José Donoso (1924-1996) nació en Santiago de Chile en el seno de una familia de médicos y abogados. Estudió en la Universidad de Chile y en Princeton. Fue profesor de Literatura Inglesa en la Universidad Católica de Chile, redactor de la revista "Ercilla" y profesor en el Writers Workshop de la Universidad de Iowa, en la Universidad de Princeton y en la de Dartmouth. Su obra publicada se inicia en 1955 con un libro de relatos: "Veraneo y otros cuentos", y sigue con títulos como "El lugar sin límites", "Casa de campo", "El jardín de al lado", "La desesperanza" y "Donde van a morir los elefantes" entre otras novelas. Su última obra, "Lagartija sin cola", fue publicada póstumamente. En abril de 1987, durante la 13º Feria Internacional del Libro en Buenos Aires, mantuvo con Mempo Giardinelli (1947) editor de la revista "Puro Cuento", una charla de la cual los párrafos más significativos fueron publicados en el nº 5 de julio/agosto de 1987.
M.G.: ¿Cómo fue tu relación con el cuento, cómo se inició?
J.D.: Fue lo primero que escribí y lo primero que publiqué: dos cuentos escritos en inglés, cuando era estudiante en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Tenía 22 años. Yo leía mucho cuento, pero mi intención ya era más bien novelística. La construcción de mi imaginación es más novelística: me gusta la forma generosa, desparramada, caudalosa. No soy un tipo escueto, para nada. Pero amaba el cuento, en particular el norteamericano y el inglés. Lo que se escribía entonces me impactó mucho: el primer Truman Capote, Carson McCullers, Eudora Welty; los escritores del sur, una generación muy brillante. Y en Princeton era el momento del redescubrimiento de Henry James, a quien leí y estudié. Te hablo del año 48, 49, y me entusiasmé con la sutileza y el regodeo de James. En mí había, claro, una larga vocación de escritor pero supongo que no me atrevía todavía a una "Moby Dick", por lo que me quedaba aún en la fascinación de los cuentos de Melville, o de Sherwood Anderson. No le quito nada a los rusos o a los franceses, pero la suma del cuento norteamericano contemporáneo, desde el siglo XIX, es algo muy importante, te fijas. Algo muy espléndido.
M.G.: Tu producción cuentística es mucho menos conocida que tus novelas. ¿En qué consiste tu cuentística y qué significa para ti?
J.D.: Bueno, luego de esos dos en inglés, tengo siete cuentos en mi primer volumen, que se llama "Veraneo y otros cuentos". Los escribí en mi juventud y los publiqué cuando tenía veintinueve años. Están escritos un poco a la sombra de Neruda, o en lugares nerudianos, como siempre escribí. Luego vino mi novela "Coronación" y después otros cinco cuentos, que reuní en un volumen llamado "El charleston". Y esa es toda mi producción cuentística.
M.G.: ¿Por qué lo abandonaste?
J.D.: No lo abandoné. En realidad, lo que pasó fue que me incliné hacia un género del que creo que me adueñé bastante, y del que me parece que soy uno de los pocos cultores que existe en la literatura latinoamericana: la "nouvelle", que es novela corta o cuento largo. Escribí "Tres novelitas burguesas" y años después "Cuatro para Delfina". Son cuentos-novela en realidad, y es un género que lo he heredado directamente de la literatura inglesa. Los ingleses son los creadores de ese género.
M.G.: ¿Qué distinguiría a la "nouvelle" del cuento y de la novela?
J.D.: Pues, a ver... El cuento corto es un destello. O debe serlo, o tiende a serlo. Como decía Joyce, cada cuento es una epifanía, se construye alrededor de una epifanía; y ahí están los "Dublineses", que son cuentos magistrales. En el otro costado, la novela es como un saco, una bolsa, en la cual se puede meter todo y donde es tan rico que esté todo; y de repente uno agita el saco y se reordena toda la porquería que hay adentro, y adquiere fuerzas distintas, tú ves, le das un golpe por acá al saco y se pone chueco del otro lado, y así, es una forma muy dúctil, que obedece mucho a las manos de cada escritor. La forma difícil, creo yo, es la "nouvelle", no tanto para escribirla sino para comprenderla, como forma. Yo diría que es un círculo mucho más cerrado que la novela; no hay una epifanía como en el cuento pero no es un saco tan vasto como la novela. Tiene una estructura interna mucho más definida: pasa algo en la "nouvelle", algo definitivo, pero pasa lentamente.
M.G.: Tu generación, que es la del llamado "boom", practicó el cuento. En general, lo practicaron todos. Sin embargo, el gran desarrollo de esa literatura latinoamericana, la fama, la aceptación popular, pareciera que fue de la mano de las grandes novelas, que son las que definen a esa generación. ¿Qué opinas de ello?
