no lamentó nunca, porque para él “vivir en Buenos Aires era estar encarcelado”.
En 1938 se había incorporado al ámbito literario argentino bajo el pseudónimo de Julio Denis con “Presencia”, un conjunto de sonetos de concepción esteticista y en 1949 había publicado “Los reyes”, poema dramático sobre el Minotauro en el que asume “la defensa del monstruo” y en cambio ataca “cruelmente” a Teseo, el héroe clásico. El cuento “Casa tomada”, incluido después en “Bestiario”, había sido aceptado en 1946 por Jorge Luis Borges en la revista “Los Anales de Buenos Aires” tras un breve encuentro que Borges recordó con orgullo toda su vida. Junto con “Sur”, dirigida por Victoria Ocampo, eran las revistas literarias más influyentes en aquellos años en Argentina. En 1947 “Los Anales...” también publicó “Bestiario”, su segunda narración. “Lejana” apareció en 1948 en la revista “Cabalgata”, dedicada a las artes y las letras.
Cortázar había terminado el profesorado en Letras en la escuela “Mariano Acosta”, en 1935. Con la excepción de las influencias positivas de sus profesores de Griego, Arturo Marasso, y de Filosofía, Vicente Fattone, guardaba un recuerdo amargo del colegio. La apariencia de ilustre escuela, en contradicción con los intentos de muchos profesores de crear avanzadas del fascismo entre los estudiantes, quedó reflejada en el cuento “La escuela de noche” (“Deshoras”, 1982). En esos años fue un autodidacto completo y, antes de ingresar en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Cortázar tenía ya una noción precisa de lo que era “la gran literatura”. Pero su carrera quedó trunca: tuvo que buscar trabajo y estuvo dando clases en dos pequeñas ciudades de las pampas bonaerenses, Chivilcoy y Bolívar, donde sacó partido a la soledad leyendo sin desmayo. Entre 1944 y 1945 dictó literatura francesa en la Universidad de Cuyo, en Mendoza, donde impartió cursos sobre Rimbaud, Mallarmé y un seminario especial sobre Keats, su poeta preferido. Durante toda su vida Cortázar consideró que la “Oda a una urna griega” era uno de los monumentos de la poesía.
Ser un intelectual no-peronista supuso dificultades también para Cortázar en un período en el que desde el poder se alentaban consignas tales como: “alpargatas sí, libros no” y el dogmatismo personalista reemplazaba al pensamiento. Borges, por señalar uno de los casos más alevosos, fue apartado burdamente de la dirección de la Biblioteca Nacional. Cortázar, después del revolucionario 17 de octubre de 1945, renunció a su cátedra al sentir el fracaso de su resistencia contra el peronismo y sufrir todo tipo de acoso e incluso la cárcel, tras su encierro en la Universidad de Cuyo para protestar contra la nueva política educativa. Volvió a Buenos Aires y hasta 1949 fue gerente de la Cámara Argentina del Libro. En la novela “El examen”, que Cortázar tenía ya escrita en 1950 pero que se mantuvo inédita hasta 1986, Saúl Yurkievich ha encontrado elementos premonitorios de lo que ocurriría en la Argentina en 1952 y 1953 tras la muerte de Eva Perón. En el prólogo que Cortázar había preparado admite que nunca se sintió feliz “por haber acertado a esas quinielas necrológicas y edilicias”. En esa narración de corte kafkiano, se percibe su hastío en una ciudad mistificada y supersticiosa, ganada por la demagogia y el fanatismo.
Sin embargo no sólo la presión política empujó a Cortázar hacia Europa. Necesitaba un contexto intelectual más amplio, trascender los límites de la cultura “porteña”, encontrarse con las raíces de su formación y sus afinidades espirituales. Muchos de su generación leían menos autores argentinos que literatura inglesa o francesa o traducciones de escritores italianos, norteamericanos y alemanes. “La gente soñaba con París y Londres, Buenos Aires era una especie de castigo.”
En sus años de profesor Cortázar había devorado “millares de libros” y conocía bien la obra de Rimbaud, Mallarmé, Poe, Rilke, Hawthorne, Bierce, Lautréamont, Kipling, Keats... Como Pulgarcito, el propio Cortázar se encargó de dejar visible la huella de todos ellos en su obra.
