En primer lugar, porque nací a doce kilómetros de aquí y no quería abandonar este lugar. Mis raíces están aquí, y es aquí donde conocí a mi pareja hace veinte años. Cuando hacía mis estudios superiores, iba a París el mínimo indispensable, dos veces por mes. Hoy voy por obligación y no me quedo más de dos días. No vivir en París es una decisión mía.
¿Es un esnobismo al revés?
Hace unos diez años, cuando empezaron a publicarme, mi editor me decía: "Ahora tiene que ser parisino, ver gente, formar parte de algunos grupos, de círculos...". Prefiero el desierto del interior porque lo que me interesa es trabajar, no tener relaciones mundanas. Aquí veo a las personas que quiero y elijo. Me da más placer tratar con mi almacenera todos los días que el medio intelectual parisino, que es superficial y frívolo. No tengo ganas de oír a tal filósofo kantiano, gran especialista en la virtud, diciéndome cómo hacer para no declarar el dinero que gana en el exterior, ni reunirme con tal otro experto en Epicuro que se niega a publicar en edición de bolsillo porque ganaría menos. No quiero codearme con gente así.
Usted se declara hedonista, pero lleva más bien una vida austera...
Hay un malentendido en cuanto al hedonismo que propongo. No es la caricatura que se pretende ver a menudo, o sea, el desenfreno generalizado, el alcoholismo, etcétera. Eso no está excluido, pero los placeres que yo propongo son más refinados: la escritura, la conversación, la música, en fin, todas las cosas que pueden practicarse tranquilamente en casa. Detrás del libertino que soy, hay un benedictino. Es imposible escribir y publicar alrededor de quince libros en diez años sin trabajar. Creo en la virtud del trabajo en materia intelectual. El trabajo es tiempo, energía. Hay que sentarse al escritorio, tomar notas, y eso supone una vida organizada. Mis placeres son de adhesión al mundo, la calidad de una luz que nos regocija, el placer de una conversación, la textura de la salsa preparada para el almuerzo, las cervezas o los vinos tomados en casa o en la bodega personal, el placer de releer una poesía de Mallarmé... Son microinstantes que deben construirse permanentemente y que no necesitan el aspecto esnob y mundano que supone el auto deportivo, la mujer "top-model", el departamento en el barrio literario de París, los amigos a cuya casa uno va a comer junto a tal actor o ministro. Eso no me tienta para nada.
¿No está en el mundo?
Estoy en el mundo de verdad. El verdadero mundo es aquel del cual yo vengo: padre peón de campo, madre ama de casa. Ese mundo me parece más auténtico que el mundo intelectual que muchas veces es neurótico, neurópata, arrogante y está desconectado de la realidad. La gente no sabe qué es la pobreza. El mundo que conocí en mi infancia está hecho de sufrimiento, miseria, explotación. Decidí seguir siendo fiel a ese mundo tanto geográfica como intelectualmente. No me siento cómodo en la casa de quienes nacieron con una cucharita de plata en la boca.
Es una forma de autoflagelación...
¿Por qué habría de existir la obligación de tratar a personas que no nos producen placer? Eso sería autoflagelación, masoquismo. Obviamente, el mundo obrero ya no es mi mundo: era el de mi infancia cuando trabajaba en la fábrica, el de mi adolescencia. No tengo ningún interés en jugar al proletario. Quiero elegir mi mundo sin tener que decidir entre la alternativa elitismo parisino o proletariado campesino. En todo caso, elijo la relación estética, cerebral, intelectual y hedonista con el mundo que puedo organizar con más tranquilidad en el desierto provincial.
¿La música tiene un lugar en esa organización?
Trabajo con compositores de música contemporánea. Con Eric Tanguy hicimos una cantata, un ciclo de melodías, un libreto de ópera radiofónica. Estamos trabajando en una nueva ópera. Con Pascal Dusapin estoy escribiendo un libro sobre música contemporánea. Voy a París a escuchar sus ensayos, conocer orquestas, solistas... En música tengo la práctica del provinciano que se ve reducido a los CDs. En mi escritorio tengo setecientos que escucho de modo continuo. Además soy un apasionado de los románticos absolutos: Schubert, Brahms. Están los insoslayables. No se puede no leer a Homero y Dante, no se puede no escuchar a Bach, Mozart y Beethoven. Mis padres eran demasiado pobres para pagarme clases de música cuando era chico. Yo quería, pero fue imposible. Luego invertí todo mi ser en la filosofía, no dejé mucho espacio para practicar un instrumento musical.
