El pintor y dibujante argentino Carlos Alonso (1929) nació en Mendoza, donde cursó estudios de arte en la Universidad Nacional de Cuyo con el precursor de la pintura moderna en el país, el santiagueño Ramón Gómez Cornet (1898-1964). Luego, en Tucumán, fue discípulo de Lino Enea Spilimbergo (1896-1964), uno de los más grandes maestros del arte argentino. Enrolado dentro del denominado Nuevo Realismo, desde sus primeros trabajos se destaca por su preocupación social. En 1954 logra exponer sus trabajos en París y Madrid, y cinco años después gana el concurso organizado por la editorial Emecé para ilustrar la segunda parte de "El Quijote", de cuya primera parte se había encargado Salvador Dalí (1904-1989). Ya en plena década del '60, sus exposiciones en Buenos Aires y en el extranjero tienen gran éxito de crítica y público. En los '70, sus pinturas -que mostraban tanto la vitalidad de cuerpos amorosos como la laceración de los hambrientos o la opresión de la aristocracia vulgar y altanera- fueron un preanuncio del terrorismo de Estado que llegaría con el golpe militar y que, en lo personal, lo lastimaría con la desaparición de su hija en 1977. Se exilia en Italia primero y luego en España, para regresar a comienzos de los '80, radicándose en Unquillo, Córdoba. "Manos anónimas" fue una de sus primeras exposiciones al volver al país. Allí un tríptico mostraba al propio Alonso mirando fijamente al público. En su brazo izquierdo, una banda de luto. De un aire teñido de azul surgían de pronto dos manos espectrales, tapaban la boca y obligaban a callar, cegaban los ojos, obstruían la nariz. Y con un paño embebido intentaban matar. El tríptico ahora está en la Fundación Wilfredo Lam, de La Habana, Cuba. En Unquillo, vive en la cima de un pequeño monte, justo arriba de la casa donde Spilimbergo pasó sus últimos años. Allí recibió al escritor cordobés Federico Falco (1977), con quien mantuvo la charla que se reproduce a continuación y que fuera publicada por el diario "Perfil" en su edición del 12 de marzo de 2006.
¿Piensa que el arte tiene la obligación de generar cosas bellas?
Entre las funciones que el arte puede tener, una es ésa. No sé quién decía, creo que Matisse, que la pintura tiene que ser primero una fiesta para los ojos, todo lo demás viene después. Pero esa fiesta para los ojos tiene que cumplirse.
¿Y cuando el tema es doloroso, como los de su obra en algunas etapas? ¿Cómo queda parado el artista ahí, entre la tragedia y la belleza?
Esa es una gran contradicción. Y uno queda, a veces, mal parado. Cuando yo expuse "Manos anónimas" en la Galería Palatina, frente a esa obra que es muy fuerte, escuché a dos señoras decir "qué maravilla, qué hermosura". Esto me hizo repensar mucho esa contradicción que es mezclar el continente con el contenido. Supongo que ellas estaban hablando de cómo estaba hecha la obra, de la técnica y no de lo que representaba. Pero en el fondo, hay una cierta ambigüedad. Es un riesgo.
¿Qué pasa cuando el artista pone el cuerpo, expone su dolor, y su obra comienza a recorrer otros circuitos, alejados del que lo rodea?
No funciona. Yo hice una muestra en La Habana y me di cuenta de que no funcionaba porque el humor, los signos, los secretos que hay entre una comunidad y sus autores, ahí no estaban. Hay unas ciertas claves compartidas, que si no están hacen todo más difícil. Determinados autores funcionan en todas partes, quizá porque son más universales. Yo no.
¿Le parece que hay alguna contradicción entre el arte que denuncia o testimonia con aquel que puede ser considerado un objeto bello, digno de ser coleccionado?
No. En la Argentina siempre existió una relación profunda entre lo expresado y lo vivido. Lo que yo pintaba era parte de los sucesos y de la visión y, otra vez, del humor y de la crítica y de la problemática de la comunidad, por lo que siempre había apoyo. Serían pequeños, serían pocos, serían muchos, pero siempre había apoyo.
Cuando a principios de los '80 volvió al país, más allá de las motivaciones de ese momento, después, ¿por qué decide quedarse en Unquillo y permanecer lejos de Buenos Aires?
