No, afortunadamente no. Pero lo que sí descubrí fue muchos escritores falsos, que fingían estar escribiendo, que prometían una maravillosa novela que no hacían nunca. Y me di cuenta de cuántas cosas les toleraban por esa promesa. Podían ser groseros, casi agresivos, no tenían que cumplir con muchas responsabilidades sólo porque estaban escribiendo. Entonces creo que en algún momento eso es como un dios salvador. Porque decir "estoy escribiendo", cuando hay que mostrar lo que uno ha hecho, resulta más adecuado que "escribí". Además, la gente no tiene ganas de leer un original, nunca. Tampoco conviene decir "voy a escribir" porque la gente sospecha. Ese estar escribiendo puede legalizar la pereza, la mala crianza, la irresponsabilidad, eso me hizo gracia. De ahí tomé la idea de que el personaje, para no ser abogado -porque aborrecía la idea de ser abogado-, fuera un escritor.
Tanto ser abogado como ser escritor, en ese medio en el que transcurre la novela, tenía cierto prestigio. La novia desea que sea abogado porque supone que es el instrumento para lograr cierto buen pasar y estatus. El dice que quiere ser escritor para que no lo molesten.
Lo que pasa es que para el medio de Alberto Caravela, que es el protagonista de "La octava maravilla", las dos cosas son todavía prestigiosas. Uno puede decir que el tiempo ha cambiado, o que los tiempos han cambiado. Y decirlo en plural está bien. Porque no vivimos un sólo tiempo, vivimos tiempos y momentos diferentes. Entonces, hay sectores de la sociedad, como islas, que han conservado algunos prestigios ya desaparecidos en otros.
El amigo de Alberto es un personaje que lo envidia, porque supone que él podría ser escritor si no tuviera que trabajar. ¿Cómo aparece este personaje?
Yo diría que es casi un estereotipo. Desde que soy una autora con libros publicados se me ha acercado muchísima gente que tiene que trabajar. En realidad es cierto que actualmente el trabajo absorbe tanto que, sobre todo para la narrativa, para la novela, queda muy poco tiempo, o no queda casi nada. Antes sí, renunciando un poco a un empleo regular, se podía escribir. También el trabajo era una excusa muchas veces. Yo siento que cuando alguien se dice "la vida me ha apartado de la literatura", en realidad eso nos pasa a todos. No asumimos que la vida y la literatura no son compatibles, la vida siempre interfiere con la creación. Si fuera por la vida, si una esperara esas corrientes a favor, difícilmente escribiría una línea.
Digamos que la vida distrae por la felicidad o por la desgracia.
Por la felicidad, por la desgracia, por el amor, los intereses, las enfermedades, el dinero, todo. Es decir, nunca ha sido fácil para nadie ser un escritor.
Pero sugiere que hay una cuestión de deseo y voluntad que debería vencer esas adversidades.
Yo lo que digo es que cuando el impulso de escribir es muy fuerte, es difícil que no se encuentren las circunstancias. Tarde o temprano, siempre hay un momento de elección, a veces ni siquiera es el momento de decisión, sino que se va dando sin que uno se dé cuenta. Naturalmente, siempre hay una renuncia como para todo. Todos los que defienden una vocación tienen que renunciar a algunas cosas.
¿Y usted a qué renunció?
Y bueno, por ejemplo, nunca supe ganarme la vida bien. En una época me desesperaba mucho, trataba de mantenerme escribiendo notas y haciendo programas de radio, trabajando a veces, por ejemplo como empleada de una joyería, como secretaria de un agente de artistas y como empleada en una biblioteca. La verdad es que estos empleos me creaban una conciencia de ineptitud que ahora acepto con toda tranquilidad. Soy inepta para esos trabajos y me siento cómoda, y más o menos -digamos- apta para escribir. Pero me costó tiempo, una gran sensación de culpa, y sobre todo la humillación de sentirme estúpida, porque no podía cumplir bien con mis trabajos.
