30 de agosto de 2008

Conversaciones (VIII). José Donoso - Mempo Giardinelli. Sobre cuentos y novelas

José Donoso (1924-1996) nació en Santia­go de Chile en el seno de una familia de médi­cos y abogados. Estudió en la Univer­sidad de Chile y en Princeton. Fue profesor de Literatura Inglesa en la Universidad Católica de Chile, redactor de la revista "Ercilla" y profesor en el Writers Workshop de la Univer­sidad de Iowa, en la Universidad de Princeton y en la de Dartmouth. Su obra publicada se inicia en 1955 con un libro de relatos: "Veraneo y otros cuentos", y sigue con títulos co­mo "El lugar sin límites", "Casa de campo", "El jardín de al lado", "La desesperanza" y "Donde van a morir los elefantes" entre otras novelas. Su última obra, "Lagartija sin cola", fue publicada póstumamente. En abril de 1987, durante la 13º Feria Internacional del Libro en Buenos Aires, mantuvo con Mempo Giardinelli (1947) editor de la revista "Puro Cuento", una charla de la cual los párrafos más significativos fueron publicados en el nº 5 de julio/agosto de 1987.


M.G.: ¿Cómo fue tu relación con el cuento, cómo se inició?

J.D.: Fue lo primero que escribí y lo primero que pu­bliqué: dos cuentos escritos en inglés, cuando era estudiante en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Tenía 22 años. Yo leía mucho cuento, pero mi intención ya era más bien nove­lística. La construcción de mi imaginación es más novelística: me gusta la forma generosa, despa­rramada, caudalosa. No soy un tipo escueto, para nada. Pero amaba el cuento, en particular el norteamericano y el inglés. Lo que se escribía entonces me im­pactó mucho: el primer Truman Capote, Carson McCullers, Eudora Welty; los escritores del sur, una generación muy brillante. Y en Princeton era el momento del redescubrimiento de Henry James, a quien leí y estudié. Te hablo del año 48, 49, y me entusiasmé con la sutileza y el rego­deo de James. En mí había, cla­ro, una larga vocación de escritor pero supongo que no me atrevía todavía a una "Moby Dick", por lo que me quedaba aún en la fas­cinación de los cuentos de Melville, o de Sherwood Anderson. No le quito nada a los rusos o a los franceses, pero la suma del cuento norteamericano contemporáneo, desde el siglo XIX, es al­go muy importante, te fijas. Algo muy espléndido.

M.G.: Tu producción cuentística es mucho menos conocida que tus novelas. ¿En qué consiste tu cuentística y qué significa para ti?

J.D.: Bueno, luego de esos dos en inglés, tengo siete cuentos en mi primer volumen, que se llama "Veraneo y otros cuentos". Los es­cribí en mi juventud y los publi­qué cuando tenía veintinueve años. Están escritos un poco a la sombra de Neruda, o en lugares nerudianos, como siempre escribí. Luego vino mi novela "Coronación" y después otros cinco cuentos, que reuní en un volumen llamado "El charleston". Y esa es toda mi producción cuentística.

M.G.: ¿Por qué lo abandonaste?

J.D.: No lo abandoné. En realidad, lo que pasó fue que me incliné hacia un género del que creo que me adueñé bastante, y del que me parece que soy uno de los pocos cultores que existe en la literatura latinoamericana: la "nouvelle", que es novela corta o cuento lar­go. Escribí "Tres novelitas bur­guesas" y años después "Cuatro para Delfina". Son cuentos-novela en realidad, y es un género que lo he heredado directamente de la literatura inglesa. Los ingleses son los creadores de ese género.

M.G.: ¿Qué distinguiría a la "nou­velle" del cuento y de la novela?