Entre los argentinos ha reconocido influencias de Arlt, Quiroga, Lugones, Girondo, Juan Filloy, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal (y su joyceano “Adán Buenosaires”, 1948), Borges... Eran los que, de una u otra forma, cultivaban el humor y eran “outsiders escandalosos” en el “hipódromo literario” argentino. “¿Quién nos rescatará de la seriedad?”, se preguntaba Cortázar parafraseando al poeta Ricardo Molinari en “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967), uno de sus “libros-collage”, indispensable para completar “Rayuela” y propicio para el “paseo del camaleón por la alfombra abigarrada”. Borges hacía ya tiempo que había optado por una expatriación voluntaria a través de la literatura, una especie de “exilio interior” que Cortázar comprendió muy pronto.
Buscando una profesión que le permitiera independizarse del empleo en la Cámara del Libro, hacia finales de 1948, y en menos de un año, había conseguido el título de traductor público de inglés y francés. Entre la clientela que heredó de su socio, Zoltan Havas, se contaban no pocas prostitutas de la zona portuaria de Buenos Aires; a ellas les traducía cartas de marineros y las ayudaba a redactar las respuestas. En ese contexto, Cortázar tuvo la intuición de haber sido testigo epistolar de un crimen. Cuarenta años después, en “Diario para un cuento” (“Deshoras”), esa intuición se transformó en un relato que es, a la vez, un homenaje a su contemporáneo Adolfo Bioy Casares. Cortázar admiraba el exquisito sentido del humor presente en la obra de Bioy y lo estimó como persona pese a que razones tan profundas como el océano “temprana y literalmente tendido entre los dos” no ayudaron a que llegaran a ser amigos. Por placer, a lo largo de su vida tradujo obras de Poe, Keats, Chesterton, Defoe, Gide, Yourcenar... aunque en esa época lo cotidiano eran las traducciones técnicas. Esa actividad fue el “puente” a París donde poco después de llegar fue contratado por la Unesco como traductor.
Al marcharse de Argentina Cortázar llevaba un bagaje cultural que poco tiempo después le serviría en la construcción del escritor universal que llegó a ser. Atrás en el tiempo, aunque no en la conciencia, quedaban el jardín de la infancia, los juegos a la hora de la siesta, el combate Firpo-Dempsey en 1923, los tangos en el fonógrafo, la trágica muerte de Gardel en 1935... En definitiva los culpables fueron Marco Polo y Julio Verne; a los 10 años quería ser marino. Su madre decidió que era mucho mejor que fuera maestro, porque era un niño de salud frágil y la carrera de marino era muy cara. Se convenció, no podía hacer otra cosa, pero un día partió: los viajes eran “el objetivo final” de su vida. Y el gran viaje lo llevó a París, escenario de gran parte de su vida y de su obra.
Allí echó raíces. En 1953 se casó con Aurora Bernárdez, traductora, entre otras importantes obras, de “El cuarteto de Alejandría”, de Lawrence Durrell, obra que ¿tal vez a modo de homenaje? está presente en las bibliotecas de los personajes de “Rayuela”. París es ahora su “isla final”, la ciudad que eligió para vivir cuando abandonó Argentina en 1951. “En París todo le era Buenos Aires y viceversa” y por eso en “Rayuela” la ciudad del Sena se convierte en el “lado de allá” para que Buenos Aires, la del Río de la Plata, hiciera posible “el lado de acá”.