En principio nos vinimos para encontrar un sitio más seguro, menos expuesto. Después, nos enamoramos del lugar y sobre todo del tipo de vida. De la independencia, de la libertad, de la continuidad que te da en el trabajo. Hay una especie de transferencia de los tiempos de la naturaleza a los tiempos del trabajo. El trabajo es menos urgente, tiene un momento de gestación, uno de maduración, y uno de cosecha. Antes yo pensaba, y por ahí todavía lo pienso, que la naturaleza te lleva más a la contemplación que a la acción. Son las ciudades los motores, las que ponen en marcha a las personas porque hay que estar despierto, vivo, y hay que luchar para subsistir. Mientras que la naturaleza, cuando es muy bella, cuando es muy plena, te deja satisfecho de verla. La contemplación es el enemigo.
Y el impulso creador, entonces, ¿de dónde surge?
De donde surgió siempre, de uno mismo.
En su obra hay una especie de obsesión con la figura del maestro, ya sea con su propio maestro, Spilimbergo, o con los grandes maestros de la pintura clásica. ¿Se siente atraído frente a esa forma de relación? ¿Le gustaría tener discípulos?
Yo no tengo vocación de enseñanza, nunca la tuve. A veces la he ejercido, un poco como una voluntad de participación, como una responsabilidad. He dado clases o después, cuando vine a Unquillo, creé un pequeño taller de grabado, con voluntad de insertarme en el medio. Pero no está en mi ánimo, no está en mi vocación. Incluso con los años uno se pone muy amarrete de su propio tiempo y yo quiero dedicarle toda la energía a mi trabajo. No obstante, reconozco que hay un fervor por acercarse al arte, sobre todo de parte de los jóvenes. Y ése me parece un síntoma interesante.
¿Qué opina de los autores contemporáneos? ¿Ve algún compromiso en el arte joven?
No tengo una lectura sistemática de lo que se produce. Parte del defecto de este aislamiento en el que vivo es también no tener la información de lo que se está produciendo. Sin embargo, estuve de jurado en el salón OSDE y vi un poco el panorama. Como categoría, como conjunto, lo que más me interesó fue la fotografía. Me parece que la fotografía está adquiriendo una conciencia de su lenguaje, quizá porque finalmente se la empieza a considerar sin discusión como un arte. Algo que siempre fue. Allí había trabajos que tenían la calidad, la inventiva y la creatividad de cualquiera de los mejores cuadros que estaban en ese salón. Aún como ejercicio conjunto de una técnica, de una materia, la fotografía es lo mas claro, lo más alto, más que la pintura. Y en esas obras, el compromiso parecía ser, sobre todo, con la estética con lo contemporáneo. Hay una especie de desesperación casi enfermiza por ser contemporáneo.
¿Qué quiere decir cuando dice contemporáneo?
Mi maestro decía que por ir detrás de las monedas se pierden los pesos. A eso me refiero. Por ser tan contemporáneo se termina por perder la esencia de lo contemporáneo, que puede estar incluso más ligado a lo ideológico como lenguaje que como propuesta. Aunque no esté el tema, está lo ideológico en cuanto al comportamiento del autor con el lenguaje, con el desarrollo de su obra. Es otra vuelta de tuerca. El compromiso no es explícito, pero está implícito en cómo se para el autor frente a una tradición o unos materiales.
Cómo fue la relación con Spilimbergo, en el Tucumán de su juventud?
Fue fundamentalmente una relación de estímulo. No me transfirió mucho conocimiento; me transfirió eso que pone uno en cuanto a la admiración: si el maestro le dice "va fenómeno, métale", eso es lo más importante que te puede dar alguien a quien vos respetás. Por otra parte, en las escuelas lo más interesante pasaba con los condiscípulos. Al encontrarse con gente que tiene la misma vocación, la misma necesidad de pintar y dibujar, se produce una especie de caldo de cultivo de uno mismo en confrontación con los compañeros de trabajo. A diferencia de antes, hoy las escuelas tienen un déficit en el acercamiento a las técnicas, más que a la información. Falta el conocimiento de cómo se elabora un fresco, por ejemplo. Aquí, en la Argentina, las primeras escuelas eran mucho más severas, más rigurosas. Lo sé porque Spilimbergo me hablaba de cuando él había estudiado. Había una formación técnica mucho más sólida. También las escuelas estaban más preparadas, mejor puestas, habitadas de prensas, de lugares de experimentación y de maestros, porque los profesores eran los grandes pintores. Quizás ése es el déficit de este momento en las escuelas.
