(X) Nicolás Cócaro
El licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires Nicolás Cócaro (1926-1994) nació en Mercedes, provincia de Buenos Aires, una localidad cercana a Chivilcoy en donde pasó su infancia, su adolescencia y su juventud. Allí conoció a Cortázar, quien por entonces era profesor de Literatura en la Escuela Normal. Con él y con Domingo Zerpa (1909-1999), poeta y también docente en la Escuela Normal y en el Colegio Nacional, fundó en julio de 1944 la revista “Oeste”, en cuyas páginas aparecieron trabajos literarios de los principales narradores y poetas argentinos, americanos y europeos. También en esa ciudad, gracias a sus inquietudes culturales y las lecturas de variadas expresiones creativas halladas en sus lecturas, se inició en el campo de las letras.
Luego, radicado en Buenos Aires, cursó los estudios universitarios y trabajó como columnista en el diario porteño “La Nación” -en el que llegaría a ser Secretario de Redacción-, a la vez que publicaba sus escritos en diferentes diarios y revistas de la época. Más adelante, ya convertido en un prestigioso poeta, narrador, ensayista, crítico y periodista, colaboró en numerosas publicaciones, entre ellas “Nueva Estafeta Literaria” de España, “Die Welt” de Alemania, “Humboldt” de Suiza y “Air France Magazine” de Francia. A lo largo de su vida ofreció múltiples disertaciones en distintos países tanto americanos y europeos como africanos y asiáticos, y publicó un significativo número de obras.
“Escribir no fue jamás para Rimbaud otra cosa que un medio; el medio de desembarazarse de su alma, de proyectar fuera de si el mal maravilloso que lo aquejaba”, se lee en el libro “Rimbaud” de Jacques Riviére. El ensayo “Rimbaud”, de la época adánica de Julio Cortázar, quedó dormido, iluminando el primer número de la revista “Huella”, que en 1941 dirigía José María Castiñeira de Dios y lo acompañaban Basilio Uribe y Adolfo Pérez Zelaschi. La historia de “Huella” es sencilla. En la revista -aparecieron dos números- colaboraron Macedonio Fernández, Juan Rodolfo Wilcock, Enrique Molina, B. Fernández Moreno, Roberto Paine, Ignacio Anzoátegui, Ricardo Molinari, Eduardo Calamaro y, entre otros, un tal Julio Denis.
¿Quién era Julio Denis? Su verdadero nombre, un desconocido entonces, era Julio Florencio Cortázar, nacido en Bruselas en 1914, después, en la literatura internacional, Julio Cortázar. El Cortázar más profundo está presente con sangre y vida en el ensayo “Rimbaud”. Creo que éste es el último de los trabajos desconocidos de Cortázar. Tal vez. “La aventura de Rimbaud es un punto de partida para la desgarrada poesía de nuestro tiempo”. Así lo sintió el autor de “Todos los fuegos el fuego”. Y así es.
En 1944, en el primer número de “Oeste”, que entonces aparecía en Chivilcoy, Cortázar colaboró con su poema “Distraída”. Cuatro tercetos y un verso también endecasílabo de cierre, trece versos tensos, líricos conforman la hondura, apenas vislumbrada entonces por Domingo Zerpa y por mí. La musicalidad del poema -toda la poesía de Cortázar contiene o fluye de ella un ritmo nuevo, que a veces desconcierta al lector acostumbrado al poema monocorde- es definitoria. Así también las metáforas. Quizá podíamos objetarle -para nuestro gusto actual- su remanido y españolizante “ría”; pero Cortázar, en un plano presente e internacional, suele utilizar para su creación aquello que le atrae en el idioma español, sin reparar en filiaciones autóctonas o geográficas, sino en la necesidad estética.
Este poema, musical, persistente en la idea de la soledad, en el retornar a la enumeración, fue firmado por Julio Denis. A ese mismo seudónimo, en 1938, confió la paternidad de “Presencia”, su único libro de poesía. Para ese entonces, Cortázar fue designado profesor de literatura en la Universidad de Cuyo.