París, el escenario de “El Perseguidor”, uno de los relatos de “Las armas secretas” (1959) que significó una ruptura con su trabajo anterior: aquí ya no se situaba frente a un relato fantástico sino ante un ser humano atormentado al borde de la alienación. Johnny Cárter, el saxofonista, dice en un momento: “esto lo estoy tocando mañana”, y el tiempo queda abolido, único recurso para detener a la muerte. Por primera vez Cortázar estaba frente a alguien que no era un doble suyo, sino que era “otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica, donde la historia es el personaje, contiene al personaje, está determinada por el personaje”. El relato se nutrió de los datos biográficos de Charlie “Bird” Parker, a quien Cortázar había descubierto como músico y escuchaba tocar el saxo “con infinito amor” y el cuento en sí, a través de Bruno, el crítico musical, es un manifiesto estético sobre el jazz a la vez que un emocionado homenaje a Parker. “¿Quién olvidará jamás la entrada imperial de Charlie Parker en ‘Lady, be good’”, reflexiona Cortázar al comienzo de “La vuelta al día...” y luego resume su percepción casi palpable de la grandeza interpretativa de Lester Young: “...escogía el perfil, casi la ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia...”.
Quizá en ese párrafo Cortázar quiso reunir todas las facetas de la creación, y la vez que evocaba un combate del boxeador Kid Azteca hacia los años ‘40, hablaba de una estructura esférica, la misma que requiere el cuento, porque para él la situación narrativa en sí debía nacer y darse “dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior...”. En “Último round”, otro de sus libros-collage, publicado en 1969, Cortázar sostiene que la eficacia y el sentido del cuento dependen “de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable” (“Del cuento breve y sus alrededores”).
Y en junio de 1963 aparece “Rayuela”, el uppercut definitivo al establishment literario. El pequeño ladrillo negro de 12 x 18 arrojado irónicamente a la cabeza de los “tortugones amoratados”, los guardianes de la gran literatura. Cortázar había pensado escribir un libro para gente de su edad, de su generación, y para su gran sorpresa el libro encontró a los lectores cómplices entre los jóvenes. Cortázar creyó entonces que fueron los jóvenes los que encontraron algo que los impresionó porque en “’Rayuela’ no hay ninguna lección. A los jóvenes no les gusta que les den lecciones. Los adultos aceptan ciertas lecciones. Los jóvenes no. Los jóvenes encontraban allí sus propias preguntas, sus angustias de todos los días, de adolescentes y de primera juventud, el hecho de que no se sienten cómodos en el mundo en que están viviendo, en el mundo de los padres”.
Para entonces Julio Cortázar había plantado a la literatura la sonora y definitiva “cachetada metafísica”, había conseguido que el humor volviera a entrar por la puerta grande de la historia literaria y a la vez dejaba plasmadas todas sus preguntas existenciales. “Rayuela” resultaba ser un juego regido por un código estricto y restringido que suponía un esfuerzo inicial pero con premio seguro para quienes consiguieran hacer llegar el tejo hasta el final. “Rayuela”, como la vida misma, el símbolo del afuera y el adentro, el lado de allá y el lado de acá, las dos orillas, los puentes, los pasajes, el doble, el otro, los espejos, las ventanas, los umbrales... el pasaje natural de la escritura a la vida, del sueño a la vigilia.
Para Cortázar “Rayuela” fue una novela situada antes de su toma de conciencia política e ideológica, antes de su primer viaje a Cuba. Fue un libro escrito sin ningún plan, a partir de papelitos y libretitas donde había ido anotando cosas durante años, en cafés y épocas diferentes. En 1983, a veinte años de la publicación de “Rayuela”, Cortázar aceptó que aun siendo un libro “que no dice una sola palabra de política, que no se ocupa para nada de la geopolítica, contiene al mismo tiempo una serie de elementos explosivos que hay que considerar como revolucionarios” y que coincidía con un “panorama de inquietud, de cuestionamiento y de rebelión que sentían los jóvenes latinoamericanos”.
En el contexto de la gestación de “Rayuela” están los primeros años de la revolución cubana, la crisis de los misiles, la independencia de Argelia -que conmociona a la sociedad francesa y a sus intelectuales- , la muerte de Juan XXIII, la guerra de Vietnam, el asesinato de John Kennedy, la preparación del escenario del conflicto palestino-israelí, reaparecen los fantasmas del exterminio judío con el juicio a Eichmann... y nacen The Beatles. Por eso es tan contundente la tentativa de cambiar la realidad, desde la realidad, desde el presente. Pero, siempre es el humor, llevado hasta sus últimas consecuencias, lo que redime a los personajes del horror, de la soledad, de la muerte. Lo que nos consuela a sus lectores, tras veinte años de soledad.
