Nací en 1895, el mismo año en que Röntgen descubre los rayos X y estalla el asunto Dreyfus. El descubrimiento de Röntgen da nacimiento al siglo de la técnica. Por primera vez se puede mirar en el interior de la materia y observar aquello que el microscopio no permitía ver. Sin Röntgen no habríamos tenido el desarrollo de la investigación sobre el átomo, no se habría conseguido su escisión ni se habría podido pensar en la fisión atómica. Un pequeño gran gesto científico está, como pueden ver, en el origen de la modernidad de este siglo. En cuanto a Dreyfus, se puede decir que el asunto que se desató alrededor de su caso marca de manera decisiva la historia de la democracia como una victoria de la opinión pública crítica contra las fuerzas conservadoras.
¿De qué manera lo han marcado estos dos acontecimientos, si se puede utilizar esta expresión?
Digamos que se trata no tanto de asuntos en los que me haya interesado como del aire mismo que he respirado. Recuerdo que en las conversaciones con mis padres, durante las comidas, en los albores del nuevo siglo, esos dos asuntos eran los temas centrales. Se hablaba del asunto Dreyfus y se discutía sobre los nuevos descubrimientos científicos, dado que mi padre era químico. Era inevitable que desde niño mirase con atención todo lo novedoso que ocurría, intuyendo y presagiando lo que acontecería a continuación. En aquel entonces reinaba un gran optimismo: se decía que este siglo sería el del Gran Progreso. Y lo que deterioró esa confianza no fue tanto la Primera Guerra Mundial como la Segunda. El cambio esencial de nuestro siglo se ha producido precisamente a partir de su mitad, desde 1945 en adelante.
Es singular esta manera suya de fechar. Normalmente se considera que la desconfianza ante la idea del progreso se manifestó a principios de los años veinte, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Y no es casual que precisamente Alemania, que había salido del conflicto derrotada, se convirtiese en una especie de guía espiritual que desarrolló una crítica muy pesimista acerca de los valores del progreso.
En el plano filosófico y literario, en las grandes visiones de la historia y en el pronóstico sobre el futuro de la civilización, el tema del "Kulturpessimismus" (pesimismo cultural) había surgido ya con anterioridad y tuvo en Spengler su expresión más vigorosa y nítida. De la idea de un progreso lineal de la historia, que implica un desarrollo siempre creciente, él regresó a una configuración cíclica en que el desarrollo no se prolonga infinitamente, sino que es una fase de la vida comprendida entre el nacimiento y la muerte. Lo que esta visión de la historia y su "Kulturpessimismus" produjeron en nosotros no fue, sin embargo, una actitud crepuscular. Nosotros, los jóvenes, no nos podíamos permitir una decadencia como la que a finales del siglo XIX se había permitido la generación francesa de Huysmans. La fatiga al anochecer es saludable, pero antes del mediodía es preocupante. Además era también una cuestión de carácter. Las visiones apocalípticas que suscitó el paso del cometa Halley en 1910, y más aún el naufragio del Titanic dos años después, en vez de tener un efecto deprimente encendieron nuestra fantasía. Nuestra actitud era la de quien quería reconocer con mirada desencantada la nueva realidad de la técnica y del trabajo y tomar parte en ella sin añoranzas nostálgicas ni proyecciones apocalípticas. En todo caso, casi de lo que se trataba era de volver a encontrar, en el mito o en la historia, una potencia que obrase como contrapeso del pesimismo. Tal como había dicho Nietzsche en "Ecce homo": "Yo soy un decadente, pero también soy su antítesis". En la hoguera del crepúsculo anunciado por Spengler lo que yo vi fue erguirse en toda su potencia la figura del trabajador. Fue la Segunda Guerra Mundial la que nos hizo descender a las profundidades, al vórtice del nihilismo.
Pero usted, ¿qué idea tiene del progreso?
