La historia es una de mis preocupaciones, tal vez la principal. A veces me pregunto si no soy un historiador que no llegó a serlo. La historia se me presenta como algo inacabado, algo que dice apenas una parte de lo que ocurrió, y esa sensación de cosa incompleta me ha llevado a decir que quiero "corregir la historia". Tal vez eso no sea exacto, pero sí quiero rescatar algo de lo que quedó afuera. A mí me preocupa mucho el punto de vista, donde está uno cuando mira algo, y la historia oficial que nos enseñan no es más que una selección de hechos organizados coherentemente aunque nos la presentan como una fatalidad, como algo, que ocurrió porque no podría haber ocurrido otra cosa. Esa historia deja mucho afuera: la historia escrita por las mujeres, los vencidos, los indios, los pobres, todos los que no tienen lugar en la historia oficial o, cuando lo tienen, son un decorado. A la hora de escribir una novela, yo tengo esa necesidad, a veces obsesiva, de buscar lo que no ha sido dicho y a veces lo que no ha sido dicho va en contra o ilumina de otro modo lo que sí se dijo.
Le explico: yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando todos somos creadores, y no todos pueden serlo escribiendo. Lo que pasó esa vez fue que yo escribí con los personajes en el oído porque los había escuchado; tenía no sólo la palabra, sino la música que la acompañaba. Y era como si estuviera devolviéndoles lo que me habían dicho, tamizado por mi propia sensibilidad, por lo que yo me imagino que sé (conciencia política, conocimiento cultural, y demás). Yo me veía a mí mismo narrando sus propias vidas a esa asamblea de campesinos, narrándolas oralmente, y eso me impuso ese discurso que no acaba más. Y ahora viene la anécdota: le di la novela a un amigo mío. A los pocos días, me llama y me dice: "No entiendo, leo una página y a la tercera me pierdo, ¿qué pasa?", y yo le dije: "Te sugiero que leas en voz alta". Al día siguiente, me dijo: "Ahora sí entiendo todo". Mi lector, aunque no ande por el pasillo leyendo en voz alta y molestando a la familia, tiene que oír la voz de la narración en su cabeza.
Sus libros plantean un problema con respecto a la voz que cuenta, al narrador. ¿Podría definir a ese narrador?
Sé que es un problema, una dificultad. Si yo pudiera eliminarlo totalmente, lo haría, pero a veces me lo señalan y no tengo más remedio que reconocerlo. Siempre digo que el narrador es un personaje más en una historia que no es la suya y aunque les moleste a los universitarios y me lo discutan, para mí la voz más importante en mis novelas es la del autor. El autor no tiene más remedio que poner de vez en cuando algo reconocible, detectable, llamado narrador, pero yo quisiera que no estuviera ahí. Es más, si pudiera, pondría en mis novelas una faja que dijera: "Atención, este libro lleva una persona adentro". Y esa persona es el autor. Insisto, yo defiendo al autor, creo que existe una entidad llamada autor. No estoy hablando de confesiones, por supuesto: el autor no debe aprovechar el hecho de que escribe para confesarse, pero sé que toda novela, todo gesto, todo lo que hacemos es autobiográfico en el fondo.
¿Y los comentarios que hace la voz narradora, por ejemplo, en "O Evangelho segundo Jesús Cristo" (El Evangelio según Jesucristo)?
No se trata de un narrador: es el autor. El autor cuando escribe, reflexiona sobre lo que hace. No se sirve de una entidad interpuesta llamada narrador para hacer sus comentarios. Por lo menos en mi caso no. Soy yo, que me interrumpo para comentar desde mi propio punto de vista. Yo jamás diré que estoy fuera de la historia: yo lo digo todo. Pensándolo bien, quizás no escriba novelas. Quizás lo que yo hago sean ensayos con personajes.
¿Qué lugar tiene Portugal en sus textos?
Todo lo que escribo está empapado de Portugal. Como escritor y como hombre, conozco muy bien sus propios límites. Mis temas, mis intereses están limitados a un espacio dado. Dentro de esos límites, el trabajo es ahondar, trabajar en profundidad, no ampliarse. Y ese espacio es Portugal porque ahí nací y eso es lo mío. Existe el riesgo (obviamente hoy me doy cuenta de que no es tan grande como yo creía) de quedar un poco local como autor, de no interesar fuera del país, pero me doy cuenta que cuanto más local es uno, más universal es. Voy a dar el ejemplo de alguien que es muy pero muy local y que también es universal: Dostoievsky. Temas totalmente rusos, totalmente de Dostoievsky incluso, se han vuelto temas de importancia universal. No quiero compararme con Dostoievsky, pero sí decir que esa cualidad de local me da una cierta seguridad en mí mismo que no es pedantería y que depende directamente de la conciencia que tengo de mis límites.
¿Y usted opone esa actitud suya de trabajar para abajo, en profundidad, a la de los políticos de su país, que alguna vez definió como superficiales?
Sí, pero no hay que criticar mucho porque no estamos haciendo nada más que ir por donde va el mundo: hacia la superficialidad, la falta de solidaridad, el egoísmo personal, esa especie de histeria consumista. Lo peor de todo y lo que más me preocupa es que Portugal no tiene una idea de su propio futuro. No se puede separar lo que se es de lo que se hace. Y no sabemos qué vamos a hacer en el marco de la Comunidad Europea, cuál es nuestro rol en la división del trabajo. Estamos convirtiendo a los ciudadanos en consumidores, en clientes, y eso es algo trágico. En un país fuerte, como Alemania o Francia, se pueden encontrar modos de conciliar ese espíritu o falta de espíritu que lleva de un ciudadano a un consumidor, pero no en países débiles como el mío. Y hay regiones que en Portugal son de gente pobre, triste, vieja, melancólica, gente que perdió la ilusión que les había dado la reforma agraria de la revolución.
Usted dijo alguna vez que Portugal era un país muerto.
Es cierto. Y hubo escándalo por eso pero hay que poner la frase en contexto. Supongamos que no está muerto: ¿para qué sirve un país que depende de todos y de todo, que no tiene una idea propia de futuro, esto dicho sin nacionalismo? Vivir así es una especie de muerte en vida. Con veinte millones de desocupados, los hombres están al servicio de la economía y no al revés, como debería ser. Yo lo siento un poco menos porque vivo en las Canarias pero sigo sintiéndolo, claro está. Uno nunca está afuera del todo.