En esencia, la convicción de la inutilidad social de la escritura en los tiempos que se viven. Yo diría que, en términos de relaciones causales inmediatas, es descarnadamente cierto que lo que escriben los escritores argentinos hoy no le interesa a nadie, salvo al pequeño grupo de escritores y lectores más o menos especializados que siguen comprando esos quinientos, mil o dos mil ejemplares de cada libro. Seguir escribiendo sostenido en esa convicción no es un acto heroico, pero sí un acto de decisión personal, una elección de vida.
¿Cómo explicás ese desinterés del público?
No sé si esa pregunta, de tipo sociológico, me cabe. En todo caso, creo que esto se inscribe en una situación más amplia. El desinterés por la literatura -al menos por la literatura que se plantea los grandes problemas de la época- es un fenómeno global que, en la Argentina, se da con características muy marcadas porque aquí la crisis es mucho más grave y, entre otras cosas, porque la producción cultural ha quedado al margen del proyecto político y económico que se le quiere imponer a este país. De todos modos, en países desarrollados -sin los desgarramientos ni los problemas económicos y estructurales de la Argentina-, la alta literatura y, en general, la alta cultura también se encuentran en una situación profundamente crítica y de mucha reflexión acerca de cómo y para qué seguir.
¿El arte aparece como algo completamente inconsumible?
Totalmente inconsumible o, en el otro extremo, pasible de un consumo altamente sofisticado, cuando se convierte -como a veces pasa con la pintura- en un bien apto para el mercado. Por otro lado, si alguna vez la literatura cumplió alguna función social -y creo que sí lo ha hecho-, en la segunda mitad de este siglo ha sido desplazada por una suerte de hegemonía del mercado, que ha privilegiado una literatura ligera, de puro entretenimiento, sin riesgo, cuya única función es divertir y, en lo posible (y esto con muchos matices), incorporar información a través de lo que se lee. Las grandes novelas, las que se hacen cargo de las grandes preguntas de este siglo, no tienen el mismo lugar en el mercado, espantan a los editores, aquí y en el resto del mundo. Es necesario que un escritor llegue a los noventa años o se muera para que su obra sea leída. Esto vendría a confirmar que la verdadera legibilidad de las obras está en el futuro.
De poco valen, entonces, la estrategia que un escritor pueda darse.
Desde luego. El escritor no tendría que ocuparse de otra cosa que no sea escribir. De modo que, en el fondo, no había tanta ironía en aquello de pasarme diez años escribiendo mi próxima novela. Tal vez lo haga, tal vez no, pero creo que sí hay que soslayar la idea de incidir sobre el mercado con determinada estrategia, porque el resultado estará siempre más allá de lo que uno se proponga.
Para entrar en cosas presumiblemente más acá de tus propósitos: ¿qué ocurrió para que tu obra tomara el giro que va de "La vida entera" a la trilogía que culmina con "La construcción del héroe"?
Digamos que así estamos apenas un poco más cerca de mis propósitos. Porque uno tiene ideas y desde luego es consciente de ciertas experiencias que puedan explicar algunas cosas. Uno sabe algo de lo que escribe, pero nunca demasiado. Desde el punto de vista de una explicación casi biográfica -tomando la expresión con todas las precauciones del caso-, creo que "La vida entera" cierra un ciclo de escritura que comienza con mis primeros libros de relatos y continúa con mis primeras novelas. A través de esos libros llego al ambicioso proyecto de escribir esa "novela rioplatense". A esta transición se suma, a fines del '75, mi partida de Rosario hacia Barcelona. Este cruce, donde intervienen la culminación más o menos lógica de un proceso y una situación de destierro, marca fuertemente el proyecto. Observando "La vida entera" a más de diez años de publicada, creo que en ese fresco expresionista que pretende ser hay como un gesto de despedida, una mirada absolutamente descentrada de los temas que se trata y una que, por primera vez, se desarrolla lejos del lugar donde se ha constituido. Cuando termino "La vida entera" -tarea que me insume siete años- quedo absolutamente agotado, siento que es demasiado tiempo para escribir una novela y, en segundo lugar, que no quiero quedar pegado a la estética de ese libro. Por otro lado, comienzo a tomar conciencia de que yo, como descendiente de italianos, estoy cerrando un viaje de ida y vuelta: el iniciado por mis abuelos hacia la Argentina y completado por mí con mi regreso a Europa. El tema de las migraciones, más allá de ser recurrente en la tradición literaria y cultural argentina, me resultaba muy atractivo porque creo que se trataba de un momento histórico y personal bastante excepcional para encarar ese tema, el de la reexploración de una cultura en términos amplios y el reencuentro con una lengua "perdida" como el italiano. Por eso, "Composición de lugar" es la novela de un viaje encarada no como un título del exilio -tenía muy claro que no quería hacer eso- sino desde la concepción de un personaje no heroico, visto desde la más arbitraria intimidad.
