(XVII) Alejandra Pizarnik
Hija de inmigrantes judío-ucranianos, la escritora argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972) nació en Buenos Aires. Pasó su infancia condicionada por sus crisis asmáticas y la tartamudez que debilitó su autoestima, en un ámbito familiar que, lejos de Europa, sufría por la persecución y muerte de los parientes víctimas del Holocausto. Al terminar la secundaria se matriculó en Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires, donde especialmente apreció la cátedra de Literatura Moderna que impartía Juan Jacobo Bajarlía (1914-2005). También estudió Periodismo y concurrió al taller del pintor Juan Batlle Planas (1911-1966), mientras leía apasionadamente a escritores existencialistas como Rainer M. Rilke (1875-1926) y James Joyce (1882-1941), y surrealistas como Arthur Rimbaud (1854-1891) y Antonin Artaud (1896-1948). Finalmente abandonó todo estudio formal y se dedicó plenamente a la tarea de escribir guiada por Bajarlía, quien corrigió sus primeros textos poéticos y la contactó con el editor Arturo Cuadrado (1904-1998) para su publicación. Mientras tanto sufría diversas crisis depresivas y problemas de ansiedad, lo que la llevó a desarrollar una adicción por las anfetaminas y los barbitúricos. Las sesiones de terapia psicoanalítica poco contribuyeron a restituir su autoestima, lo que la llevó a multiplicar su producción poética cada vez más adentrada en su nostalgia por la infancia perdida, la atracción por la muerte, un profundo intimismo y un deseo obsesivo de ser reconocida.
En 1960 decidió trasladarse a París. Allí estudió Literatura Francesa e Historia de la Religión en la Universidad La Sorbona, trabajó en la revista “Cuadernos” y encontró un refugio literario y emocional cuando conoció a varios escritores con los que forjó una amistad que duraría toda la vida, entre ellos la española Rosa Chacel (1898-1994), el mexicano Octavio Paz (1914-1998) y el argentino Julio Cortázar. Cuatro años más tarde regresó a Buenos Aires habiendo madurado como poetisa. A finales de los años ‘60 recibió la beca Guggenheim y la beca Fullbright en reconocimiento por la calidad de su obra. Sin embargo, una profunda depresión persistía en su ánimo, lo que la condujo a un primer intento de suicidio en 1970. Cortázar le escribió desde París: “No te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza, y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte”. Tras ese primer intento de suicidio, fue internada en un hospital psiquiátrico de Buenos Aires. Pero ni la ayuda médica, ni las becas, ni las cartas lograron evitar que, en la madrugada del 25 de septiembre de 1972, en el transcurso de un fin de semana de permiso que pasó en su casa, terminara con su vida con una sobredosis de secobarbital.
“El otro cielo” consta de dos partes regidas cada una por epígrafes originarios de “Los cantos de Maldoror”. El contexto del primero alude a la despersonalización, al temor de perder la memoria o la identidad, y al doble. Cortázar transcribe la “terrible acusación” de Lautréamont a la sombra intrusa en su cuarto: “Esos ojos no te pertenecen... ¿de dónde los has tomado?” (Lautréamont destina a la intrusa su violencia inadjetivable. Esto no lo exime de tener que reconocer en ella la más alta perfección en materia de perversidad. Nadie sino la sombra merece el máximo galardón: “la palma del mal”. Lautreéamont manifiesta su deseo ambiguo de besar los pies de la vencedora; más si se prosternara lo rechazaría vapor transparente. Muy pronto comprueba que es el otro (o la sombra) quien es el irónico, y no él. En la busca -verdadera cacería- del cuerpo de sombra, el otro simula colaborar con el poeta para mejor traicionarlo. Apenas éste le exige, mediante una señal, no moverse, la sombra imita el ademán. De ese modo descubre el secreto de la sombra y la consecuente necesidad de romper el espejo de su buhardilla. Concluye que no es la primera vez que “me sucede encontrarme frente al desconocimiento de mi propia imagen”.
Al evocar el Pasaje Güemes de su adolescencia, el narrador presenta una mixtura que alía un interés por los caramelos de menta con amores a precio fijo con diarios que anuncian las ediciones vespertinas con crímenes a toda página. Las correspondencias extremas que incluye en su narración no bastan para volver visibles los prestigios y el poder de hechizo que el tierno paseante atribuía a pasajes y galerías. Pienso, entonces, en virtudes más secretas: galerías y pasajes serían recintos donde encarna lo imposible. Al menos, así se le revelarían al adolescente enamorado de lugares donde sólo y siempre es de noche. Noches artificiosas e ilusorias, pero que ignoran la estupidez del día y del sol ahí afuera. Y puesto que lo imposible es sinónimo de lo vedado, el Pasaje Güemes se manifiesta como el lugar prohibido que se desea y a la vez se teme franquear.