J.D.: Yo diría que eso es cierto en algunos casos. Porque fíjate que Rulfo no es sólo "Pedro Páramo", y si tú prescindieras de "Rayuela" igual quedaría el Cortázar de sus cuentos. Pero de todos modos creo que la respuesta pasa por otro lado y es que mi generación fue una generación novelísticamente muy pretenciosa. En el sentido de que quiso dar una respuesta al mundo contemporáneo. Fue una generación de novelas enciclopédicas, con un deseo de universalidad, de trascendencia enormes. Hay una cosa megalómana, que no va con la cuentística y sí va con la novela. Y en algunos casos, esa ambición megalómana fue cumplida ampliamente. No nos pondremos a enumerar, pero en algunos casos que todos conocen se cumplió de manera espléndida, ¿no?
M.G.: Cuando juzgas un cuento, cuando lo saboreas o lo rechazas, ¿cuáles son los elementos en que basas tu juicio? ¿Cómo se rige tu sensibilidad, tu gusto estético? ¿Abordas un cuento o dejas que él te aborde a ti?
J.D.: Primero debo decir que soy, ante todo, un lector de novelas, y un lector sempiterno. Pero igualmente, cuando leo cuentos no me guío por un sentido mecánico. Le aplico los mismos gustos que le aplico a una novela: una buena escritura, una inteligencia, una visión ambiciosa de lo que es la vida. Hay cuentos que en cinco páginas te pueden dar todo eso; ahí están los de Juan Rulfo, por ejemplo. Los leo y requeteleo; "Macario" es uno de mis preferidos.
M.G.: ¿Cuáles son los mejores cuentos que leíste en tu vida?
J.D.: ¿Universales? Algunos norteamericanos, aunque no los de Poe, de quien no soy un gran admirador. "Myriam", de Capote, me es inolvidable. Algunos de Cortázar, "Casa tomada", que a mí me enloquece, me encanta probablemente porque yo ando por esos mismos rieles. Alguno de Borges, claro, como "Funes, el memorioso". Otro que no puedo dejar de mencionar es "Lo real", de Henry James. Los cuentos de James son extraordinarios, porque son cuentos que analizan el fenómeno de la percepción artística sin tocarla; son una elipsis permanente.
M.G.: Siempre sucede que responder la pregunta anterior lleva a definir el cuento que le gusta al entrevistado. En tu caso, ¿es lo temático lo que más te importa; no te interesa la técnica?
J.D.: Claro que no, para nada. Me interesan otras cosas, como la teoría, pero no me importa la mecánica. Creo que un cuento, o una novela, puede ser mecánicamente muy pobre y de un gran significante. El caso típico es "Los endemoniados", de Dostoievsky, que técnicamente es una porquería. O "Los miserables", de Víctor Hugo, que es una de las novelas más mal escritas que pueden existir, te fijas, y sin embargo es una gloria de la literatura. A mí lo que me interesa es pensar qué parte de la experiencia humana -o qué partes- se contiene en una frase.
M.G.: Hay un valor en materia cuentística que, en Argentina, y en general en Latinoamérica, parece toda una moda: la espontaneidad. Y por lo mismo que tú señalas -el destello- pareciera que si un cuento es espontáneo, ya tiene valor. Importa la vertiginosidad, la vuelta de tuerca, el final inesperado...
J.D.: Yo no estaría de acuerdo con eso. En absoluto. La espontaneidad psicológica del autor no tiene importancia; lo que importa es convencer al lector de que ha habido espontaneidad en la creación. Me parece más relevante el artificio de la espontaneidad, que la espontaneidad misma.
M.G.: ¿Para lo cual hace falta técnica?
J.D.: Hace falta mucha teoría.
M.G.: Y lectura. Y talento, como bien señala Denevi. ¿Pero qué es eso de la teoría? ¿Reglas, leyes? Cortázar fue uno de los que teorizó sobre el cuento, Valadés lo ha hecho, el mismo Borges. Personalmente, creo que no hay tales leyes ni puede haberlas. Cada cuento impone su ley propia. ¿Tú qué crees?