Para mí se trata de un antropomorfismo con el que el hombre moderno ha intentado leer la historia. Un sucedáneo de la idea del espíritu del mundo. Hay que tomar distancia respecto de él y observar, más bien, el universo y su historia desde el punto de vista del principio de la conservación de la energía. La potencia del cosmos se mantiene siempre idéntica, no hay progreso ni regresión, aceleración o desaceleración que la puedan modificar. Lo que cambia son solamente las figuras, las formas que la historia, mejor dicho la Tierra, produce intensamente desde su profundidad. El problema que aquí veo brotar es otro: ¿podemos considerar al hombre, esta aparición soberana en la historia del universo, como responsable de su evolución?
Hemos mencionado la guerra, un tema planteado sobre todo en su producción juvenil. ¿Qué efecto le causa hoy por hoy volver a pensar en ese tema?
Ante todo quiero precisar una cosa: para mí, el verdadero gran motivo de interés ha sido la técnica, cuya potencia se ha manifestado de manera impresionante en la guerra mundial de 1914/18, la primera guerra de materiales. Se trató de un conflicto profundamente distinto de todos los anteriores, porque el choque no se produjo solamente entre ejércitos, sino entre potencias industriales. Ante aquel escenario mi visión de la guerra asumió la forma de un activismo heroico. Naturalmente, no se trataba de simple militarismo, porque siempre, también en aquel entonces, he concebido mi vida como la vida de un lector antes que como la de un soldado.
¿En qué sentido?
En el sentido de que fue sobre todo la lectura de algunos libros lo que me ofreció motivos para la acción. Cuando, en cambio, he creído extraer esos motivos de la realidad, he quedado profundamente decepcionado. Quiero decir que para mí el heroísmo nacía más de una experiencia literaria que de una efectiva y concreta posibilidad de vida.
¿Pero qué nexo había entre los dos planos, entre la literatura y la vida?
La realidad literaria, a diferencia de la vida concreta, estaba inevitablemente destinada a ser disuelta por la transformación tecnológica del mundo. De ahí mi intento de elevar la literatura a experiencia de vida antes de que se cumpliese definitivamente lo que Marx había previsto, es decir que ya no sería posible concebir una "Ilíada" después del invento de la pólvora. Eso significa entender qué es lo que ocurre con la entrada de la técnica.
¿La técnica es para usted una línea divisoria de las aguas tan importante como para resultar decisiva en la separación de mundos incluso literariamente diferentes?
La técnica es la danza mágica que baila el mundo contemporáneo. Podemos tomar parte en las vibraciones y en las oscilaciones de este último solamente si entendemos la técnica. De lo contrario quedamos fuera del juego.
Volveremos sobre este asunto. Mientras tanto, para destacar algunos aspectos biográficos, hay que decir que ha sido usted considerado un héroe de la Gran Guerra, herido reiteradas veces y posteriormente premiado con la máxima condecoración, la Ordre pour le Mérite...
Me llevó al heroísmo la lectura del "Orlando furioso" de Ariosto. Aquellas palabras, aquellas rimas leídas durante las pausas entre un combate y otro fueron las que me motivaron. No así la retórica y la ideología de guerra que siguieron a nuestra victoria en la guerra franco-prusiana de 1870/71, cuya importancia había sobrevalorado exageradamente la generación de nuestros padres, cuando en realidad se había tratado de una guerra muy pequeña. Esa sobrevaloración se manifestó particularmente en la antítesis ideológica que contrapuso el noble espíritu prusiano y el espíritu mercantil inglés fomentada por Guillermo II, que no soportaba a sus parientes del otro lado del canal de la Mancha. Se podría añadir, en este caso, que a Alemania le faltó un Shakespeare que supiese representar sus vicisitudes. Por otra parte, ¿cómo esperar la aparición de un Shakespeare si los personajes y actores de aquella fase de la historia alemana no fueron suficientemente grandes como para merecerlo?
¿Es siempre verdad que las grandes obras necesitan que haya grandes sucesos históricos?
Los grandes sucesos siempre son literarios. La historia, con sus hechos, es un almacén repleto en el que cada cual puede tomar lo que quiera.
Lo que usted dice no hace sino confirmar qué importante ha sido, en sus elecciones, más que una ética cierta visión estética de la vida. ¿Cómo explica esta inclinación suya?