En octubre de 1944, mientras nuestra poesía argentina se nutría con los nombres esenciales de la lírica hispánica o americana (Whitman, Poe, Vallejo, Neruda, Lorca, Alberti, Cernuda, Guillen, Salinas, M. Hernández), o en su línea tradicional (Góngora, Quevedo, Juan Ramón Jiménez), mientras grupos más cultos -entre ellos Cortázar, Devoto, Wilcock, Galtier, Jonquiéres o Molinari- defendían la obra de Shelley, Keats, Mallarmé, Valéry, Eliot, Pound, Rilke, Stefan George y otros, acaso de segunda mano, basándose en traducciones que traicionaban casi siempre lo más esencial del autor, citaban a Hölderlin, Rilke o Milosz que “Oeste” da a conocer su segundo número. Trae también una colaboración de Cortázar, enviada desde Mendoza.
Su tercera colaboración, “Estatua”, dada a conocer en 1949, también en “Oeste”, señala, con variaciones del tema, un mayor acercamiento a la realidad. Cortázar para entonces estaba abandonando seguramente la poesía como vocación, como ejercicio, pues sus cuentos, que nosotros leíamos desde 1944, pasaban a ser el motivo fundamental de su quehacer. Da por aparecido en esos días “Los reyes”, y anuncia “Bestiario”, tomo de cuentos. “Estatua” tiene de nuevo ese extraño ritmo, esa atracción armónica que pone en movimiento la luz en torno de la escultura.
Cuando en marzo de 1955 apareció el último número de “Oeste”, Cortázar está presente con su pequeño y definido poema “Semilla”. ¿Por qué esa entrañable constancia y adhesión del autor de “Todos los fuegos el fuego” hacia “Oeste”? ¿Acaso encontró en las páginas de nuestro volante literario, que él también había mantenido alguna vez con parte de su escaso sueldo, aquello que no le dio la cultura ni la vida, por lo menos en ese entonces; es decir, una invariable amistad, un admirado silencio que definía esa amistad y un reconocimiento a su saber que brotaba hondo, como esta semilla de su poema, cayendo en la grisura chata del pueblo que nos albergaba? Entonces, en largas y agónicas caminatas, bajo el cielo abierto de la pampa, supimos que la cultura es aquello que nace cuando todo lo aprendido se ha olvidado.
También, en un terreno anecdótico, supimos
de sus sugestiones (por ejemplo, la atracción que ejercía “El loco del color
verde” en su imaginación), o de sus simpatías -no podemos hablar de amores-
ligadas a la vida juvenil en aquella ciudad de provincia. “Semilla”
cierra el círculo mágico de su colaboración en “Oeste”. Después, poco y nada,
más allá de una constante admiración, que nunca excluyó la crítica, solamente
nos acercó a él. Nos cupo el honor de definir el premio Kennedy -Roberto F.
Giusti dio su voto al libro de Mujica Lainez- para que fuera compartido
salomónicamente por “Bomarzo” y “Rayuela”, en nuestra calidad de jurado de la
Subsecretaría de Cultura de la Nación. Fue el único reconocimiento argentino,
que sepamos, a su obra de importancia internacional. Cortázar merecía mucho más
que el premio Kennedy.
Hace
muchos años, en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, un grupo de escritores
aprendió la lección nueva, que vertió un joven alto, solitario, de cara pecosa,
llamado Julio Cortázar. Entonces, Ernesto D. Marrone, por ejemplo, militaba en
el Partido Conservador; Pedro Pamzardi, José Speranza, Domingo Zerpa y otros
frecuentábamos líricamente el socialismo, que dirigía en aquel pueblo el
inolvidable luchador por la libertad de prensa que se llamó Carlos Santilli. No es
casual entonces que diéramos nuestros primeros pasos periodísticos y literarios
en “El Despertar”, hoja combativa en la que se le enseñó a muchos escritores a
manejar el componedor, a dominar la ubicación de las letras en la caja de tipos
movibles y a imprimir, en horas de la madrugada, en la primitiva plana. Aquel
profesor, aquel erudito, de largo sobretodo y bufanda, Julio Cortázar, llevaba
hasta la ciudad del oeste el aire renovador de la literatura de los años ‘40,
sin que pusiera énfasis en el tono revolucionario. Este nacía espontáneamente.