J.D.: Para mí, cada cuento tiene su propia biografía, y al nacer lleva determinado en sus genes lo que va a ser. Hay una genética cuentística, ¿no crees? Así como los genes determinan lo que el ser humano desarrollado va a ser, en el cuento pasa lo mismo. En la literatura. Y lleva marcada la serie de leyes que van a gobernar su crecimiento. Y hay cuentos que necesitan este grupo de leyes, y cuentos que necesitan un grupo de leyes contrarias. Hay, sí, muchas teorías, pero honradamente creo que la gente, o los escritores, suelen pensar que una cosa mata a la otra, y que si tú escribes un cuento espontáneo es porque hay que escribirlo así y no porque se puede escribir uno espontáneo y los otros pueden ser totalmente un artificio. O hay otros que dicen que el cuento es un artificio y todos los otros son malos; y entonces se está totalmente en contra de la espontaneidad. Y yo creo que debemos aceptar -yo lo acepto- la variedad. Me gusta la variedad, y aún la contradicción, en los cuentos de un mismo autor. Eso es precioso: la variedad está en el genio del tipo. Los escritores somos muy mentirosos, tú sabes, y mentimos mucho sobre nuestras propias obras, de las que no entendemos nada, absolutamente nada. No sabemos ver nuestra obra.
M.G.: Por eso hacen falta los críticos, mal que nos pese en ocasiones. Y por eso Jorge Ruffinelli dice que "a la literatura la hacen los críticos; los escritores sólo escriben libros".
J.D.: Claro, porque en el escritor hay algo de anarquista. Uno escribe realmente sólo lo que se le antoja, lo que le viene, lo que en un momento dado se le ocurre. En mi caso, mira, la prueba más grande es que jamás he pertenecido ni a un club de fútbol, ni a un partido político, ni a una clase social definida, ni a nada. Yo por eso no me embarco con ninguna teoría, tampoco en literatura. Pero atención: me interesa la teoría como forma de saber. Como forma de aprendizaje, de interpretar, como elucubración. Porque la literatura no es sólo lo que se escribe, sino también aquello sobre lo cual se escribe. Y por eso ahora hay tanta literatura sobre la literatura.
M.G.: En tu obra se nota lo permisivo, lo no encorsetado. Hay transgresión y hay mucho de ilimitado. No en vano, y creo que simbólicamente, una de tus novelas se titula "El lugar sin limites". ¿Te gusta ser así, o te lo censuras?
J.D.: Ni lo censuro ni lo aplaudo, yo soy eso. Soy permisivo conmigo mismo, también. Es una actitud de vida, no una actitud literaria.
M.G.: Para muchos, el problema del cuento es su indefinición. Mucha gente no puede vivir si no le definen las cosas...
J.D.: Ah, pero yo no voy a ser quien ofrezca solución alguna para el problema del cuento. No sé cuál es la solución. Se me ocurre que no debe haberla. Y es que si la hubiera, ya alguien habría escrito el cuento perfecto. Y nadie ha escrito el cuento perfecto, te fijas, porque si alguien lo hubiese escrito ya no habría la necesidad de escribirlo. Esa es la magia de la existencia, es la magia de estar vivo: todo el tiempo uno está buscando una solución para algo que uno sabe que no tiene solución.
M.G.: ¿Somos tenaces o irresponsables?
J.D.: Yo creo que Dios es el irresponsable, verdaderamente, si es que lo hay. Porque nos dio la facultad y la ambición de saber la verdad, pero nos ocultó la posibilidad total de saberla. Es el hombre el que empuja más y más el muro de la oscuridad. Y esa extraña invención del hombre que es Dios -Dios fue creado por los hombres, como todos sabemos- nos tiraniza más y más.
M.G.: ¿Un escritor cambia con los años, Pepe?
J.D.: ¡Por cierto! Pero sólo si la palabra cambio no significa dejar de ser sí mismo. Quiero decir: mi hija, que es muy cruel conmigo, tiene diecinueve años y puede darse ese lujo, y es muy mala lectora, no le gusta la literatura y le da mucha vergüenza que yo sea escritor -y me lo dice y peleamos el día entero-, ella me dice que yo creo que escribo novelas distintas y en realidad estoy siempre escribiendo la misma novela. Desde "Coronación" hasta "La desesperanza". Y por eso a ella no le interesan mis novelas, porque leyendo una dice que las ha leído a todas. Un crítico norteamericano me ha dicho que todas mis novelas se estructuran igual: en el centro hay una casa, un espacio cerrado, ya sea burdel, mansión, convento, casa decadente. Una casa que significa una estructura y un orden; un interior ordenado que es amenazado por el exterior, que tiende a destruirlo. Yo traté de que no fuera así en mi última novela, "La desesperanza", pero no pude evitarlo. Menos evidente, pero me salió una casa al medio.
M.G.: ¿Y por qué tratar de evitarlo?