Ver la relación entre ética y estética simplemente como una antítesis no es suficiente para mí. Más aún, conduce a una desviación. Por eso diría que ética y estética se encuentran y se tocan por lo menos en un punto: lo que es verdaderamente bello no puede no ser ético, y lo que es realmente ético no puede no ser bello.
Pero esto, en el fondo, es el estilo. ¿Su visión del mundo está realmente caracterizada por el estilo?
Eso espero. Y por la misma razón jamás he descendido ni descenderé al plano de las polémicas y de las controversias. Lo encuentro de pésimo gusto. Jamás, rebajarse por debajo del propio nivel.
¿Considera que todavía es posible salvaguardar el estilo, ese gesto delicado y aristocrático, en un mundo que tiende a la despersonalización y a la manipulación del individuo?
Definiría a la nuestra como una sociedad de individuos masificados que, por eso, necesita elites muy restringidas, destinadas a desarrollar una función importantísima. Sobre este extremo me atengo a la sentencia heraclítea que dice "Uno solo, para mí, es diez mil". Hoy por hoy ese número debería elevarse a potencia.
¿En el sentido de que las elites habrían de ampliarse o restringirse en el futuro?
En el sentido de que, cuanto más crece la masificación, tanto mayor es el valor y la fuerza espiritual de los pocos que son capaces de sustraérsele.
Estamos acostumbrados a pensar en las elites en términos más sociológicos que espirituales. Usted, ¿cómo las definiría?
La definición sociológica de elite es ya un indicio de la corrupción del concepto. Para mí, una advertencia para no confiar ya ni siquiera en las elites, sino, a estas alturas, solamente en los grandes solitarios.
Mencionaba usted anteriormente su elección de no rebajarse jamás a polemizar. Sin embargo, frecuentemente ha estado implicado en polémicas. Sobre todo por su pasado en el éjército alemán, pasado que más de un crítico le reprocha a causa de la indulgencia con que habría tolerado usted al régimen nazi. Hay además un episodio del que nos gustaría tener su versión. Cuando apareció su novela "Sobre los acantilados de mármol", en la que se debatía la idea del tiranicidio, corrió usted algunos riesgos. Goebbels y Goering querían su cabeza, pero Hitler dijo: "Jünger no se toca".
Las polémicas no tienen el mismo espesor que las ideas. No se trata de estar a su altura contestando a tono, porque no hay tono sino solamente ruido. Por lo que atañe a Hitler el asunto fue así: no había transcurrido ni una semana desde que "Sobre los acantilados de mármol" había aparecido en las librerías, cuando el Reichsleiter de Hannover, un tal Bouhler, se quejó ante Berlín convencido de que el libro incitaba al complot. Hitler, que estimaba mis diarios de la Primera Guerra Mundial, sentenció que debían dejarme en paz. En más de una ocasión él había emitido señales de amistad y manifestó interés por mi persona. Pero no me dejé halagar por aquellos ofrecimientos. Hubiera sido hasta demasiado fácil instrumentarlos para obtener de ellos alguna ventaja personal. No habría sido necesario un gran esfuerzo para obrar como Goering. Quisiera luego añadir, aunque creo que un autor debería respetar la regla de no hablar jamás de sus propios libros, que en el caso de "Sobre los acantilados de mármol" el efecto político era para mí secundario. Algunos amigos me han reprochado el haber disminuido dicho efecto, que para muchos fue en cambio el más importante. Pero yo prefiero llamar la atención sobre el hecho de que en aquella ocasión me puse en otro plano. En el fondo está claro que si mi actitud se hubiese convertido en una toma de posición política, tal vez habría encontrado compañeros y secuaces, pero me habría rebajado al mismo nivel de Hitler. He sido un opositor suyo, pero no un opositor político. Sencillamente, estaba en otra dimensión.
¿Lo conoció usted personalmente?