Se hablaba de Lorca, Alberti, Salinas Guillen, Cernuda y se citaba a
Baudelaire, Rilke, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y Valéry, gracias a sus
enseñanzas.
Durante muchas tardes y algunas noches, porque Cortázar casi siempre regresaba a Buenos Aires, solíamos reunirnos en la casa de José María Gallo Mendoza, un colega de la Escuela Normal y del Colegio Nacional, cuyo único tema era “Sherezada” y “Las mil y una noches”, o lo hacíamos en la pequeña y acogedora pensión en la que vivía el jujeño Domingo Zerpa. Los más jóvenes seguían interesados en el diálogo de Cortázar y Zerpa. El poeta de “Puya-Puyas” comentaba las tropelías que se cometieron en América con el aborigen, recurriendo a uno de sus defensores, el dominicano Pedro Henriquez Ureña. Su biblioteca se especializaba en temas latinoamericanos. Cortázar, entonces -sentado, una larga pierna sobre la otra larga pierna, la mano persuasiva sobre su otra mano pálida-, citaba al padre Las Casas, hacía observaciones profundas y certeras. Y Zerpa -coya de pómulos abultados- relataba las rebeldías, hablaba de los arriendos que no podían pagar los aborígenes en el siglo pasado y también del éxodo jujeño.
Cortázar -el escritor Cortázar- tenía una voz levantada, segura, cristalina. Parecía mirarnos, con ojos penetrantes, inteligentes, desde su cultura de hombre ensimismado, es decir, desde la otra ladera intelectual. Nada escapaba a su mirada perspicaz. Podía referirse a un libro de Amado Alonso sobre Neruda, con aquella anécdota que, ya no recordamos si era de Zerpa o de Cortázar: Alonso persiguiendo cortésmente a Neruda para que le aclarara la metáfora tal o cual, y Neruda diciendo lo primero que le venía a la mente para evadirse. Tal vez, aleccionaba sobre el lirismo de los cantos de “Residencia en la tierra”, exaltando al poeta chileno con equilibrada soltura, sin caer, políticamente, en lo tendencioso. O se refería a “El barco ebrio” o al soneto “Vocales” de Rimbaud.
Cuánto aprendimos entonces oyéndolo referirse a la obra de Rilke, a “Las elegías de Duino” o a “Cartas a un joven poeta”. Aquel nombre, el del poeta austríaco Kappus, todavía vibra en nuestros oídos con el timbre de voz de Cortázar, esa manera tan suya de pronunciar “Kappus” con la celta y después alemana “u” que los latinoamericanos jamás podremos pronunciar, y también Hölderlin, con una “ö” rítmica, endiablada. Solíamos ir hasta alguna quinta. Hablábamos de incorporar lo mejor de la joven poesía de América a las páginas de nuestro volante literario “Oeste”, que editábamos con su ayuda. Cortázar sonreía. Recomendaba estudio y persuasión: “La realidad y el deseo” de Cernuda, “Poesía” de Alberti, y “Canto” de la uruguaya Sara de Ibáñez.
Caminábamos con Cortázar algún sábado, al atardecer, hasta la casa del hombre que vestía siempre de verde, cuando la pampa cae prisionera del silencio y entonces se piensa en el cosmos o en la nada. Para nosotros era decisiva su versación literaria en literaturas sajonas -Keats, Joyce-, o alemana -Hölderlin, Stefan George, Rilke, o francesa- Mallarmé, Proust, Claudel, Rimbaud-, pero, de manera notable, encontró el tono de la literatura americana y acaso el deslumbramiento político, que se acentuó en él más tarde, con la lectura de “El mundo es ancho y ajeno” del aprista peruano Ciro Alegría, o con “Huasipungo” de Jorge Icaza, o con “El señor presidente” de Miguel Ángel Asturias.