¿Por qué eligió la filosofía? ¿Hay algo más alejado del mundo del trabajo?
Creo que todos nacemos filósofos y que sólo algunos siguen siéndolo. No tengo hijos, por propia voluntad, pero siempre observé que los chicos tienen preguntas eminentemente filosóficas y metafísicas que hacen pensar en aquella frase de Leibniz: "¿Por qué el ser y no la nada?". Son capaces de preguntar cosas extravagantes a los padres, que no suelen tener la cultura ni el reflejo de decir: "Hay bibliotecas; allí está el saber que permitiría responder a tus preguntas". Y los chicos renuncian cuando crecen. El filósofo es el que no renuncia, el que siempre se plantea preguntas, como cuando era chico y preguntaba: "¿Por qué llueve? ¿Por qué morimos? ¿Por qué las cosas son así y no de otro modo? ¿Cómo funciona esto?". Yo descubrí en mí esa naturaleza. Me di cuenta de que los libros tenían respuestas a las preguntas que ni mis padres ni mis profesores sabían responder. A los trece años quería ser biólogo porque había leído a Jean Rostand y estaba muy interesado en sus reflexiones sobre el eugenismo, la sexualidad, la selección natural, todo el microcosmos que vive en el pantano... Me habían dicho al salir de la escuela que yo era muy mediocre, incapaz de seguir la universidad. Como me gustaba la biología, me destinaron al oficio de ayudante de laboratorio: a lavar tubos de ensayo. En el secundario, un profesor de letras me arrastró hacia lo literario. Yo seguía sin querer ser filósofo, sino conductor de locomotora. A los dieciséis años fui a la estación de Argentan a preguntar qué debía hacer. Me dijeron: "Termina el bachillerato, después el servicio militar y veremos". Después del bachillerato, yo no tenía ningún deseo de ir al cuartel y entré en la universidad. La literatura no me interesaba, me parecía muy superficial. La sociología o la psicología, tampoco. Ni hablar de historia, matemáticas o derecho. El profesor de filosofía no me entusiasmó, pero el cuestionamiento filosófico fue una verdadera revelación. Pensé: "Es mi mundo, es mi vida, debo seguir en eso", e hice la trayectoria que ya conocen... pero siguen gustándome los trenes y la biología.
Y los libros respondían a todas sus preguntas. ¿No le faltaron maestros?
Con mis padres, las cosas no habían funcionado demasiado bien. Me mandaron cuatro años al orfanato, tres años a un pensionado. Viví en un mundo en el que había que trabajar y el afecto no existía. No es así como se encuentran los maestros. Tampoco soy de los que aman a los maestros. Tuve varias posibilidades. Primero, conocí en el mercado de Argentan a dos señoras que vendían libros usados. Gracias a ellas leí durante el secundario a Nietzsche, Marx y Freud. Me gustó Nietzsche por malas razones, por su misoginia y su anticristianismo virulento. Me gustó Marx porque era una alternativa filosófica al capitalismo. Me gustó Freud porque respondía a las preguntas de mi pubertad. Necesitaba un maestro que me dejara lo suficientemente libre como para poder desprenderme de él y que ésa fuera mi manera de aceptar su saber. Conocí a un profesor de filosofía, Jerphagnon, que acaba de publicar la obra de San Agustín en las ediciones de La Pléiade, y me dio una mano. Yo tenía diecisiete años, recién ingresaba en la universidad, no conocía a nadie. Me hizo ir a su escritorio y me propuso hacer un volumen sobre la Edad Media. Fue la oportunidad de mi vida: yo, el hijo rechazado, encerrado en un orfanato. De golpe, alguien que me dice: "Hay lugar para usted junto a quienes son sus profesores". ¡Era desmedido!
¿Por qué se interesó en usted?
