11 de noviembre de 2008

Eduardo Galeano: "Fue peor el exilio de los que se quedaron adentro"

El uruguayo Eduardo Galeano (1940), fue jefe de redacción del semanario "Marcha" y director del diario "Epoca" en Montevideo, y en Buenos Aires fundó y dirigió la revista "Crisis". Debido a las sucesivas dictaduras que asolaron el Río de la Plata, vivió exiliado en Argentina y en España. A principios de 1985, regresó a su país. Es autor de medio centenar de libros, traducidos a más de veinte lenguas y de una profusa obra periodística. Sus obras más conocidas son "Las venas abiertas de América Latina", "La canción de nosotros", "Días y noches de amor y de guerra", "Memoria del fuego", "El libro de los abrazos", "Las palabras andantes", "El fútbol a sol y sombra" y "Espejos. Una historia casi universal". Ha sido galardonado dos veces con el Premio Casa de las Américas (en 1975 y 1978), y con el American Book Award (en 1989). El periodista argentino Pepe Eliaschev (1945) lo entrevistó en su programa radial "Esto que pasa", y un fragmento de esa charla fue reproducida en el nº 259 del 1 de enero de 1997 de la revista "La Maga".



Buenos Aires no es una ciudad ajena para vos.

¡No!

No vamos a caer en el lugar común de que "para un montevideano Buenos Aires es la segunda ciudad", pero por ahí anda.

Yo estoy muy vinculado con esta ciudad. Además, viví aquí. En esta ciudad yo anduve muy entreverado en muchas cosas, lindas, feas, odios, amores, caídas, tropezones, levantares, resurrecciones. De todo me pasó por aquí y, sobre todo, una revista que se llamó "Crisis", que vivió durante cuarenta números y que -creo- dejó una linda huella en la vida de este país.

Yo debo de tener siete u ocho números de aquella época pero, ¿conocés a alguien que tenga la colección completa de "Crisis"?

Sí, andan algunas colecciones por ahí. A pesar de que mucha gente tuvo que desprenderse de la revista en aquellos años de tanta mugre y miedo, donde todos estaban obligados a callar o a mentir.

O a irse...

O a irse, sí. Muchas veces me pregunto -yo, que me fui- si no fue todavía más duro el exilio de adentro. Y me parece que eso, visto desde afuera, se perdía de vista. Como que había una tendencia nuestra -la de los exiliados, en general- a creer que el drama era aquél: irse sin poder volver. Yo me había ido del Uruguay y después de la Argentina, pero creo que fue peor el exilio de los que se quedaron adentro.

Estas son historias que quienes tenemos alrededor de cincuenta años contamos y seguimos contando y son de una enorme actualidad. ¿Pasará lo mismo en Montevideo, con los chicos uruguayos? ¿De qué modo se ha garantizado que la correa de transmisión del testimonio exista? Cuando a un chico de veinte o veintiún años, en Montevideo o en Buenos Aires, se le habla de cosas como exilio, persecución, dictadura, derechos humanos, está pensando en una guerra de fines de siglo y no en lo que pasó hace apenas una década.

Siempre depende de cómo se cuenten las cosas. Con el pasado reciente o con el pasado remoto, depende de que uno sea capaz de hablar del pasado y convertirlo en presente cuando lo menciona. Lo que hace que una cosa que ocurrió vuelva a ocurrir cuando uno la cuenta, si está de veras bien contada. Ahora, si el pasado se cuenta aburridamente y en ese tono retórico de proclama heroica -que amenudo se utiliza, no sé si para evocar o para traicionar la historia- entonces, es otro cantar. Yo creo que los chicos hacen muy bien en aburrirse y que tienen todo el derecho de sentir que es un opio esa letanía. Depende del modo como se cuenten las cosas.

Aquello que hoy llaman algunos el "setentismo", tomado como un momento más o menos generacional, ¿estuvo plagado de una visión apocalíptica de las cosas? En algunos textos tuyos recordás el "patria o muerte " o el "a morir o a vencer", como una manera particularmente tétrica o finalista de concebir la vida y rescatás otras formas mucho más vitales.