J.D.: Ah, porque uno siempre trata de saltar más allá de su propia sombra, te fijas. Y con los años, uno cada vez quiere escribir una novela nueva. Uno escribe diferente. En este período de mi vida, cuando tengo sesenta y tres años, estoy escribiendo muy gozosamente, en oposición a un no goce anterior. Yo escribí con dolor, incluso dramáticamente. Porque toda novela mía conlleva una somatización de una enfermedad grave: "El obsceno pájaro de la noche" me produjo un derrame de úlcera; "Casa de campo" me produjo un síncope en casa de Luis Buñuel y perdí la memoria y no sabía quién era; y curiosamente me acaba de suceder el año pasado: el día que le mandé los originales a la Carmen Balcells tuve una embolia y me quedé, fíjate, sin palabras; me quedé sin poder hablar. Perfecto, ¿no?
M.G.: El éxito, ¿también cambia al escritor?
J.D.: Me imagino que sí...
M.G.: La verdad. Pepe, con el corazón en la mano...
J.D.: Sí, claro, Mempo, si yo soy una persona infinitamente vanidosa... No cuesta nada decir esta verdad, te fijas. Si uno quisiera ser solemne, diría que lo que cambian son las exigencias, las expectativas ajenas. Pero yo diría simplemente que el éxito lo cambia a uno permitiéndole una mejor relación con la literatura. La página en blanco ya no es tu enemigo. No te sientas a la máquina, en la mañana, sintiendo que tienes que hacerte valer como escritor. No, con el éxito ya has escrito, ya sabes que eres escritor. Lo que estás dando es un don, es una cosa gratis, y no tienes que justificar nada tuyo.
M.G.: Pero esto también ha hecho cometer muchos errores a más de un escritor... Y de tu generación.
J.D.: Por cierto, sin dudas. No haremos nombres, pero tú y yo sabemos que es así. A partir del éxito, se han hecho cosas penosas. Yo espero que en mi caso no sea así. Creo que permanezco lo suficientemente neurótico como para estar alerta. Pero, fundamentalmente, me gusta mucho más la literatura que el éxito, ¿entiendes?
M.G.: Volviendo al cuento, me duele sospechar que la novela te alejó de él.
J.D.: No me alejó. Insisto en que me gusta más la forma desparramada de la novela, pero fíjate que yo, en Santiago, tengo un taller de cuento desde hace seis años. No estoy para nada alejado.
M.G.: No hubiera pensado que eras partidario de los talleres.
J.D.: Ah, pero yo encuentro que es siempre recomendable ir a un taller. Porque la ambición del taller es muy modesta, creo yo. En el caso nuestro, el caso chileno, viene a cubrir una ausencia. Antes se hacía literatura en los cafés, en la tertulia, en el salón o en el libro de recuerdos de las casas. Se leían poemas, se dejaban cuentos. Había un intercambio y la literatura era interesante. Ahora, ha dejado de ser públicamente interesante.
M.G.: ¿Sustituida por la televisión? ¿O por la política?
J.D.: Por la política, sin ninguna duda. En Chile ya no se habla de otra cosa que de política, Y entonces, la ambición modesta de un taller es proporcionar un espacio para hablar de literatura.
M.G.: Pero me imagino que sin que por eso el participante deje de estar, en su vida cotidiana, totalmente embebido contra el canalla de turno, ¿no?
J.D.: Por supuesto, e incluso el canalla de turno define muchas de las cosas que estamos haciendo en el taller. Absolutamente, pues si no se habla de otra cosa, no se escribe de otra cosa.
M.G.: ¿Y qué va a pasar con la literatura chilena, entonces?
J.D.: Yo me temo que puede secarse. Ese único tema puede producir una literatura muy pobre, a largo plazo, más allá de que coyunturalmente pueda ser útil y necesaria, ahora.
M.G.: ¿Tú lo adviertes en tu taller, en los nuevos escritores?
J.D.: Totalmente. Y en dos sentidos: por abordar ese único tema, o por escaparle. En uno o en otro, la realidad que vivimos no puede dejar de estar presente.
M.G.: ¿Y a ti también te motiva lo que pasa en tu país?
J.D.: Mira: cuando uno ya es un hombre bastante mayor, como soy yo (y lo digo con melancolía; no me gusta ser mayor, quisiera ser más joven), ve que la gente de su generación, de la mía, se interesa cada vez menos por las cosas que no son inmediatamente prácticas. Entonces, no tengo interlocutores de mi edad, y me siento solo. La gente más joven me trae a colación problemas, vivencias, gustos, conocimientos, aficiones, modas, palabras, dichos, giros, que yo no conozco. Y eso me encanta. Pero también me da terror, porque veo que me quedo atrás y que no tengo entrada en lo nuevo. Veo que lo mío es otra cosa. Y me encuentro aislado... Pero también me pasa algo muy bueno: de este modo sé muy bien de qué estoy aislado. Conozco aquello que me aisla, y puedo sortearlo.
M.G.: La magia restauradora de las palabras. La literatura como panacea, como fuente de vida, ¿verdad?
J.D.: ¿Por qué no? Es exactamente así.