La periodista y editora Mariángeles Fernández (1972) nació en la Patagonia argentina y luego se radicó en España. En su tierra natal empezó leyendo a Cortázar y nunca más lo abandonó, hasta el punto de convertirse en una especialista en la obra del autor de “Alguien que anda por ahí”, quien, según palabras de la escritora, llevó “una vida dedicada a la lectura, la escritura y todas las manifestaciones del arte”. Ha ofrecido charlas y conferencias y ha participado en homenajes y seminarios sobre Cortázar tanto en España como en Argentina, Francia, Italia y China. También coordinó talleres de lectura de la obra de Cortázar en el Centro de Arte Moderno de Madrid. Es autora de los libros “Lecturas de Cortázar” y “Borges y Cortázar. Una relación literaria”, y de los ensayos “La figura del padre en la obra de Julio Cortázar”, “Cortázar, lector transatlántico” y “Del lado de una lectora cómplice” que forman parte de las antologías “El padre en la literatura” y “Volver a Cortázar” editados por la Biblioteca del Campo Freudiano de Madrid y la Diputación de Cádiz respectivamente. En su artículo “Julio Cortázar: la seducción de la palabra” publicado en la revista española “Caleta. Literatura y Pensamiento” en 2004, comentó la fascinación que ejerció “Rayuela” en los jóvenes de su generación: “Esgrimíamos a Cortázar como un hacha de guerra y el mundo de nuestros afectos literarios pasó a dividirse según fuera la respuesta a preguntas como: ¿Te gusta Cortázar? ¿Has leído “Rayuela”?, y franqueábamos o no la entrada a nuestro particular club de los cronopios”. Varias partes de ese artículo, que escribió cuando se cumplían veinte años de su fallecimiento, son las que se reproducen a renglón seguido.
La muerte de Julio Cortázar aquel domingo 12 de febrero de hace veinte años vino a instalarse en nuestro presente como el final de su juego más hermoso: “hacer el amor” con la palabra. Cuando su “pescadito intercostal” se plantó y dijo “basta” empezaba un nuevo ciclo de aquella relación amorosa de casi cuarenta años con sus lectores. Son ellos los que dejan flores, piedritas o cartas sobre la tumba del cementerio de Montparnasse donde fue enterrado junto a Carol Dunlop, la osita cómplice del lobo en “Los autonautas de la cosmopista”. Los gatos también suelen pasear por ahí y se van después de restregarse un rato contra las nubes y la luna de la escultura de su amigo Julio Silva. Como en “Salvo el crepúsculo”, incluso allí todo “es tan libre, tan posible, tan gato”. Tal vez podríamos consolarnos de su ausencia si consiguiéramos hacer realidad un consejo muy serio del monitor que le enseñó a conducir y que a su vez es un pequeño homenaje a su gran sentido del humor. Aquel instructor le dijo que si un día se estrellaba, lo único que podía salvarlo era saltar lo antes posible a otro coche y seguir conduciendo “como si no hubiera pasado nada”.
Julio Cortázar publicó “Bestiario”, su primer libro de relatos, en noviembre de 1951 y ese mismo mes salió de Buenos Aires en un barco que lo llevó a Francia en un viaje largamente ansiado, con retornos pero sin regreso. Aunque no había tenido prisa por publicar, debido a la “implacable autocrítica” de raíz borgeana, en apariencia no le iban mal las cosas como escritor. ¿Por qué decidió abandonar entonces Argentina? Cortázar explicó las razones en distintas entrevistas y en su correspondencia, editada en 2002 por Aurora Bernárdez, hay múltiples referencias que redundan sobre el mismo argumento: “Si me hubiese quedado allá, en esa época, en ese momento, me hubiera anquilosado, me hubiera enfermado, hubiera aceptado los parámetros de la época en la Argentina”. Haberse venido a Europa fue una decisión que Cortázar no lamentó nunca, porque para él “vivir en Buenos Aires era estar encarcelado”.