Pero eso no viene de los '70. Viene de toda la historia. No sé si latinoamericana o ibérica pero, seguramente, rioplatense. No sólo el Río de la Plata ha tenido una tradición truculenta y un cierto escondido amor a la muerte también, que se refleja en todas las consignas: patria, independencia. Cuando uno agarra un billete uruguayo dice "Independencia o muerte", como si a uno le dieran a elegir. Entonces, uno elige patria, independencia. No elige morirse. A nadie le gusta ni un poquito. Me gustan más otras consignas. Por ejemplo, ésta del partido de Lula en Brasil, que es una ejemplar manera de llamar a la gente a integrarse en un movimiento de cambio: "Sin miedo de ser feliz". Eso me gusta mucho más que las otras.

Quizás, hace quince años, aquella consigna hubiera sido interpretada como una desviación pequeñoburguesa o como una tontería del género. ¿Hubo mucha tontería? "Las venas abiertas de América Latina" sale en 1971 y forma parte de una visión del mundo que en tu caso, ¿se ha modificado? ¿O lo central de "Las venas..." sigue siendo núcleo de tu pensamiento de hoy?

No, yo cambié mucho, naturalmente. Cambio todos los días y ésa es la prueba de que estoy vivo. Si no, desconfiaría de mí. Sería como invitarme a mi propio entierro. Sería aburridísimo que uno pudiera decir que sigue siendo el mismo que era y, además, una triste confesión de fracaso. Yo cambio todos los días. No soy la misma persona que escribió "Las venas..." y, también lo digo, no estoy arrepentido de haber escrito ni una sola línea de ese libro. Lo que escribí entonces lo suscribo ahora, sólo que ahora lo diría de otro modo. Incluso, después escribí "Memorias del fuego", que es una trilogía que intentó ampliar el campo abierto por "Las venas..." en extensión y en profundidad. Ir más lejos y más hondo en la misma dirección.

Más lejos y más hondo... ¿Tenés la sensación de que nos toca vivir una época desesperanzada?

Probablemente ésta es una época de mucha desesperanza. Es posible. Veo que hay mucha por ahí. Son ciclos, modas. La vida de cada persona, la vida de los pueblos, los andares del mundo no te invitan demasiado a ser optimista. Pero yo creo que no hay que confundir la realidad con un destino: la realidad es un desafío que nos invita a cambiar y a cambiarla.

No confundir la realidad con un destino, ¿sería no pensar que en cada pequeño acontecimiento de la vida cotidiana tiene que haber un sentido?
No. No confundir la realidad con el destino significa no confundir el tiempo presente con la eternidad. No creer que lo que es, es. Porque siempre fue y, por lo tanto, siempre será. Esa concepción fatalista de que "el mundo fue y será una porquería".

¿Se llega a esa noción de la eternidad solamente desde una perspectiva religiosa o puede uno llegar a la noción de eternidad, percibirla, tocarla con las manos, sin que esto implique una religiosidad determinada?

Yo te digo que desconfío mucho de las ideas de eternidad o destino, porque en general están muy teñidas de resignación. Es como que yo no me llevo muy bien con esas cosas. Tanto que lo bueno que tiene este momento de vivir en el mundo es la posibilidad de nacer de nuevo cada día y de cambiar cada día. Yo no creo que la historia se repita ni creo que estemos condenados a esa especie de calesita. Creo que es perfectamente posible cambiar las cosas y que las cosas, además, merecen ser cambiadas. Que el mundo no quiso ser lo que es, antes de que el mundo fuera ésto. Creo que tuvo la intención de ser una casa de todos. Ahora está siendo un campo de concentración para la mayoría de la gente. Merece mejor destino este planeta.

Cuando hablabas de lo mentiroso que es afirmar sobre una historia cíclica, me quedé pensando en los chicos. ¿Pensás que cuando tenías veinticinco años en Montevideo eras más o menos feliz que quienes hoy tienen veinticinco años y viven en tu ciudad, tu barrio? ¿Nosotros fuimos más o menos felices que ellos?

Bueno, el concepto de la felicidad es relativo.

¿Eramos más libres?