Entonces no existían literariamente Fuentes, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Octavio Paz, Cardenal y Guimaraes Rosa. Sí, en verdad, se hablaba con tono moderado, admirativo de Mallea, de “Las dos Argentinas” y de “Radiografía de la Pampa” de Ezequiel Martínez Estrada, de Sábato, Bernárdez, Bioy Casares, Marechal y Molinari. A través de su conversación, entramos en la literatura y en la filosofía, pero más en la literatura americana, por la bíblica “puerta estrecha” a la que solía referirse André Gide. Más tarde, Cortázar nos enviaría “Presencia”, poemas con el pseudónimo de Julio Denis, o publicaría en el suplemento literario de “La Nación” el cuento “Ómnibus”.
Un día, Santilli y nosotros, y no recordamos si también participaba el escritor David Almirón -más tarde un cabal amigo de Cortázar en la Cámara Argentina del Libro-, le pedimos un cuento. No tardó en hacernos conocer, con reticente y avara disconformidad, “Llama el teléfono, Delia”. Y con esa apertura penetramos en la técnica mágica y fantástica de sus relatos. ¿Era su primer cuento que se publicaba? Borges ha hablado de otro, pero por la fecha parecería que sí. El cuento, por su descuido, salió plagado de errores, y Julio Cortázar volvió a darnos una nueva lección. Solía repetirnos en sus cartas que la errata no mejora el texto del cuento o poema, según una afirmación de Reyes. La lección fue ésa. Hay que hacer las cosas con rigor, hasta cuando se corrigen pruebas de imprenta, dándole al texto, con certeza, una última y necesaria soba.
¿Tenía enemigos y admiradores ocultos? Sí. Acaso sí, porque Cortázar era, para aquel lugar de provincia, culto, sin duda, el símbolo del erudito e intelectual que pone al tradicionalista y no a la tradición, patas para arriba. Era el escritor que no quería volver al pasado, sino que daba una nueva vuelta de tuerca para actualizar a los que se quedaron mirando hacia atrás. Tal vez, fueron sencillos contrincantes que no alcanzaban a definirse, como lo hacía el autor de “Los reyes” y lo hostigaban con comentarios, sabedores de la importancia del escritor. Pero, también, tenía admiradores, y muchos, hombres y mujeres.
Cuando Cortázar, combatiente contra las dictaduras, como se lo ha calificado, circuló por los avatares políticos de América -entre denuestos y palabras admirativas- (Cuba, el “Che” Guevara, el tiempo chileno de Allende, Nicaragua) y escribió los cuentos perdurables y ejemplares, y novelas y poemas, evocamos aquellos días y también la imagen del joven y resistido maestro. Estuvo en Buenos Aires, pocos meses antes de su muerte. Acaso, significó para los que no lo conocieron entonces, un joven terrible, capaz de hacer explosión cósmica con sus ideas. Para muchos, “allá lejos y hace mucho tiempo”, aquel escritor admirado y desconocido, que hablaba de “hot jazz”, escondía debajo de su erudición su sentido de la amistad criolla, bondadosa, y escribía cartas orientadoras, sin considerarse maestro aleccionador.
Muchas veces nos preguntamos al volver sobre el tema de América, ¿Cortázar influyó sobre Zerpa, que es lo más probable, o el coya influyó sobre Cortázar con sus ideas americanistas? No podremos afirmar ni lo uno ni lo otro. Enseñó, además a un grupo de jóvenes a escribir, a leer -desde Neruda y Eliot hasta Ezra Pound-, y a defender con esfuerzo, esa palabra despreciada que se llama cultura, sin poner énfasis en la política contra la literatura, sin atropellar la literatura con la política. Persistió, lo hemos leído, con su ideal de la democracia de América. Destruyó algunas novelas. No sabemos si también lo hizo con la narración “El arquero y las nubes”, que cita en sus cartas.
Y eso, a nuestro juicio, es más duradero que las etiquetas políticas, cuando las ideas deben vivir como un torrente, y deben actuar hasta encontrar el equilibrio que fusione tradición y renovación. Entonces, se impone el escritor -Sarmiento, Mitre, Hostos, Martí, Mariátegui, Borges, Henríquez Ureña- que construye un universo libre con sus sueños creadores. De ahí, la vigencia cultural de América. De ahí Cortázar.