Posteriormente lo hablamos, pero la historia siempre se reescribe en función de lo que pasó después. Me dijo: "Percibí en usted una seriedad, una capacidad de trabajo, de organización". No hice ese libro porque a esa edad era incapaz de hacerlo, pero fue importante a nivel psicológico que él me dijera que era capaz.
¿Estar en una pensión o en el orfanato le dieron esa capacidad de trabajo?
La lectura fue para mí una oportunidad de escape. En el pensionado la comida era asquerosa, nos golpeaban y había vejaciones sexuales. Algunos curas nos hacían salir en pijama a la nieve a las tres de la mañana porque alguien había hablado en el dormitorio y nos dejaban media hora así, esperando que uno se declarara culpable. Como nadie lo hacía, volvíamos a esperar otra media hora más. Eramos sólo varones; yo salía una vez cada tres semanas; las actividades del domingo eran casi paramilitares... No, no me gustó esa manera de despreciar el cuerpo, de asesinar la carne, de considerarla vil. Es una de las causas de mi hedonismo. La lectura fue para mí una amistad, un salvataje integral. Yo abría un libro, cerraba escotillas a mi alrededor y estaba en el mundo que el libro me proponía. Aún hoy conservo esa facultad de sumergirme por completo en la lectura, de estar en Roma con Lucrecio, en Atenas con Platón y Epicuro. Desde entonces he ido a los lugares donde vivieron esos filósofos: a Libia por Aristipo de Cirene; a Sinop, Turquía, por Diógenes... El libro es mi vida.
¿Cómo publicó su primer libro?
Por pura casualidad. No conocía a nadie. Envié mi manuscrito por correo a una editorial de la que me llamaron a los quince días. Me preguntaron: "¿Quién es usted, quién se oculta detrás de ese seudónimo? Es imposible llamarse Michel Onfray, vivir en Argentan y escribir así. Si mañana recibe un contrato de otra editorial, diga que no, que está trabajando con nosotros". Fue tan mágico como mi profesor diciéndome: "Escriba un libro conmigo".
¿Qué fue lo que lo precipitó en el furor de la anarquía?
La pasión que siento por la vida, indisociable del pensamiento libertario, que es siempre un pensamiento de la vida y el movimiento. Todos los otros pensamientos son pensamientos de lo fijo, en la izquierda por lo menos. Siempre existe el liberalismo, en la derecha, pero es la fábrica, la empresa, la destrucción, la negación del cuerpo. Soy visceralmente de izquierda y anticomunista, o sea individualista furioso. La pensión también me enseñó a odiar lo gregario, el grupo, la masa. Para mí, dos ya es el comienzo de la comunidad y el colectivismo. No estoy para nada con las lógicas de Bakunin, que son lógicas marxistas en relación a los fines y que difieren en cuanto a los medios. La sociedad que propone Bakunin es la misma que la que propone Marx. Simplemente, se aborda de otra manera.
En Bakunin también aparece la violencia...
Yo defiendo la violencia. El padre de mi pareja era miembro de la Resistencia, y para mí es un modelo. Pienso que entonces no había más opción ética que rebelarse físicamente. Podían escribirse manifiestos diciendo: "No estamos de acuerdo, los alemanes son malos", pero prefiero claramente que personas como él, un almacenero, hayan tomado las armas contra los nazis. Prohibiendo la violencia nos prohibimos legitimar éticamente lo que pasó en la Resistencia. No se derriba un régimen tiránico con declaraciones de intención. De tanto en tanto hay que tomar las armas. En el caso de Kosovo, si un intelectual defiende la violencia, en mi opinión debería tomar las armas. Si realmente se considera que se juega el futuro de la humanidad, ¿cómo conformarse con hacer declaraciones a los medios? Si yo estuviera realmente convencido de la necesidad de un combate político al punto de movilizar a los medios sobre mi humilde persona, lo compensaría como mínimo con un compromiso físico.
¿No es útil comprometerse en Kosovo?