Desconfiaría bastante del que dice que es un hombre feliz. Bastante bobo, burro, ciego, sordo tendría que ser para no enterarse de la cantidad de infelicidades que cada felicidad contiene, el precio de sombra que cada luz te cobra. De modo que lo de la felicidad está siempre muy acompañado de otras cosas. De lo que no tengo dudas es de que yo era bastante más libre cuando era chico de lo que lo son los chicos de hoy. Ahí es donde veo más diferencias entre lo que fue mi infancia de los años '40 -nací en el '40- y lo que es la infancia de los niños de hoy. En el mundo en general pero, además, en nuestros países, yo veo muy prisioneros a los chiquilines de hoy. Yo tuve una infancia muy de intemperie. La peor maldición era quedarse en casa. Mi madre nos encerraba a dormir la siesta. Con mi hermano, nos fugábamos por la ventana y lo que nos esperaba era la libertad, la aventura, el campo abierto, las batallas campales. Yo tengo los dientes todos chuecos como recuerdo de todo eso. Mi hermano no ve de un ojo como recuerdo de aquellas guerras. Era un tiempo de intemperie y de felicidad. Se vivían los primeros amores bajo los tablados del Carnaval, en la época en que el Carnaval era una fiesta de todos y no un espectáculo hecho por pocos para que muchos miren. Y entonces, lo que hubo en la generación nuestra fue el derecho a una infancia mucho más feliz, sí. Quizá para usar la palabra que usaste. Más feliz en el sentido de más abierta a la aventura, más libre. Ahora los niños están presos. Los niños ricos son tratados como dinero: los transportan como en cajas de caudales, de un lugar a otro, para que no los secuestren. O sea, niños ricos tratados como dinero. Los niños pobres, tratados como basura. Basura que, en muchos casos, merece la muerte. La policía los acribilla, en Río o en Bogotá. Y todo ese vasto sector intermedio, los niños que no son muy ricos ni muy pobres, están presos. Ahora, cuando venía para la radio, me quedé mirando un balcón donde había un niño con un triciclo, que iba y venía en el balcón. Me quedé como hipnotizado de pena, de lo que es la vida urbana como castigo para la infancia de hoy. Los niños están muy atados a la televisión; afuera los espera la violencia; las ciudades son jaulas enormes, cámaras de gases que te impiden respirar, pero también prisiones que te impiden caminar, te impiden andar, te impiden la libertad que yo disfruté. Creo que ése es el cambio generacional más importante. Que no es culpa de la televisión, como algunos creen. Si no fuera la televisión habría otra cosa que buscarían para atarlos a eso, como ataditos a la pata de la tele...

¿Hiciste radio en algún momento de tu vida? Tenes una voz muy radiofónica. ¿Nunca te lo dijeron?

Sí, incluso me presenté una vez a un concurso de locutores en Montevideo, cuando era muy jovencito, en la radio oficial y salí segundo pero nunca entré a trabajar. Entre otros motivos, porque el sueldo no me daba ni para pagar el boleto del ómnibus para ir y volver.

Es que es un "sacerdocio" esto...

En esa época -y en la radio oficial era así- eran sueldos de esclavos. Y la verdad es que la radio es un mundo apasionante. Yo me siento muy bien cuando tengo que venir a la radio, a entrevistas. Es un universo todo esto ¿no? Muy especial, muy cómplice. Y comparto la sabia definición que un niño inglés le dio a una encuesta que la BBC de Londres hizo hace unos años sobre qué preferían los niños británicos, la televisión o la radio. Una me pareció espléndida. La de un niño que dijo: "Yo prefiero la radio porque en ella los paisajes son más bonitos".

¡Qué genio ese chico! "Porque son los que yo quiero que sean", habría que agregarle desde la adultez, ¿no?

Te ejercita la imaginación y, por lo tanto, es un mundo un poquito mágico...

Pensando en la imaginación, y asociando, recordaba el '68 francés, las revoluciones de América Latina, las luchas guerrilleras. ¿Qué anduvo mal? ¿En dónde se produjo el crack, el fracaso? ¿Era inevitable que Cuba llegara a hoy como llegó a hoy? ¿Pudo haber sido de otra manera, la Rusia con la que se dice que soñaron Lenin y Trotsky? ¿Podría haber habido otros caminos?

Tendría que haber habido. Y es muy complejo ponerse a analizar ahora cada país, cada movimiento, cada situación. No nos daría el tiempo ni de esta entrevista ni de todas las entrevistas del mundo. Pero te diría que, en general, el drama del mundo de fin de siglo que también es mundo del fin del milenio es el divorcio de la justicia y de la libertad, que en realidad tendrían que ser hermanas siamesas, tendrían que estar pegaditas. Pero las han condenado a vivir separadas y hasta odiándose, como si fueran enemigas. Una parte del mundo sacrificó la justicia en nombre de la libertad y otra parte sacrificó la libertad en nombre de la justicia. Creo que el gran desafío para el siglo que viene es ése: volver a reunir a estas dos hermanitas separadas.