Durante muchas tardes y algunas noches, porque Cortázar casi siempre regresaba a Buenos Aires, solíamos reunirnos en la casa de José María Gallo Mendoza, un colega de la Escuela Normal y del Colegio Nacional, cuyo único tema era “Sherezada” y “Las mil y una noches”, o lo hacíamos en la pequeña y acogedora pensión en la que vivía el jujeño Domingo Zerpa. Los más jóvenes seguían interesados en el diálogo de Cortázar y Zerpa. El poeta de “Puya-Puyas” comentaba las tropelías que se cometieron en América con el aborigen, recurriendo a uno de sus defensores, el dominicano Pedro Henriquez Ureña. Su biblioteca se especializaba en temas latinoamericanos. Cortázar, entonces -sentado, una larga pierna sobre la otra larga pierna, la mano persuasiva sobre su otra mano pálida-, citaba al padre Las Casas, hacía observaciones profundas y certeras. Y Zerpa -coya de pómulos abultados- relataba las rebeldías, hablaba de los arriendos que no podían pagar los aborígenes en el siglo pasado y también del éxodo jujeño.
Cortázar -el escritor Cortázar- tenía una voz levantada, segura, cristalina. Parecía mirarnos, con ojos penetrantes, inteligentes, desde su cultura de hombre ensimismado, es decir, desde la otra ladera intelectual. Nada escapaba a su mirada perspicaz. Podía referirse a un libro de Amado Alonso sobre Neruda, con aquella anécdota que, ya no recordamos si era de Zerpa o de Cortázar: Alonso persiguiendo cortésmente a Neruda para que le aclarara la metáfora tal o cual, y Neruda diciendo lo primero que le venía a la mente para evadirse. Tal vez, aleccionaba sobre el lirismo de los cantos de “Residencia en la tierra”, exaltando al poeta chileno con equilibrada soltura, sin caer, políticamente, en lo tendencioso. O se refería a “El barco ebrio” o al soneto “Vocales” de Rimbaud.
Cuánto aprendimos entonces oyéndolo referirse a la obra de Rilke, a “Las elegías de Duino” o a “Cartas a un joven poeta”. Aquel nombre, el del poeta austríaco Kappus, todavía vibra en nuestros oídos con el timbre de voz de Cortázar, esa manera tan suya de pronunciar “Kappus” con la celta y después alemana “u” que los latinoamericanos jamás podremos pronunciar, y también Hölderlin, con una “ö” rítmica, endiablada. Solíamos ir hasta alguna quinta. Hablábamos de incorporar lo mejor de la joven poesía de América a las páginas de nuestro volante literario “Oeste”, que editábamos con su ayuda. Cortázar sonreía. Recomendaba estudio y persuasión: “La realidad y el deseo” de Cernuda, “Poesía” de Alberti, y “Canto” de la uruguaya Sara de Ibáñez.
Caminábamos con Cortázar algún sábado, al atardecer, hasta la casa del hombre que vestía siempre de verde, cuando la pampa cae prisionera del silencio y entonces se piensa en el cosmos o en la nada. Para nosotros era decisiva su versación literaria en literaturas sajonas -Keats, Joyce-, o alemana -Hölderlin, Stefan George, Rilke, o francesa- Mallarmé, Proust, Claudel, Rimbaud-, pero, de manera notable, encontró el tono de la literatura americana y acaso el deslumbramiento político, que se acentuó en él más tarde, con la lectura de “El mundo es ancho y ajeno” del aprista peruano Ciro Alegría, o con “Huasipungo” de Jorge Icaza, o con “El señor presidente” de Miguel Ángel Asturias.