Más que la cuestión temática, lo que llama la atención de "Composición de lugar" es el giro en los procedimientos y en los problemas narrativos que se plantean.
Claro. Tengo para mí que, incluso, el verdadero tema de "Composición de lugar" -más allá de lo anecdótico, deliberadamente fragmentado- es la reflexión sobre la lengua y sobre la estrategia narrativa capaz de convertir en novela esa reflexión.
Parece insinuarse, casi como entre líneas: si hay alguna identidad, ésta es de tipo lingüístico.
Exacto. Sólo se es lo que se escribe o, como se ha dicho ya hasta el cansancio citando a Adorno, la única patria de un escritor es la lengua, o la escritura. Creo profundamente en eso, sin pretender convertirlo en una verdad consensual. En "Composición de lugar" se ponen en escena las relaciones entre ese español rioplatense que yo había manejado hasta entonces con el castellano peninsular, en sus diversas variantes regionales y, por debajo, el fantasma de la lengua italiana. Por otro lado, creo que se plantea una doble pregunta: qué narrar y cómo narrarlo. Desde luego, es una pregunta de la cual está plagada hoy en día la literatura de todo el mundo, ¿verdad? Pero es lo suficientemente central como para no poder soslayarla sin hipocresía. Me atrevería a decir que ya no hay historia -y cuidado con esto- en tanto la pregunta inicial de quien escribe no sea qué narrar y cómo hacerlo; porque en esa reflexión es donde estamos comprometidos o yo, por lo menos, trato de estarlo para intentar que en mi obra aparezca el espíritu de una época. Es evidente que el sujeto, el hombre de hoy, tiene un horizonte de certezas mucho más acotado y precario. No hay un saber totalizante sino un sinnúmero de saberes parciales y fragmentarios...
Y, paradójicamente, un ilusorio y abrumador incremento de la información.
Sí, porque la información genera una ilusión de conocimiento, funciona como sucedáneo del saber, mientras que éste aparece como inaccesible.
Esto aparece claramente en escena en "El fantasma imperfecto". Minelli intenta en vano, a lo largo de toda la novela, saber qué es lo que está ocurriendo, mientras es bombardeado por anuncios, noticias periodísticas y versiones entrecortadas...
De acuerdo. Así como en "Composición de lugar" se ponen en duda las posibilidades de la memoria individual para reconstruir una historia, en "El fantasma imperfecto" aparece de un modo explícito la imposibilidad de tener un conocimiento cierto de la realidad más pueril como es la que transcurre en ese aeropuerto. Siguiendo en esta línea, podría decirse que en la última novela de la trilogía, "La construcción del héroe", se pone en evidencia la imposibilidad del sujeto de reinscribirse en su propia historia. Se supone que Minelli, el protagonista, vuelve en esta novela a una escena conocida. Pero esta escena termina por resultarle completamente ajena. No escribe él la historia sino que es escrito por la historia, por un cúmulo de relatos fragmentarios y ajenos. Y esta, hoy por hoy, es la mejor metáfora que encontré para aludir a la situación del hombre contemporáneo.