En 1938 se había incorporado al ámbito literario argentino bajo el pseudónimo de Julio Denis con “Presencia”, un conjunto de sonetos de concepción esteticista y en 1949 había publicado “Los reyes”, poema dramático sobre el Minotauro en el que asume “la defensa del monstruo” y en cambio ataca “cruelmente” a Teseo, el héroe clásico. El cuento “Casa tomada”, incluido después en “Bestiario”, había sido aceptado en 1946 por Jorge Luis Borges en la revista “Los Anales de Buenos Aires” tras un breve encuentro que Borges recordó con orgullo toda su vida. Junto con “Sur”, dirigida por Victoria Ocampo, eran las revistas literarias más influyentes en aquellos años en Argentina. En 1947 “Los Anales...” también publicó “Bestiario”, su segunda narración. “Lejana” apareció en 1948 en la revista “Cabalgata”, dedicada a las artes y las letras.
Cortázar había terminado el profesorado en Letras en la escuela “Mariano Acosta”, en 1935. Con la excepción de las influencias positivas de sus profesores de Griego, Arturo Marasso, y de Filosofía, Vicente Fattone, guardaba un recuerdo amargo del colegio. La apariencia de ilustre escuela, en contradicción con los intentos de muchos profesores de crear avanzadas del fascismo entre los estudiantes, quedó reflejada en el cuento “La escuela de noche” (“Deshoras”, 1982). En esos años fue un autodidacto completo y, antes de ingresar en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Cortázar tenía ya una noción precisa de lo que era “la gran literatura”. Pero su carrera quedó trunca: tuvo que buscar trabajo y estuvo dando clases en dos pequeñas ciudades de las pampas bonaerenses, Chivilcoy y Bolívar, donde sacó partido a la soledad leyendo sin desmayo. Entre 1944 y 1945 dictó literatura francesa en la Universidad de Cuyo, en Mendoza, donde impartió cursos sobre Rimbaud, Mallarmé y un seminario especial sobre Keats, su poeta preferido. Durante toda su vida Cortázar consideró que la “Oda a una urna griega” era uno de los monumentos de la poesía.
Ser un intelectual no-peronista supuso dificultades también para Cortázar en un período en el que desde el poder se alentaban consignas tales como: “alpargatas sí, libros no” y el dogmatismo personalista reemplazaba al pensamiento. Borges, por señalar uno de los casos más alevosos, fue apartado burdamente de la dirección de la Biblioteca Nacional. Cortázar, después del revolucionario 17 de octubre de 1945, renunció a su cátedra al sentir el fracaso de su resistencia contra el peronismo y sufrir todo tipo de acoso e incluso la cárcel, tras su encierro en la Universidad de Cuyo para protestar contra la nueva política educativa. Volvió a Buenos Aires y hasta 1949 fue gerente de la Cámara Argentina del Libro. En la novela “El examen”, que Cortázar tenía ya escrita en 1950 pero que se mantuvo inédita hasta 1986, Saúl Yurkievich ha encontrado elementos premonitorios de lo que ocurriría en la Argentina en 1952 y 1953 tras la muerte de Eva Perón. En el prólogo que Cortázar había preparado admite que nunca se sintió feliz “por haber acertado a esas quinielas necrológicas y edilicias”. En esa narración de corte kafkiano, se percibe su hastío en una ciudad mistificada y supersticiosa, ganada por la demagogia y el fanatismo.
Sin embargo no sólo la presión política empujó a Cortázar hacia Europa. Necesitaba un contexto intelectual más amplio, trascender los límites de la cultura “porteña”, encontrarse con las raíces de su formación y sus afinidades espirituales. Muchos de su generación leían menos autores argentinos que literatura inglesa o francesa o traducciones de escritores italianos, norteamericanos y alemanes. “La gente soñaba con París y Londres, Buenos Aires era una especie de castigo.”
En sus años de profesor Cortázar había devorado “millares de libros” y conocía bien la obra de Rimbaud, Mallarmé, Poe, Rilke, Hawthorne, Bierce, Lautréamont, Kipling, Keats... Como Pulgarcito, el propio Cortázar se encargó de dejar visible la huella de todos ellos en su obra.