J.D.: Pues, a ver... El cuento cor­to es un destello. O debe serlo, o tiende a serlo. Como decía Joyce, cada cuento es una epifa­nía, se construye alrededor de una epifanía; y ahí están los "Dublineses", que son cuentos ma­gistrales. En el otro costado, la novela es como un saco, una bol­sa, en la cual se puede meter todo y donde es tan rico que esté todo; y de repente uno agita el saco y se reordena toda la por­quería que hay adentro, y adquie­re fuerzas distintas, tú ves, le das un golpe por acá al saco y se po­ne chueco del otro lado, y así, es una forma muy dúctil, que obe­dece mucho a las manos de cada escritor. La forma difícil, creo yo, es la "nouvelle", no tanto para es­cribirla sino para comprenderla, como forma. Yo diría que es un círculo mucho más cerrado que la novela; no hay una epifanía como en el cuento pero no es un saco tan vasto como la novela. Tiene una estructura interna mu­cho más definida: pasa algo en la "nouvelle", algo definitivo, pero pa­sa lentamente.

M.G.: Tu generación, que es la del llamado "boom", practicó el cuen­to. En general, lo practicaron to­dos. Sin embargo, el gran desarro­llo de esa literatura latinoameri­cana, la fama, la aceptación popu­lar, pareciera que fue de la mano de las grandes novelas, que son las que definen a esa generación. ¿Qué opinas de ello?

J.D.: Yo diría que eso es cierto en algunos casos. Porque fíjate que Rulfo no es sólo "Pedro Páramo", y si tú prescindieras de "Rayuela" igual quedaría el Cortázar de sus cuentos. Pero de todos modos creo que la respuesta pasa por otro lado y es que mi generación fue una generación novelísticamente muy pretenciosa. En el sen­tido de que quiso dar una respues­ta al mundo contemporáneo. Fue una generación de novelas enci­clopédicas, con un deseo de uni­versalidad, de trascendencia enor­mes. Hay una cosa megalómana, que no va con la cuentística y sí va con la novela. Y en algunos casos, esa ambición megalómana fue cumplida ampliamente. No nos pondremos a enumerar, pero en algunos casos que todos conocen se cumplió de manera espléndida, ¿no?

M.G.: Cuando juzgas un cuento, cuando lo saboreas o lo recha­zas, ¿cuáles son los elementos en que basas tu juicio? ¿Cómo se rige tu sensibilidad, tu gusto es­tético? ¿Abordas un cuento o de­jas que él te aborde a ti?

J.D.: Primero debo decir que soy, ante todo, un lector de novelas, y un lector sempiterno. Pero igualmente, cuando leo cuentos no me guío por un sentido mecánico. Le aplico los mismos gustos que le aplico a una novela: una buena escritura, una inteligencia, una visión ambiciosa de lo que es la vida. Hay cuentos que en cinco páginas te pueden dar todo eso; ahí están los de Juan Rulfo, por ejemplo. Los leo y requeteleo; "Macario" es uno de mis preferidos.

M.G.: ¿Cuáles son los mejores cuentos que leíste en tu vida?

J.D.: ¿Universales? Algunos norte­americanos, aunque no los de Poe, de quien no soy un gran admirador. "Myriam", de Capote, me es inolvidable. Algunos de Cortázar, "Casa tomada", que a mí me enloquece, me encanta probablemente porque yo ando por esos mismos rieles. Alguno de Borges, claro, como "Funes, el memorioso". Otro que no pue­do dejar de mencionar es "Lo real", de Henry James. Los cuen­tos de James son extraordinarios, porque son cuentos que analizan el fenómeno de la percepción ar­tística sin tocarla; son una elip­sis permanente.

M.G.: Siempre sucede que respon­der la pregunta anterior lleva a definir el cuento que le gusta al entrevistado. En tu caso, ¿es lo temático lo que más te importa; no te interesa la técnica?

J.D.: Claro que no, para nada. Me interesan otras cosas, como la teoría, pero no me importa la mecánica. Creo que un cuento, o una novela, puede ser mecánicamen­te muy pobre y de un gran sig­nificante. El caso típico es "Los endemoniados", de Dostoievsky, que técnicamente es una porque­ría. O "Los miserables", de Víctor Hugo, que es una de las novelas más mal escritas que pueden existir, te fijas, y sin embargo es una gloria de la literatura. A mí lo que me interesa es pensar qué parte de la experiencia humana -o qué partes- se contiene en una frase.

M.G.: Hay un valor en materia cuentística que, en Argentina, y en general en Latinoamérica, parece toda una moda: la espontaneidad. Y por lo mismo que tú señalas -el destello- pareciera que si un cuento es espontáneo, ya tie­ne valor. Importa la vertiginosi­dad, la vuelta de tuerca, el final inesperado...

