No recuerdo haber prestado atención a mi identidad antes del brutal despertar de marzo de 1968, cuando se puso en duda públicamente mi idiosincrasia polaca. Descubrí que la identidad es un amasijo de problemas. Por mi idiosincrasia judía, queda confirmado que las inquietudes israelíes me duelen más que las atrocidades cometidas por otros países. Me tocó el mismo lote que a millones de refugiados e inmigrantes, quienes se ven expulsados. La naturalidad de suponer que la pertenencia por nacimiento significa inequívocamente poseer una identidad resulta una convención fácilmente refutable. Para desafiar esta errada convención, la sabiduría popular hace uso de sus herramientas. Así es que una mañana de 1994, las calles de Berlín amanecieron empapeladas con afiches que advertían: "Nuestro Cristo es judío. Nuestro coche es japonés. Nuestra pizza es italiana. Nuestra democracia, griega. Nuestro café, brasileño. Nuestra fiesta, turca. Nuestros números, árabes. Nuestras letras, latinas. Sólo nuestro vecino es extranjero".
Su biografía tiene muchos puntos en común con la experiencia actual, en la que la pertenencia se encuentra en crisis y múltiples variables influyen en la conformación de la identidad. ¿Cómo se produce este fenómeno?
Ludwig Wittgenstein siempre oscilaba entre su Viena natal y su tierra adoptiva inglesa; cierta vez comentó que el mejor lugar para resolver un problema filosófico era una estación de tren. Aunque, bueno, no creo que hoy Wittgenstein hubiera dicho lo mismo respecto de un aeropuerto. Sus reflexiones me ayudaron a entender que, en nuestros tiempos, la identidad tiende a ser algo tan provisorio y vulnerable que obliga repetidamente a revisar los planes a largo plazo (lo que Jean-Paul Sartre llamaba "project de la vie"). Se demuestra muy vívidamente lo poco confiables y riesgosas que son en general las resoluciones a largo plazo. Por primera vez en la historia, el cuerpo humano constituye la única entidad cuya expectativa de vida se ha prolongado. En cambio, todas aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida satisfactoria) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta.
¿Qué relaciones se juegan entre la modernidad líquida y la crisis de identidad?
En nuestra modernidad líquida, las obligaciones de vida demandan una necesaria fluidez; el permanecer inalterado representa una perspectiva siniestra y una amenaza aterradora. En un instante y sin ningún aviso, los activos se pueden transformar en deudas. De allí, la contradicción contra la que todos debemos pelear: tener identidad significa estar claramente definido, sugiere continuidad y persistencia. Pero es precisamente esa continuidad y persistencia la que le otorga a la fluidez una tendencia algo suicida.
¿Por qué?
Sin duda, la idea de identidad siempre estuvo dividida por una contradicción interna: sugería una especie de distinción que tendía a desdibujarse y apuntaba a una semejanza que podía edificarse sólo compartiendo la diferencia. La identidad enfrenta un doble dilema: debe servir a una propuesta de emancipación individual tanto como a un plan de membresía colectiva que sobrepasa cualquier idiosincrasia particular. La busca de identidad implica someterse a un fuego cruzado, a una convergencia de dos fuerzas opuestas. Hay una doble propuesta en la cual la pretendida identidad (identidad como problema y cometido) se debate, y por la cual debe luchar en vano por emanciparse. Navega entre dos extremos de individualidad y total pertenencia; el primer extremo es inalcanzable, mientras que el segundo, como un agujero negro, debe absorber y eliminar todo lo que flota en su cercanía. Cada vez que es elegido como el destino de una excursión, la identidad hace vacilar cualquier movimiento hacia dos direcciones. Por esa razón, presagia un peligro mortal para el individuo y la colectividad, aunque ambas recurran a ella como un arma de autodestrucción. El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de libertad y la demanda de seguridad. Por esta razón, la guerra de la identidad permaneceré siempre inconclusa y sin ganadores, y la causa de la identidad continuará destacándose al tiempo que se disimulen sus instrumentos y objetivos.
Usted afirma que el lugar de la identidad es un campo de batalla que sólo queda en silencio cuando la contienda se adormece. ¿Qué piensa de los cada vez más frecuentes episodios de xenofobia que se registran en todo el mundo?