¿La falta de grandes maestros?
Pareciera que es eso, ¿no?
¿Cómo reacciona usted frente a la muerte de la pintura en Spilimbergo? ¿Qué es lo que lo motiva para dar cuenta de ese final trágico?
Es que fue siempre un enigma para mí. Me inquietaba por qué se murió, de alguna manera, la pintura. Por qué se muere la pintura en uno, por qué desaparece esa capacidad para transformar la materia. Picasso decía que lo que más necesitamos es el entusiasmo, una especie de inocencia, de frescura, la capacidad de mantener vivos esos aspectos que te llevan a ponerte a trabajar con emoción y con fervor. Ahora, en qué momento se quiebra, en qué momento en Spilimbergo se quiebra esa relación fecunda, o se paraliza...
Como una fuente que se seca...
Como una fuente que se seca. En esos dos años en que conviví con él, y después, en Buenos Aires, cuando ya no era su discípulo sino su amigo, hablamos de muchas cosas y aparecían pequeñas puntas, tragedias personales. Tragedias como las que nos pasó a nosotros con el Proceso. Tragedias donde el corazón nunca se cura. De ahí en adelante el mundo es otro, uno es otro, todo el resto es otro. Todas las fantasías, todas aquellas ilusiones, aquellas pequeñas cosas que se van sumando para formar esa especie de bola de entusiasmo que te lleva a creer en lo que haces, a creer que eso tiene valor, que vale la pena, que eso es algo todavía lleno de sustancia, lleno de vida, eso, en algún momento, se quiebra. Generalmente, digo yo, por lo menos, con las pocas conclusiones que saqué sobre Spilimbergo, por un problema personal, algo que tiene que ver con el amor trunco.
En usted, sin embargo, el Proceso fue una marca pero la fuente no se secó. ¿De dónde salieron las fuerzas, después de la tragedia personal y nacional, para seguir pintando?
Yo estuve paralizado bastante tiempo. Ante cosas como ésas hay una pérdida de confianza en la humanidad. Un poeta decía "el asesino desequilibra la naturaleza" y es así, desequilibra la propia naturaleza y lo que uno entiende como equilibrio general del comportamiento. Hay un nivel de crueldad, de salvajismo, de canibalismo en los militares que desorganiza la naturaleza y nos desorganiza. Por mucho tiempo. De alguna manera aún no nos curamos. Yo no me curaré más, pero la sociedad todavía no se cura. Todavía está enferma, está herida de ese genocidio. Y será también con el arte que se va a elaborar el remedio. Será a través de enfrentarnos muchas veces con el hecho, de analizarlo, de vivirlo, de sufrirlo, de reproducirlo, de pintarlo, de escribirlo, de filmarlo...
Hay en usted una confianza fundamental en el arte. ¿Piensa que el arte tiene capacidad de curar?
Creo que sí la tiene. Y cuando no podés pintar con amor, pintas con odio.
Acaba de cumplir setenta y siete años y sigue pintando. ¿Le teme a la vejez, a que se seque la fuente?
Sí, le temo a todo eso y a muchas cosas más. Le temo a no poder. Al misterio de cómo voy a reaccionar, porque es muy difícil saber cuántas reservas tiene uno para enfrentar ese golpe. Esas situaciones límite son verdaderamente tan límite que no se pueden imaginar. Actuás como reacciona todo tu ser en ese momento. Con cobardía, o con valentía o con audacia o con violencia o con parálisis. Es un misterio. Y no frente al deterioro. El deterioro es un deterioro de la calidad que tiene la vida. A mí se me han muerto muchos amigos, entonces mi vida se ha deteriorado enormemente. He perdido diálogos, he perdido poesías, he perdido abrazos, he perdido todos aquellos ojos para los que pintaba. Esas son las cosas que bajan la calidad de vida de una persona de setenta y siete años. Lo otro son avatares para los cuales no tenemos nada previsto.