No, nunca lo conocí. Cuando todavía era el anónimo jefe de un grupúsculo como el de los nacionalbolcheviques de Nickischy en aquel entonces yo todavía vivía en Leipzig. Cierto día, debió de ser en 1921, se hizo anunciar por Hess, pero yo no tuve tiempo para recibirlo. Por otra parte yo estaba convencido de que se trataba de uno de los muchos e insignificantes sectarios que circulaban por aquel entonces. A Dios gracias, aquel encuentro no tuvo lugar. Si por casualidad se hubiese producido y acaso Hitler me hubiese apoyado una mano sobre el hombro mientras alguien nos inmortalizaba, me imagino que la fotografía habría dado la vuelta al mundo. Afortunadamente las cosas fueron de otra manera.
Hannah Arendt afirmó que usted estuvo siempre del lado de la Resistencia a pesar de que sus libros hubiesen tenido influencia sobre la elite nazi.
Tengo presente aquel reconocimiento, que naturalmente me halaga. Pero personalmente, habiendo visto y vivido lo que ocurrió antes y después, experimento cierta alergia respecto al uso indiscriminado de la palabra resistencia. Sin contar con que la resistencia espiritual no es suficiente. Hay que contraatacar.
¿Nos está diciendo que siente algún arrepentimiento por aquello que no ha hecho?
Compruebo que contra un régimen cruel y feroz, al final importa también la manera de enfrentarnos a él.
Como funcionario alemán en la París ocupada, ¿ha tenido relación con Cotette?Sí, ella se dirigió a mí para que ayudase a un joven amigo suyo, judío, que había sido detenido por nuestra policía. Me interesé por él y conseguí que lo dejasen en libertad. Colette me lo agradeció mucho. Todavía guardo un libro que me regaló en aquella ocasión, con una hermosa dedicatoria en la que me expresa su agradecimiento.
Entre los escritores que conoció, ¿hubo también colaboracionistas como Drieu La Rochelle y Céline?Sí, pero no sólo éstos, también frecuentaba las veladas de Florence Gould, por ejemplo, Jean Paulhan, de quien sólo después de la guerra supe que había sido uno de los cabecillas de la Resistencia. En cuanto a Drieu, su suicidio me afectó mucho. A mi entender fue un gesto precipitado. La relación con Céline es un capítulo aparte. Ya desde antes de la guerra había oído hablar muy bien de él al editor Ernst Rowohlt, que había adquirido los derechos de "Voyage au bout de la nuit" (Viaje al fin de la noche). Cuando se publicó, la novela me causó una gran impresión, tanto por la fuerza del estilo como por la atmósfera nihilista que evocaba, y que reflejaba muy bien la situación de aquellos años. Pero cuando lo conocí personalmente, en el París ocupado, y tuve ocasión de encontrarme con él muchas veces en la Embajada y en los jueves de Florence Gould, quedé profundamente decepcionado. Su manera de actuar no me resultaba nada simpática, y creo que la antipatía era recíproca. No me gustaba su colaboracionismo ni su ostentoso antisemitismo. De ello hablo en mis diarios parisienses, pero a fin de no ofenderlo le doy el seudónimo de Merline. Lamentablemente, cuando los diarios se tradujeron al francés, la redactora -la escritora Banine, que por otra parte era amiga mía y odiaba cordialmente a Céline- lo reconoció tras el seudónimo y recuperó el nombre verdadero. Este incidente me costó su rencor; tanto es así que intentó contra mí un juicio por difamación. Cuando me interrogaron en Ravensburg, para no comprometer a Banine y liquidar de la manera más rápida ese desagradable embrollo, dije que se había tratado de un error de imprenta. También he conocido a Marguerite Yourcenar. Me regaló un ejemplar dedicado de sus "Mémoires d'Hadrien" (Memorias de Adriano). Aunque ya no me acuerdo de los detalles de la conversación que mantuvimos, recuerdo que fue muy brillante. La señora Yourcenar era una personalidad rica e interesante. Entre otras cosas me habló de su padre y de la singular manera que éste tenía de festejar el 14 de julio: hacía abrir las letrinas de su castillo.
¿Ha conocido a Hannah Arendt?No, nunca nos encontramos. Heidegger me habló de ella a menudo.