Entre los argentinos ha reconocido influencias de Arlt, Quiroga, Lugones, Girondo, Juan Filloy, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal (y su joyceano “Adán Buenosaires”, 1948), Borges... Eran los que, de una u otra forma, cultivaban el humor y eran “outsiders escandalosos” en el “hipódromo literario” argentino. “¿Quién nos rescatará de la seriedad?”, se preguntaba Cortázar parafraseando al poeta Ricardo Molinari en “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967), uno de sus “libros-collage”, indispensable para completar “Rayuela” y propicio para el “paseo del camaleón por la alfombra abigarrada”. Borges hacía ya tiempo que había optado por una expatriación voluntaria a través de la literatura, una especie de “exilio interior” que Cortázar comprendió muy pronto.
Buscando una profesión que le permitiera independizarse del empleo en la Cámara del Libro, hacia finales de 1948, y en menos de un año, había conseguido el título de traductor público de inglés y francés. Entre la clientela que heredó de su socio, Zoltan Havas, se contaban no pocas prostitutas de la zona portuaria de Buenos Aires; a ellas les traducía cartas de marineros y las ayudaba a redactar las respuestas. En ese contexto, Cortázar tuvo la intuición de haber sido testigo epistolar de un crimen. Cuarenta años después, en “Diario para un cuento” (“Deshoras”), esa intuición se transformó en un relato que es, a la vez, un homenaje a su contemporáneo Adolfo Bioy Casares. Cortázar admiraba el exquisito sentido del humor presente en la obra de Bioy y lo estimó como persona pese a que razones tan profundas como el océano “temprana y literalmente tendido entre los dos” no ayudaron a que llegaran a ser amigos. Por placer, a lo largo de su vida tradujo obras de Poe, Keats, Chesterton, Defoe, Gide, Yourcenar... aunque en esa época lo cotidiano eran las traducciones técnicas. Esa actividad fue el “puente” a París donde poco después de llegar fue contratado por la Unesco como traductor.
Al marcharse de Argentina Cortázar llevaba un bagaje cultural que poco tiempo después le serviría en la construcción del escritor universal que llegó a ser. Atrás en el tiempo, aunque no en la conciencia, quedaban el jardín de la infancia, los juegos a la hora de la siesta, el combate Firpo-Dempsey en 1923, los tangos en el fonógrafo, la trágica muerte de Gardel en 1935... En definitiva los culpables fueron Marco Polo y Julio Verne; a los 10 años quería ser marino. Su madre decidió que era mucho mejor que fuera maestro, porque era un niño de salud frágil y la carrera de marino era muy cara. Se convenció, no podía hacer otra cosa, pero un día partió: los viajes eran “el objetivo final” de su vida. Y el gran viaje lo llevó a París, escenario de gran parte de su vida y de su obra.
Allí echó raíces. En 1953 se casó con Aurora Bernárdez, traductora, entre otras importantes obras, de “El cuarteto de Alejandría”, de Lawrence Durrell, obra que ¿tal vez a modo de homenaje? está presente en las bibliotecas de los personajes de “Rayuela”. París es ahora su “isla final”, la ciudad que eligió para vivir cuando abandonó Argentina en 1951. “En París todo le era Buenos Aires y viceversa” y por eso en “Rayuela” la ciudad del Sena se convierte en el “lado de allá” para que Buenos Aires, la del Río de la Plata, hiciera posible “el lado de acá”.
París, el escenario de “El Perseguidor”, uno de los relatos de “Las armas secretas” (1959) que significó una ruptura con su trabajo anterior: aquí ya no se situaba frente a un relato fantástico sino ante un ser humano atormentado al borde de la alienación. Johnny Cárter, el saxofonista, dice en un momento: “esto lo estoy tocando mañana”, y el tiempo queda abolido, único recurso para detener a la muerte. Por primera vez Cortázar estaba frente a alguien que no era un doble suyo, sino que era “otro ser humano que no está puesto al servicio de una historia fantástica, donde la historia es el personaje, contiene al personaje, está determinada por el personaje”. El relato se nutrió de los datos biográficos de Charlie “Bird” Parker, a quien Cortázar había descubierto como músico y escuchaba tocar el saxo “con infinito amor” y el cuento en sí, a través de Bruno, el crítico musical, es un manifiesto estético sobre el jazz a la vez que un emocionado homenaje a Parker. “¿Quién olvidará jamás la entrada imperial de Charlie Parker en ‘Lady, be good’”, reflexiona Cortázar al comienzo de “La vuelta al día...” y luego resume su percepción casi palpable de la grandeza interpretativa de Lester Young: “...escogía el perfil, casi la ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia...”.