Años después, el misterioso adolescente alienta en el interior de un adulto que ejerce la profesión de Corredor de Bolsa. Intensificada su atracción por galerías y pasajes, elige como espacio predilecto a la Galerie Vivienne, pequeño mundo de hermosura inocente, que se halla en París y en el siglo pasado. Allí conoce a Josiane, una prostituta encantadora. Poco importa cómo realiza la mudanza; lo esencial es que un deseo imposible ha sido elevado a un plano absoluto en el que alguien se conduce con maravillosa soltura. En cuanto a Josiane, la probabilidad de que sea una fantasma emanada de un visionario no impide sentirla más viviente, amable y persuasiva que a Irma la real.
La doble existencia del corredor de bolsa muestra diferencias radicales e insolubles. Su deseo más profundo reclama el allá, en tanto aquí lo sujetan y solicitan su madre y su novia, llamada nada más que Irma. A más de esto, el conflicto se multiplica pues el soñador teme abandonarse indivisiblemente a su íntimo llamamiento. Es verdad que su llamamiento o reclamo incluye meras fantasías, pero en cambio son muy reales la soledad y el sentimiento del exilio de estas criaturas que exigen de lo imaginario aquello mismo que un poeta del lenguaje, esto es: que sea su verdadera patria. Por otro lado, el viaje al puerto de reposo significa padecimientos extremos. Baste mencionar el desdoblamiento de sí o la certidumbre (y el terror) de ser dos, o el miedo de perder la identidad, o el desconsuelo ulterior a la proyección de criaturas psíquicas maravillosas en el mundo real. No obstante, el soñador entra en la noche interna o, lo que es igual, sale de sí mismo, se emancipa del propio personaje, y se pierde en el encuentro.
Hay, en la patria secreta, alguien extraño y ajeno que se destaca por estar presente y ausente al mismo tiempo. Se trata de un asesino a quien llaman Laurent (cuando algo -incluso la nada- tiene un nombre, parece menos hostil), cuya singularidad consiste en convertir “mujeres de la vida” en mujeres de la muerte. Tan cierto es que todo parecía ordenarse en torno al gran terror del barrio que hasta el lenguaje finaliza empobrecido: se dicen frases sueltas que enseguida son Laurent. El lenguaje del terror se propaga al otro extremo de la narración y también los colegas y clientes del corredor de bolsa no hablan sino Laurent. Esta fugaz o intempestiva traición al principio de la simetría (el aquí y el allá perfectamente divididos) atestiguan un sentido del tiempo y del espacio bastante temible por lo relativo. La patria secreta consiste en su partición en maravillosa (tiempo sin horas, tiempo con Josiane, ángeles de la pequeña galería...) y en siniestra (las nevadas y el frío parecen solidarizarse con el matador y el afuera se torna una alegoría de lo amenazante). El corredor de bolsa no puede no sentir gratitud por lo siniestro, puesto que para él significa complacerse sin límite de tiempo con la compañía de Josiane.
Un tema literario tan antiguo como fascinante vincula el teatro con la vida. “La comedia humana” o “El gran teatro del mundo” son títulos que confirman que “la vida es la farsa que todos debemos representar”. Parejamente, un vetusto y hermoso argumento reitera que nadie puede escoger el papel que tendrá que interpretar. Así, el papel de la muerte le habría sido asignado a Laurent. No es una casualidad si Cortázar le atribuye el don del ocultamiento. Desde tiempos remotos la muerte es experimentada como la oculta que oculta. En cuanto al acto de matar, incluye fusión con la muerte, y esto, a su vez, implica identificación con la ignorada asesina que siempre se esconde. Como ella, Laurent actúa desde lo oculto, y nadie sabe ni comprende por qué ni cómo ni para qué irrumpe, actúa inexplicablemente, y desaparece. Como los muertos acerca de la muerte, únicamente las víctimas de Laurent sabrían de su presencia total.
¿Cómo llegó Laurent al otro cielo? Conviene acordarse de unos viejos rumores que disonaban en el Pasaje Güemes: se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página. Así, una suerte de materia binaria compuesta por Eros y la muerte informa el barro primero con que moldearon a Laurent. Este golem jamás visto posee un rasgo exclusivo e invariable: ultimar prostitutas, rasgo que se halla en conexión cordial con el epígrafe de Lautréamont y, sobre todo, con su contexto. De donde se deduce que Laurent es el dueño de sus ojos azules por haberlos sustraído de alguna asesinada por sus manos de sombra sombría. Pero acá se recuerda que Lautréamont querellaba con una sombra que resulta ser su sombra, de modo que Laurent es él, Lautréamont. Luego una coincidencia: la primera sílaba del nombre inventado Laurent es la misma que la primera silaba del pseudónimo Lautréamont. Y a propósito: la figura central del barrio de las galerías es un adolescente sudamericano fácilmente identificable como Isidore Ducasse, conde de Lautréamont.