Con Heidegger y con Carl Schmitt usted ha compartido cierto destino. ¿Qué recuerdo tiene de ellos?Tengo un recuerdo no solamente literario, sino también personal, privado. Fui amigo de ambos. Me encontré con Heidegger muchas veces e incluso fui a visitarlo a su casa de montaña en Todtnauberg. A estas alturas es necesario estar en condiciones de dar un juicio objetivo sobre él. Quiero decir que, a estas alturas, de lo que se trata es de evaluar al pensador por su potencia especulativa y no por sus opiniones políticas. Lo mismo es válido para un artista o un poeta. Por ejemplo, admiro muchísimo a Heinrich Heine como poeta, en tanto que no comparto para nada sus convicciones políticas: entre ambas perspectivas es preferible adoptar la más favorable. Con Carl Schmitt tuve una relación aún más estrecha, muy personal. Entre otras cosas fue el padrino de mi hijo Alexander, de quien hoy sería el cumpleaños.
Hablando de política, en Italia se discute encarnizadamente de la derecha y la izquierda. ¿Qué piensa usted de estas dos categorías?
Actualmente son ya categorías orgánicas, como las partes del cuerpo. Piense por ejemplo en las manos: ambas son indispensables. Es obvio que cada una existe en función de la otra. Desde este punto de vista, por lo tanto, la derecha y la izquierda son igualmente necesarias. Lo que me pareció claro desde las convulsiones de la república de Weimar es que ya no se sostiene la tradicional representación espacial del significado político de estas dos categorías, según la imagen de un Parlamento en que la derecha se instala en un lado y la izquierda en el otro. Y esto es aún más válido hoy por hoy, en la edad de la técnica y de las comunicaciones de masas. Personalmente, de todas maneras, me considero más allá de tal esquema, que ha llenado anaqueles de ideología.
A propósito de técnica y de comunicación de masas: además del invento de los rayos X, el año de su nacimiento fue también el de la invención del cine. ¿Qué idea tiene acerca de este arte tan popular en nuestro siglo?
Me gusta imaginar el cine como algo que atañe a la relación entre técnica y magia. Una relación toda ella por investigar, incluso en el aspecto del público. Me pregunto si el cine ha sustituido, siquiera parcialmente, a la novela, y qué efectos ha producido esta sustitución. Aunque el público que va al cine, precisamente porque es vasto y anónimo, no coincide exactamente con el público de los que leen.
Usted ha mencionado la magia en relación con la técnica: es una hermosa definición del cine.
A menudo la técnica tiene algo de asombroso. Es cómico, pero a veces, mientras hablo con alguien por teléfono, todavía tengo la sensación de llevar a cabo no solamente un acto posibilitado por la técnica, sino también algo que es mágico. Lo mismo vale para el cine, pero también para otras cosas. Podemos grabar nuestra conversación, filmarla, y de tal suerte hacerla revivir dentro de cien años, acaso vista desde un punto de vista diferente. Una filmación nos da la oportunidad de resucitar a personas desaparecidas de las que se han perdido el recuerdo, la presencia física, la voz, el gesto. Creo que este efecto, que yo llamo mágico, está destinado a emerger de una manera aún más impresionante: ya se está hablando de realidad virtual, de cuarta dimensión. El pensamiento mismo se digitaliza.
¿Y por lo que atañe a la televisión?
También ésta tiene un significado mágico. Y dicho aspecto brujeril no se debe, entendámonos, a la actitud de un hombre primitivo ante un suceso sorprendente y desconocido. A través de la televisión podemos dar vida a una realidad que no está presente ante nosotros. Espero que pronto se puedan tener imágenes televisivas en tres dimensiones. Su carácter mágico se vería así potenciado.
Esto en lo que se refiere al futuro. ¿Cómo imagina usted, por lo tanto, el próximo siglo?
No tengo una idea demasiado feliz y positiva. Por decirlo con una imagen, quisiera citar a Hölderlin, que en "Brot und wein" (Pan y vino) escribió que vendrá la edad de los titanes. En esta edad venidera el poeta deberá aletargarse. Los actos serán más importantes que la poesía que los canta y que el pensamiento que los refleja. Será una edad muy propicia para la técnica, pero desfavorable para el espíritu y para la cultura.