La mayoría de las novedades parecen inéditas por la brevedad de nuestra memoria colectiva. Los actores han cambiado, pero no las acciones. El sociólogo Georg Simmel sugirió que la lucha, a menudo violenta, es ante todo un trámite preliminar para la integración. Demostró que los faccionarios habían aceptado (de manera entusiasta o desanimadamente) los valores dominantes de la época y deseaban unírseles a aquellos que practicaban sin éxito dichos valores. Entonces se rebelaban contra aquello de ser prevenido, de participar en los valores que otros sí podían practicar libremente. Los disturbios callejeros del siglo XIX y el "good deal" del siglo XX pueden ser explicados como las manifestaciones de las clases bajas golpeando tan fuerte como podían las puertas de la sociedad que se les cerraban en las narices. Sus protestas desencadenaban reacciones también violentas. Los "establecidos" no deseaban que los "marginados" fueran admitidos.
¿Cómo se engendró esa violencia?
Parece ser el resultado de que aún no se ha disuelto la jerarquía de antiguos valores. Cien años atrás, se tenía como asumido que Europa era la expresión más sobresaliente de la evolución humana; la gente que quería ser tratada como europea debía primero renunciar a cualquier rasgo de identidad que la alejara de los estándares europeos. Se esperaba que los aspirantes asimilaran e imitaran cada detalle del estilo de vida europeo. Sin embargo, uno de los efectos actuales de la globalización es que tenemos un mundo repleto de diásporas, territorios habitados por miembros de cualquier grupo étnico o religioso, que constituyen reminiscencias más de archipiélagos que de continentes. Para muchos de los integrantes de esos grupos, la superioridad del estilo de vida europeo no es ninguna obviedad. De hecho, son reacios a abandonar sus propias tradiciones, que consideran buenas o aún mejores que aquellas que encontraron en el nuevo país al que han emigrado. Su idea de integración no imposibilita el derecho a la diferencia. Y, seamos francos: ¿no es ésta acaso una prueba de que ellos han asimilado y aceptado las ideas europeas? ¿Acaso no aplaudimos la variedad y juramos apoyar el derecho a la diferencia? En la práctica, siempre nos referimos a nuestro derecho a la diferencia, no a la de ellos.
A pesar de su diagnóstico alarmante se vislumbra esperanza en todos sus ensayos. ¿En qué radica esa esperanza?
La gente optimista afirma que el mundo que tenemos es el mejor posible; los pesimistas son personas que desconfían que los optimistas tengan razón. Así que por lo tanto, no soy ni optimista ni pesimista porque creo firmemente en otra alternativa (y quizá mejor): de que un mundo mejor es posible para mis congéneres humanos, y que la posibilidad de lograrlo es real. Para servir a la humanidad, la sociología necesita empezar por aclarar cuál es su sitio. Las valoraciones críticas deben conjugarse con un esfuerzo por hacer visible y audible aquellos aspectos de la experiencia que normalmente se quedan lejos de los horizontes individuales, o detrás de los umbrales de la conciencia individual. Un momento de reflexión debe hacer consciente aquellos mecanismos que delinean una vida dolorosa e inconducente. Dibujar las contradicciones bajo un haz de luz no significa resolver las mismas. Un largo y tortuoso camino se expande entre el reconocimiento de las raíces de los problemas y su erradicación, y dar el primer paso no asegura que más adelante no se deba dar otros pasos. Sólo el mismo camino nos llevará hasta el fin. Y aún así no hay que negar la crucial importancia de la compleja cadena de eslabones que existe entre el dolor sufrido individualmente y las condiciones producidas colectivamente. En sociología, y aún más en la sociología que se ocupa de estar al día con sus tareas, el comienzo es más decisivo que ninguna otra parte. Siempre es el primer paso lo que designa y pavimenta el camino para la enmienda que de otro forma no existiría, dejando sólo anunciado tal sendero. La llegada del nuevo siglo puede conducirnos a la catástrofe final. O puede ser el tiempo en el que se gestione un nuevo pacto entre los intelectuales y la gente. La elección entre estas dos alternativas aún se encuentra de nuestro lado. Yo creo que, en estas circunstancias, la pérdida de la esperanza es el mayor desastre que le puede acontecer a la humanidad. Tener esperanzas es nuestra obligación.