Lautréamont frecuenta el café predilecto de los amantes felices del cuento. En ese recinto se produce la escena más tensa e intensa, aunque tan simple que resulta extraño tener que destinarle términos estremecidos y solemnes. Se trata de la situación siguiente: una noche, el narrador concurre al café predilecto. Poco después aparece el sudamericano. “Yo” resuelve acercársele y hablar con él. Algo se opone, sin embargo, e interviene en la brevísima duración correspondiente al tránsito del deseo a su realización, y ahora no soy más que uno de los muchos que se preguntan por qué en algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. Declara haberse olvidado “lo que sentí al renunciar a mi impulso”, si bien recuerda que su olvidado sentimiento se parecía a la transgresión y al ingreso en un territorio inseguro.
Por cierto que tamaño terror frente al emisario o depositario de lo vedado se revela luminoso y compartible. Pero tal vez convenga replantear el conflicto nunca resuelto: el corredor de bolsa logra eximirse de las más temibles confrontaciones con la locura y con la muerte; sin embargo, entiende que con ello dejó la ocasión de salvarse de no sabe qué cosa: “y sin embargo creo que hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme”. Creo que en los bajos fondos de su espíritu comprende que su encuentro con el otro lo hubiera libertado. Entre otras cosas, hubiese logrado sobrepasar esa suerte de curso de introducción a la poesía que vendría a ser su escena giratoria que, si lo traslada al otro cielo, también lo vuelve a Buenos Aires, y esto significa perdurar indefinidamente en la ambigüedad.
El protagonista afirma que no se atrevió a dar el paso definitivo. A lo cual agrego una conjetura propia: no importa si no se animó a dar el paso definitivo porque alguien lo ha dado en su lugar. Ese alguien es su doble: un poeta que se extravió en la busca de cosas que nos conciernen fundamentalmente. De esta suerte, el montevideano suscita un “doppelgänger”, muchos años después de su muerte, aunque muy cerca de su país natal. Queda Laurent y sus aventuras de doble a la segunda potencia, suerte de “tercero” emanado de dos personajes que son uno.
En la segunda parte del relato, la patria secreta se halla privada de su antiguo poder de encantar y proteger. Convertida en tierra de elección del crimen y de la guerra (“pseudónimos de la realidad”), “yo” intenta hacerse cargo de tamaña pérdida. No tener más un lugar de reposo, siquiera ilusorio. Exilio en estado de pureza intolerable. Es posible morir de cosas así: “morimos a menos que”. No lejos del segundo epígrafe, el conde de Lautréamont formula una pregunta muy adecuada para nuestro desolado viajero: ¿Por qué no considera mejor como un hecho anormal la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse exento de inquietud, y, por así decir, feliz? En su último viaje al otro cielo le informan que Laurent fue apresado; también le hacen saber la muerte del sudamericano. La doble nueva la inspira este paralelismo: “las dos muertes se me antojaban simétricas, la del sudamericano y la de Laurent”. Se trata de un simétrico y definitivo atentado a su felicidad. Para corroborarlo, se casa con su novia.
El marido de Irma refuta la sola idea de no volver más allá, pero su firme rechazo de esta probabilidad solamente la confirma. Más rica en significaciones se muestra su convicción de haber sufrido “la más irremediable pérdida por culpa del sudamericano, como si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte”. El final de esta frase me recuerda un detalle de “Nadja”: André Bretón alude a la muerte del genial montevideano eludiendo el verbo morir, tan fácil, tan intransitivo. En cambio, hace referencia a su desaparición total. Y más aún: “para mí queda algo sobrenatural en las circunstancias de una eliminación humana tan completa”.
Muerto Lautréamont, el corredor de bolsa no vuelve (nunca volverá) al otro cielo, de acuerdo con este adagio: “murió el hombre, murió su sombra”. En “El otro cielo”, Julio Cortázar ha configurado, deliberada y fatalmente, una querella simétrica a la que sostiene Maldoror con su propia sombra. Pero “El otro cielo” es, antes que nada, un lugar de encuentro con la “belleza convulsiva” y con una perfección no poco terrible. Resulta alentador saber que nunca descubriremos quien es el otro que acosa al pronombre personal y secreto que cuenta un cuento donde lo más real es el drama filosófico.