¿Qué sentís cuando te toca mirar en retrospectiva experiencias como la de Nicaragua, por ejemplo, que tanto te convocó en su momento y sobre la que has escrito tanto? Lo que significó el sandinismo y lo que, en un país de poetas como Nicaragua, parece que la propia realidad nos muestra es que esa posibilidad de soñar con mundos más equitativos queda como posibilidad marginal. Ahora el lenguaje es otro: eficiencia, optimización, pragmatismo, productividad. ¿Es que fracasó algo esencial? Te hago una pregunta desde la ignorancia. Yo no tengo ninguna respuesta para eso.

Yo tampoco. De algunas cosas, sin embargo, estoy seguro. Y estoy también lleno de dudas sobre esas seguridades porque no creo en ninguna certeza. Desayuno dudas por la mañana. Me producen pánico las personas éstas que tienen certezas de acero inoxidable, que no son sometidas nunca a la prueba de la duda. Yo no le tengo miedo a la duda. Pienso que me alimento de ella. Normalmente, cuando se habla de certezas dogmáticas se piensa en el estalinismo, o en los rojos rojísimos. Lo que es verdad en muchos casos. Pero también hay un dogmatismo del otro lado: el fundamentalismo de la tecnocracia internacional, el Fondo Monetario, el Banco Mundial, que practican un terrorismo más dañino que el terrorismo de los grupos ultramusulmanes, que cobra muchas más vidas en el mundo y se hace en nombre del pragmatismo, justamente. En nombre de un sistema de valores según el cual sólo funciona lo que es eficaz y sólo tiene derecho a la existencia lo que produce ganancia, lo que es rentable. Yo sigo creyendo en los valores no rentables porfiadamente. En la solidaridad, que es un valor no rentable en un mundo dominado por el "sálvese quien pueda", donde lo que sirve es ganarle al prójimo, donde el prójimo nunca es tu posible hermano o tu posible amante sino un competidor o un enemigo, al que hay que aplastar implacablemente. Pero yo sigo creyendo en la solidaridad. Sigo creyendo que es imprescindible reconstruirlos vínculos solidarios que se nos están rompiendo, recuperar los espacios de encuentro que estamos perdiendo. Creyendo en la voluntad de justicia, en la voluntad de belleza, en cosas que no son rentables. Y sigo creyendo, sobre todo, en el derecho de soñar. Yo sé que es un derecho que ahora está muy desprestigiado y que, contra ese derecho, se esgrime todo tipo de pruebas.

¿Cómo vas a soñar? ¿A quién se le ocurre?

Para mí es fundamental. La vida no tendría ningún sentido si no fuera por el derecho de soñar. El bicho humano sería una porquería si no fuera capaz de soñar.

Hace un rato estaba hojeando una revista que se presenta hoy en Buenos Aires y que se llama "Erdosain", como homenaje a Roberto Arlt. Que haya todavía gente del mundo de la cultura que reivindica la figura de Arlt y, sobre todo, que le ponga a su revista Erdosain, es sano y compensa un poco ese fundamentalismo del que hablabas, el fundamentalismo de mercado...

Que te hace hacer sólo lo que conviene. O sea, que te recomienda, casi te impone, te obliga a vivir haciendo sólo las cosas que te convienen.

Por oposición a lo que te gusta, a lo que te da placer...

Como que está prohibido hacer, decir o sentir cosas en las que crees. En Cuba, las cosas no han andado como uno quisiera que hubieran andado. No sé si por culpa del bloqueo de afuera o por culpa del bloqueo de adentro, de la burocracia, o por culpa de los dos bloqueos a la vez. O porque la Revolución fue obligada a elegir de mala manera: el bloqueo empezó y empezó el acoso. En Nicaragua, el sandinismo ahora está atravesando una crisis muy grave que tiene que ver con cosas feas: hambre de poder, arrogancia de poder. Pero nosotros, todos, somos apenas un poquitito mejores o quisiéramos llegar a ser un poquitito mejores que la sociedad que nos genera y la reproducimos de alguna manera, estamos llenos de ella. Por lo tanto, contenemos también todos los defectos. Cada uno de nosotros contiene todos los defectos de esta sociedad que uno quisiera mejorar y ayudar a cambiar.