De todos modos, alrededor de los cuarenta años comenzó a publicar en editoriales de prestigio y comenzó a ganarse la vida a través de sus libros.
Bueno, tuve suerte, porque empecé publicando en España. Los anticipos que se pagaban eran muy buenos, acá en nuestro país no daban ningún anticipo. Y después, casi inmediatamente después de publicados, los libros empezaron a ser traducidos y las nuevas ediciones hacían que también tuviera ingresos. Naturalmente nunca dejé de trabajar. Poco a poco fui consiguiendo un ingreso que -digamos- no es una maravilla, pero que surge de mi ser escritora. Es decir, los libros me salvaron de algún modo de esa especie de ciénaga de ineptitud donde yo me debatía. Realmente me gusta mucho dar charlas porque hablo de literatura y hablo de libros, escribo notas sobre escritores. Y esos trabajos no me distraen de lo que yo soy, a esta altura de mi vida, que es, esencialmente, una escritora.
¿No sintió que después, al concentrarse más en su obra, pudo capitalizar esas conexiones con el mundo del trabajo?
Los viajes, por ejemplo, sí. Tuve un empleo en una revista de turismo que me permitió viajar. Yo no hubiera tenido nunca los medios para pagarme esos viajes. Me fui de la revista porque si seguía viajando no iba a escribir. En realidad, dejé la revista para convertirme en una escritora de tiempo completo. Eso fue un riesgo muy grande, porque recuerdo muchos casos en que, cuando a alguien se le da todo el tiempo con el que estaba soñando, al ver la página en blanco y sentir la responsabilidad y la urgencia, tiene una sensación de vacío o de bloqueo. Uno puede terminar muy mal.
Tal vez porque la creación sigue teniendo algo adolescente, clandestino, que se resiste a ser oficializado.
Lo que pasa es que yo pasé tanto tiempo sin que se me viera y se me tratara como a una escritora, que todavía hoy me siento una autora clandestina. Tal vez porque no doy el tipo de escritora. Eso me lo han dicho tantas veces. No sé cuál es el tipo de escritora, pero creo que tengo el sentido del humor demasiado vivo, no parezco particularmente torturada, me gusta escribir y en general digo que es fácil y divertido. Porque, claro, no lo tomo muy en serio. Por lo tanto la escritora que hay en mí, la que realmente escribe y trabaja, sí siente que lo hace desde un sitio clandestino.
Usted es lectora de historia. En algunas de sus obras la fantasía histórica dispara la imaginación.
Lo que me interesa es la organización de esos materiales del pasado, esos restos del pasado; y leo hasta que realmente siento que formo parte de esos lugares. Yo creo que no hay nada más atractivo que leer la historia contada por grandes historiadores. Es obvio que un historiador escribe con un cierto prejuicio, como escribe por ejemplo Voltaire, porque hay una intención política, o ideológica, atrás de lo que escribe. Pero cuando son buenos organizadores de material para dar excelentes imágenes de momentos, realmente uno tiene una impresión de vida que no la tiene a través del puro documento o el dato frío. Queda como un germen de vida, como esa semilla que se encuentra en los templos muy antiguos, que cuando la sacan a la luz la pueden hacer germinar.
Usted afirmó que "Ultimos días de William Shakespeare" podía haberle traído inconvenientes si lo publicaba cuando recién acababa de escribirlo. ¿Por qué?
Porque es una sátira de todo el fanatismo, militares, desapariciones; la verdad es que fui una persona afortunada por que no lo aceptaran. Entonces salió "La octava maravilla", y lo que me hizo gracia es que cuando salió en el '82 lo que decían es que no hay en el libro referencias a lo que se estaba viviendo, salvo una, donde el protagonista tiene miedo, cuando va por la calle, de que le pidan documentos. Pero lo que pasaba era que yo ya había escrito "Ultimos días de William Shakespeare" sobre ese tema, no quería más. Además, por supuesto la historia no tenía por qué meterse en eso. Es un mundo íntimo, de pocas personas, no estaba haciendo una novela social, ni me interesaba hacerla, mucho menos una política.