No veo la relación entre el fin del régimen de Milosevic y el bombardeo de poblaciones civiles. Si me dijeran que bombardeando Belgrado, quemando refinerías, comisarías, ministerios, van a terminar con Milosevic, diría, sí, por supuesto. Pero la guerra tal como se lleva a cabo no permitirá terminar con él. Al contrario: acelera el proceso que se quería combatir, la depuración étnica, la cochinada soldadesca, el nacionalismo serbio. Creo en la diplomacia; y que si la diplomacia no basta, se puede utilizar la violencia. Para eso están los servicios secretos. Ya se trate de Kaddafi, Saddam Hussein o Milosevic, cuando se quiere acabar con el régimen de un hombre no se asesinan poblaciones civiles. No soy pacifista: creo que hay momentos en los que hay que ir a la guerra. Pero la guerra es una cosa demasiado importante como para utilizarla así, con fines presuntamente humanitarios.
¿Existe en este momento algo que justificaría que usted tomara las armas?
Sin dudas, en Francia, un régimen político que coartara mi libertad en lo cotidiano. Le Pen vino una vez a Argentan, fui a verlo para tratar de comprender cómo funcionaba. Encuentro que en este momento el fascismo avanza suave, finamente, tanto en la derecha como en la izquierda, con ideas que en definitiva todo el mundo defiende, de lo más inocentes aparentemente. Se protesta contra la música contemporánea diciendo, como por casualidad, que fue inventada por un judío; se protesta contra el arte contemporáneo diciendo que ya nadie va a ver las exposiciones. Hay todo un montón de discursos reaccionarios en las élites o en el pueblo llano, que considera que la gente está harta de los extranjeros que ponen en peligro a nuestra Francia. Todo eso me asquea. Por el momento, mi militancia consiste en hablar, escribir, vivir como vivo. Si esa gente llega al poder mediante un juego de alianzas, o sus ideas llegan al poder -lo cual es más probable todavía-, creo que debería poder pensar cierto tipo de acción fuera de los libros y la conferencia y el debate. Pienso que entonces sería capaz de comprometerme físicamente y me sentiría feliz de hacerlo.
¿No hay un término medio entre el compromiso intelectual y el compromiso físico? ¿No hay un medio político?
No creo en el juego democrático contemporáneo, en la asamblea nacional, la representación, el régimen de partidos. Creo que ya no existe el sentido del interés nacional, el interés libertario, el interés popular. Yo no opondría el compromiso físico y el compromiso escrito. Pienso que el compromiso escrito es también un tipo de compromiso físico y viceversa.
Los lectores se convencerán algún día de la legitimidad de lo que escribe. ¿Por qué rechaza el efecto de palanca que le daría la arena política?
Creo que el juego político es malo esencialmente y no porque se ocupen de él personas malas. Creo que hay muy buenas personas que se ocupan de él y que el juego político las pervierte. Y que yo sería tan malo como los otros: utilizaría los mismos medios y sería también impuro. Además está el juego de la reelección, de la seducción. Hoy una idea muy seductora pero tonta y hasta peligrosa supera a una idea ardua, difícil pero inteligente. Hoy es más fácil halagar la fibra racista de la gente, y todo para tener su voto. Jospin piensa en las elecciones. No está pensando: "¿Estoy a la altura del ideal de la izquierda?". Piensa: "¿Cómo puedo hacer que la próxima vez me elijan en lugar de Chirac?". Además, cuando se está en política, se está al servicio: al servicio de un gobierno cuando se es ministro, al servicio de un partido cuando se es diputado, al servicio de un grupo cuando se trabaja en el municipio. Yo no tengo ganas de estar al servicio. No me interesa luchar para que se mejoren las rutas o el alumbrado público en Argentan. Me parece más interesante, más romántica, más ideal e idealista la acción política que permite un día, al estilo de René Char, decir: "Vamos, saquemos los revólveres del galpón", porque hay causas que lo merecen. La política, para mí, está cuando se enfrenta la historia de frente. Por eso me interesa De Gaulle, que fue el último que negoció con la historia, que no pensó en términos de reelección, de popularidad, de encuestas. Era capaz de decir, él solo, "no" al régimen de Pétain, a los americanos, a los soviéticos: "No, no es bueno para Francia, para la idea que tengo de Francia y los franceses".
Pese al "ni dios ni amo" de la anarquía, ¿espera un amo?