Entonces no existían literariamente Fuentes, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Octavio Paz, Cardenal y Guimaraes Rosa. Sí, en verdad, se hablaba con tono moderado, admirativo de Mallea, de “Las dos Argentinas” y de “Radiografía de la Pampa” de Ezequiel Martínez Estrada, de Sábato, Bernárdez, Bioy Casares, Marechal y Molinari. A través de su conversación, entramos en la literatura y en la filosofía, pero más en la literatura americana, por la bíblica “puerta estrecha” a la que solía referirse André Gide. Más tarde, Cortázar nos enviaría “Presencia”, poemas con el pseudónimo de Julio Denis, o publicaría en el suplemento literario de “La Nación” el cuento “Ómnibus”.
Un día, Santilli y nosotros, y no recordamos si también participaba el escritor David Almirón -más tarde un cabal amigo de Cortázar en la Cámara Argentina del Libro-, le pedimos un cuento. No tardó en hacernos conocer, con reticente y avara disconformidad, “Llama el teléfono, Delia”. Y con esa apertura penetramos en la técnica mágica y fantástica de sus relatos. ¿Era su primer cuento que se publicaba? Borges ha hablado de otro, pero por la fecha parecería que sí. El cuento, por su descuido, salió plagado de errores, y Julio Cortázar volvió a darnos una nueva lección. Solía repetirnos en sus cartas que la errata no mejora el texto del cuento o poema, según una afirmación de Reyes. La lección fue ésa. Hay que hacer las cosas con rigor, hasta cuando se corrigen pruebas de imprenta, dándole al texto, con certeza, una última y necesaria soba.
¿Tenía enemigos y admiradores ocultos? Sí. Acaso sí, porque Cortázar era, para aquel lugar de provincia, culto, sin duda, el símbolo del erudito e intelectual que pone al tradicionalista y no a la tradición, patas para arriba. Era el escritor que no quería volver al pasado, sino que daba una nueva vuelta de tuerca para actualizar a los que se quedaron mirando hacia atrás. Tal vez, fueron sencillos contrincantes que no alcanzaban a definirse, como lo hacía el autor de “Los reyes” y lo hostigaban con comentarios, sabedores de la importancia del escritor. Pero, también, tenía admiradores, y muchos, hombres y mujeres.
Cuando Cortázar, combatiente contra las dictaduras, como se lo ha calificado, circuló por los avatares políticos de América -entre denuestos y palabras admirativas- (Cuba, el “Che” Guevara, el tiempo chileno de Allende, Nicaragua) y escribió los cuentos perdurables y ejemplares, y novelas y poemas, evocamos aquellos días y también la imagen del joven y resistido maestro. Estuvo en Buenos Aires, pocos meses antes de su muerte. Acaso, significó para los que no lo conocieron entonces, un joven terrible, capaz de hacer explosión cósmica con sus ideas. Para muchos, “allá lejos y hace mucho tiempo”, aquel escritor admirado y desconocido, que hablaba de “hot jazz”, escondía debajo de su erudición su sentido de la amistad criolla, bondadosa, y escribía cartas orientadoras, sin considerarse maestro aleccionador.
Muchas veces nos preguntamos al volver sobre el tema de América, ¿Cortázar influyó sobre Zerpa, que es lo más probable, o el coya influyó sobre Cortázar con sus ideas americanistas? No podremos afirmar ni lo uno ni lo otro. Enseñó, además a un grupo de jóvenes a escribir, a leer -desde Neruda y Eliot hasta Ezra Pound-, y a defender con esfuerzo, esa palabra despreciada que se llama cultura, sin poner énfasis en la política contra la literatura, sin atropellar la literatura con la política. Persistió, lo hemos leído, con su ideal de la democracia de América. Destruyó algunas novelas. No sabemos si también lo hizo con la narración “El arquero y las nubes”, que cita en sus cartas.
Y eso, a nuestro juicio, es más duradero que las etiquetas políticas, cuando las ideas deben vivir como un torrente, y deben actuar hasta encontrar el equilibrio que fusione tradición y renovación. Entonces, se impone el escritor -Sarmiento, Mitre, Hostos, Martí, Mariátegui, Borges, Henríquez Ureña- que construye un universo libre con sus sueños creadores. De ahí, la vigencia cultural de América. De ahí Cortázar.