Usted tiene una pátina muy cosmopolita en los cuentos. ¿Los espacios extranjeros la ayudan a diluir el realismo?
No, en realidad me parece tan natural. Yo empecé a viajar muy temprano, cuando los viajes no eran tan comunes, y se convirtió en algo muy natural para mí imaginar o imaginarme en Roma, en Londres, en ciudades así. En realidad, para mí el ámbito es como la escenografía que necesita la historia, el sitio geográfico. Es decir, yo necesitaba Grecia para la historia de Mistral, necesitaba que fuera Berlín la contracara de Villa del Parque, no podía haber sido París, por ejemplo, porque es demasiado colorida. Yo no podía haber elegido un barrio como San Telmo porque también era muy colorido. Tenía que dar la grisura de Buenos Aires, tenía que trasladarse a Europa, necesitaba esa distancia. Y en realidad me parece que veo el mundo como con una doble cara, siempre las historias transcurren en dos ciudades, dos lugares al mismo tiempo. El tema de las máscaras, el engaño, el misterio yo lo uso con sitios geográficos. En "Los bajos del temor" buena parte de la acción transcurre en Buenos Aires pero yo necesitaba el Tigre para el misterio. Por eso la novela pasa en Buenos Aires y el Delta.
¿Cómo se sintió acompañada en sus orígenes como escritora? El hecho de que fuera amiga de Borges y de Bioy Casares, ¿significó para usted un espaldarazo, algo que otros escritores no tenían?
En realidad yo no recibí ningún espaldarazo, y no estaba acompañada porque la distancia generacional era enorme. Cuando yo conocí a Borges y a Bioy, los dos ya habían hecho una obra y cuando hablaban conmigo el apoyo que sentía era el apoyo a la curiosidad. Lo que yo recuerdo de nuestra amistad era que compartíamos, y por lo menos por eso yo me sentía parte de su mundo, la curiosidad y el sentido del humor. Realmente me hizo muy bien que no me trataran como alguien muy, muy joven, sino como a una igual. No tenían el tonto prejuicio de pensar que información es equivalente a inteligencia sino que pensaban que alguien puede ser inteligente sin tener suficiente información.
¿Usted se sentía escuchada por ellos?
Sí, me sentía escuchada y, además, por supuesto, los escuchaba. Pero no hablaban de sus libros, jamás se referían a eso que conocemos como la cocina del escritor. No recuerdo que ninguno de los dos me haya citado ni mencionado siquiera uno de sus libros, sino que eran conversaciones interminables, bromas, comparaciones y citas de otros escritores, de otros libros.
¿Pero por qué me dijo que hubiera sido considerado de mal gusto que usted le llevara el cuento a Borges o a Bioy para pedirles una lectura o una opinión?
Porque en realidad esas conversaciones eran para divertirse, yo nunca me he divertido tanto como en estas reuniones, que abarcaban todo, no solamente libros. No eran conversaciones cargadas de pedanterías, sino de chismes, de bromas, de comentarios sobre la vida, de amores y desamores, de noticias. Entonces cortar un almuerzo y decir: "Bueno, aquí tengo un cuento..." era un poco un trabajo. Y todos estábamos trabajando mucho en aquella época.
Hubiera sido introducir el quehacer en un espacio de diversión.
Exactamente. Eran momentos para contarse la vida, contarse otros libros, despejar dudas sobre autores. Yo recuerdo que me interesaba un dato y fuimos a la casa de Borges y buscamos. Y eso nos llevó a leer algo de Dickens y así se hacían las dos de la mañana. Yo sentí en ellos, y ellos lo conservaron hasta los últimos días de su vida, que escribir es una aventura maravillosa y muy divertida, pero en este sentido: cuando cada uno es capitán de su propio barco, aunque sea un bote, un transatlántico o una lancha.