Lo que me gusta en De Gaulle es a quiénes sedujo y lo inesperado de eso. Me gustó que personas francamente de izquierda pudieran reunirse detrás de él. Creo que a De Gaulle no le gustaban los servidores, la gente servil. Le gustaban los compañeros de ruta; le gustaban las personas que eran capaces de decir: "Recorramos parte del camino juntos, pero ni hablar de que yo sea su amo o usted el mío". Me gusta la posibilidad de asociarme a la gente: tenemos intereses comunes, podemos hacer cosas juntos. Un maestro, un guía, no me interesa. Tengo ganas de relaciones libertarias con personas de las que me gustaría poder decir: "Hace algo que yo estimo, no me importa que sea de derecha o de izquierda". El maestro es aquel a quien se aplaude constantemente. Yo no puedo ser incondicional de nadie. Con los autores que amo en literatura recorremos un trayecto juntos, pero en ningún momento son mis maestros. No hay nada peor que la relación de dominio que supone una lógica de servidumbre. No le deseo a nadie que la conozca ni la experimente. Yo soy visceralmente incapaz, debido a la pensión, a mis padres, a mi infancia y todas esas cosas que me vacunaron y me volvieron reacio.
¿Y por qué no intenta transmitir esa visión del mundo a hijos suyos?
Porque amo demasiado a los niños para darles la vida cuando sé que, en definitiva, tendré que recortársela permanentemente. Tendré que enseñarle a mi hijo a renunciar a todos sus deseos en razón de la socialización necesaria. No me veo diciendo: "¿Tuviste ganas de decirle a Fulano que es un imbécil? Tenés razón, es un imbécil, pero no hay que decírselo". No tengo ganas de enseñar la hipocresía, la duplicidad, la mentira. Un hijo implica renunciar a sí mismo. Yo tengo muchos amigos que tuvieron hijos sin renunciar a sí mismos y que hicieron catástrofes. Los hijos, si se tienen, se tienen bien. Y si se tienen bien, es un sacerdocio integral. Yo me siento absolutamente incapaz. Pienso que sería un padre sofocante, demasiado solícito, demasiado invasor, y eso no es ser buen padre. Por otra parte, no creo que el mejor regalo que pueda hacerle a alguien que no existe sea hacerlo surgir al ser y decirle: "Vení, viví y alegrame. Sé mi hijo o mi hija".
Su visión del mundo es un poco elitista. El ser, tal como usted lo concibe, es dandy, cínico y libertino, un poco lo concontrario de lo que se puede hacer hoy, salvo que se disponga de medios financieros.
Para nada. El dandismo no tiene mucho que ver con la idea habitual que se tiene de él. No es la apariencia, el "look", lo superficial: es el arte de decir "no" a su tiempo, es el arte de ser individuo en un mundo de masas, y eso ha sido así desde siempre, desde Alcibíades hasta hoy. Es un lujo ético. El cinismo también es un lujo, poder permitirse decir lo que se piensa a los demás. Yo construí toda mi existencia para deber lo menos posible a la gente, para no tener que estar frente a alguien sin poder decirle qué pienso porque él tenga el poder de arruinarme. Nunca pedí ser docente universitario. Cuando me lo propusieron, lo rechacé. Cuanto más libre es uno, más posible es el cinismo -en el sentido segundo, no vulgar, del término-. Y el libertino es aquel que no pone nada por encima de la libertad. Estar en París significaba ganar dinero suficiente para vivir ahí, o sea, someterme a imperativos que no quería aceptar. Me ofrecieron dirigir páginas culturales de revistas; tenía que vivir en París, pagar alquileres astronómicos, ganar más dinero y, por ende, dejar de ser libre. Yo soy profesor en un secundario medio día, trabajo dos medios días por semana, treinta y tres semanas al año. El resto del tiempo hago lo que quiero, cuando quiero, como quiero. Para mí es el lujo máximo. Hay personas que se prohibieron esa vida al matar su libertad: se casaron,tuvieron hijos, corrieron tras el dinero o el poder. Para ellos desapareció el lujo de poder ser cínicos, solares, individuales, dandies, libertinos y libertarios.