Sin embargo, como sucede con toda época de la humanidad, hay hombres que encarnan momentos. Recién mencionabas a Cuba, ¿qué te suscita hoy la figura de Fidel Castro? ¿Desilusión, tristeza, frustración, bronca, admiración?

Yo no te diría ninguna de esas palabras. Me parece que Fidel Castro es un hombre muy arbitrario que, además, ejerce una suerte de poder absoluto en Cuba. Y a mí no me gustan los regímenes monárquicos. Pero, por otro lado, reconozco que es un símbolo de porfiada dignidad en tierras de un mundo donde la dignidad no está siendo muy frecuente. Yo tengo sentido de la gratitud. No puedo olvidar que gracias a la Revolución Cubana -con todo sus defectos, con todos sus errores y barbaridades- he aprendido a sentirme más latinoamericano y a cobrar conciencia de mi dignidad latinoamericana. Eso es lo más importante que Cuba me ha dejado. No me olvido de que, de algún modo, todo eso me ha influido y bien. Al margen de que, con Cuba, tengo muchas discrepancias y siempre he sido muy cuidadoso en decir esas discrepancias. Porque creo que no se equivocó un nicaragüense, Carlos Fonseca Amador fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional, cuando dijo que "los amigos de verdad critican de frente y elogian por la espalda".

Cuando uno recorre tu vida y tu obra, encuentra traducciones a ¿cuántos idiomas? Además, volviste a vivir en lo que ustedes mismos, los uruguayos, llaman cariñosamente "el paisito", de modo que no es invento de ningún antiuruguayo. ¿Qué te da el Montevideo de hoy para que ahí te hayas asentado de nuevo con tu familia, tus libros, tus cosas?

Yo volví a Montevideo, que es la ciudad donde nací. Pero no por eso. Yo no creo en ningún determinismo. Creo que lo mejor que te puede ocurrir en la vida es multiplicar la conciencia de tu libertad. Saber que, en definitiva, no solamente tenés el derecho de elegirte sino que, además, tenes la obligación de hacerlo. Y que el hecho de que hayas nacido en un lugar no te obliga a vivir en ese lugar, a sentir que uno pertenece a ese lugar. Pero ocurre que, además, yo la quiero a mi ciudad. Me gusta. Es una ciudad entrañable. Afortunadamente, prehistórica en muchas cosas, todavía aldeana. Y lo que para muchos constituye el gran defecto de Montevideo -esa especie de porfiado carácter aldeano, las calles con cachilas que circulan desde el año '30- es lo que a mí me gusta de ella. Es una ciudad que yo camino. Voy desde mi casa al centro caminando, con mucha frecuencia. Son tres horas, por la línea de la orilla del río. Las rocas, la arena, la vereda... Me tomo un par de cafecitos y me ahorro una fortuna en psicoanálisis.

¿Hacés siesta todos los días?

Sí, trato de hacerlo. Cuando no hago siesta llego a las siete u ocho de la noche en estado de subnormalidad. La única posibilidad de que esté más o menos despejadito es durmiendo siesta. Así, cada día tiene dos mañanas y uno despierta de nuevo como nuevo.

Ese carácter de Montevideo, que vos llamas prehistórico, ¿te permite vivir con una velocidad diferente de la de las grandes ciudades? Vos no podrías vivir en una gran capital...

No. Me angustian mucho las grandes ciudades. Que son garajes, o sea, que han sido usurpadas por los autos. Ya no pertenecen más a los seres humanos que, además, están dejando de serlo para convertirse en "seres urbanos", que es una cosa muy fea que a mí no me gusta ni un poquito. Montevideo está siendo ahora invadida peligrosamente por los automóviles. Yo soy un porfiado defensor del derecho a caminar y de las ciclovías para las bicicletas. Que se hagan de una vez caminos que permitan un transporte alternativo al del automóvil. Pero no me hacen mucho caso. Mis amigos de izquierda que han dirigido la ciudad de Montevideo no me hacen el menor caso y creo que es por falta de sentido de la realidad. La realidad nos está diciendo a gritos pelados que es necesario que el ser humano se despabile antes de que los autos terminen de echarlos de las ciudades que el ser humano inventó para encontrarse con otros seres humanos. Porque la ciudad nació como un lugar de encuentro entre personas, no entre automóviles. Yo noto a Buenos Aires, en cada viaje que hago, más dominada por los automóviles.