Quizá en ese párrafo Cortázar quiso reunir todas las facetas de la creación, y la vez que evocaba un combate del boxeador Kid Azteca hacia los años ‘40, hablaba de una estructura esférica, la misma que requiere el cuento, porque para él la situación narrativa en sí debía nacer y darse “dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior...”. En “Último round”, otro de sus libros-collage, publicado en 1969, Cortázar sostiene que la eficacia y el sentido del cuento dependen “de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable” (“Del cuento breve y sus alrededores”).
Y en junio de 1963 aparece “Rayuela”, el uppercut definitivo al establishment literario. El pequeño ladrillo negro de 12 x 18 arrojado irónicamente a la cabeza de los “tortugones amoratados”, los guardianes de la gran literatura. Cortázar había pensado escribir un libro para gente de su edad, de su generación, y para su gran sorpresa el libro encontró a los lectores cómplices entre los jóvenes. Cortázar creyó entonces que fueron los jóvenes los que encontraron algo que los impresionó porque en “’Rayuela’ no hay ninguna lección. A los jóvenes no les gusta que les den lecciones. Los adultos aceptan ciertas lecciones. Los jóvenes no. Los jóvenes encontraban allí sus propias preguntas, sus angustias de todos los días, de adolescentes y de primera juventud, el hecho de que no se sienten cómodos en el mundo en que están viviendo, en el mundo de los padres”.
Para entonces Julio Cortázar había plantado a la literatura la sonora y definitiva “cachetada metafísica”, había conseguido que el humor volviera a entrar por la puerta grande de la historia literaria y a la vez dejaba plasmadas todas sus preguntas existenciales. “Rayuela” resultaba ser un juego regido por un código estricto y restringido que suponía un esfuerzo inicial pero con premio seguro para quienes consiguieran hacer llegar el tejo hasta el final. “Rayuela”, como la vida misma, el símbolo del afuera y el adentro, el lado de allá y el lado de acá, las dos orillas, los puentes, los pasajes, el doble, el otro, los espejos, las ventanas, los umbrales... el pasaje natural de la escritura a la vida, del sueño a la vigilia.
Para Cortázar “Rayuela” fue una novela situada antes de su toma de conciencia política e ideológica, antes de su primer viaje a Cuba. Fue un libro escrito sin ningún plan, a partir de papelitos y libretitas donde había ido anotando cosas durante años, en cafés y épocas diferentes. En 1983, a veinte años de la publicación de “Rayuela”, Cortázar aceptó que aun siendo un libro “que no dice una sola palabra de política, que no se ocupa para nada de la geopolítica, contiene al mismo tiempo una serie de elementos explosivos que hay que considerar como revolucionarios” y que coincidía con un “panorama de inquietud, de cuestionamiento y de rebelión que sentían los jóvenes latinoamericanos”.
En el contexto de la gestación de “Rayuela” están los primeros años de la revolución cubana, la crisis de los misiles, la independencia de Argelia -que conmociona a la sociedad francesa y a sus intelectuales- , la muerte de Juan XXIII, la guerra de Vietnam, el asesinato de John Kennedy, la preparación del escenario del conflicto palestino-israelí, reaparecen los fantasmas del exterminio judío con el juicio a Eichmann... y nacen The Beatles. Por eso es tan contundente la tentativa de cambiar la realidad, desde la realidad, desde el presente. Pero, siempre es el humor, llevado hasta sus últimas consecuencias, lo que redime a los personajes del horror, de la soledad, de la muerte. Lo que nos consuela a sus lectores, tras veinte años de soledad.