J.D.: Yo no estaría de acuerdo con eso. En absoluto. La espontanei­dad psicológica del autor no tie­ne importancia; lo que importa es convencer al lector de que ha habido espontaneidad en la creación. Me parece más relevante el artificio de la espontaneidad, que la espontaneidad misma.

M.G.: ¿Para lo cual hace falta téc­nica?

J.D.: Hace falta mucha teoría.

M.G.: Y lectura. Y talento, como bien señala Denevi. ¿Pero qué es eso de la teoría? ¿Reglas, leyes? Cortázar fue uno de los que teo­rizó sobre el cuento, Valadés lo ha hecho, el mismo Borges. Per­sonalmente, creo que no hay ta­les leyes ni puede haberlas. Cada cuento impone su ley propia. ¿Tú qué crees?

J.D.: Para mí, cada cuento tiene su propia biografía, y al nacer lleva determinado en sus genes lo que va a ser. Hay una genética cuentística, ¿no crees? Así como los genes determinan lo que el ser humano desarrollado va a ser, en el cuento pasa lo mismo. En la literatura. Y lleva marcada la serie de leyes que van a gobernar su crecimiento. Y hay cuentos que necesitan este grupo de leyes, y cuentos que necesitan un grupo de leyes contrarias. Hay, sí, mu­chas teorías, pero honradamente creo que la gente, o los escrito­res, suelen pensar que una cosa mata a la otra, y que si tú escri­bes un cuento espontáneo es porque hay que escribirlo así y no porque se puede escribir uno es­pontáneo y los otros pueden ser totalmente un artificio. O hay otros que dicen que el cuento es un artificio y todos los otros son malos; y entonces se está totalmente en contra de la espon­taneidad. Y yo creo que debemos aceptar -yo lo acepto- la va­riedad. Me gusta la variedad, y aún la contradicción, en los cuentos de un mismo autor. Eso es precioso: la variedad está en el genio del tipo. Los escritores so­mos muy mentirosos, tú sabes, y mentimos mucho sobre nuestras propias obras, de las que no en­tendemos nada, absolutamente nada. No sabemos ver nuestra obra.

M.G.: Por eso hacen falta los críti­cos, mal que nos pese en ocasio­nes. Y por eso Jorge Ruffinelli dice que "a la literatura la hacen los críticos; los escritores sólo escriben libros".

J.D.: Claro, porque en el escritor hay algo de anarquista. Uno escri­be realmente sólo lo que se le antoja, lo que le viene, lo que en un momento dado se le ocurre. En mi caso, mira, la prueba más grande es que jamás he pertene­cido ni a un club de fútbol, ni a un partido político, ni a una clase social definida, ni a nada. Yo por eso no me embarco con ninguna teoría, tampoco en literatura. Pe­ro atención: me interesa la teoría como forma de saber. Como for­ma de aprendizaje, de interpretar, como elu­cubración. Porque la literatura no es sólo lo que se escribe, sino también aquello sobre lo cual se escribe. Y por eso ahora hay tan­ta literatura sobre la literatura.

M.G.: En tu obra se nota lo permi­sivo, lo no encorsetado. Hay transgresión y hay mucho de ili­mitado. No en vano, y creo que simbólicamente, una de tus nove­las se titula "El lugar sin limi­tes". ¿Te gusta ser así, o te lo censuras?

J.D.: Ni lo censuro ni lo aplaudo, yo soy eso. Soy permisivo con­migo mismo, también. Es una ac­titud de vida, no una actitud lite­raria.

M.G.: Para muchos, el problema del cuento es su indefinición. Mucha gente no puede vivir si no le definen las cosas...

J.D.: Ah, pero yo no voy a ser quien ofrezca solución alguna para el problema del cuento. No sé cuál es la solución. Se me ocurre que no debe haberla. Y es que si la hubiera, ya alguien habría escrito el cuento perfecto. Y na­die ha escrito el cuento perfecto, te fijas, porque si alguien lo hu­biese escrito ya no habría la ne­cesidad de escribirlo. Esa es la magia de la existencia, es la ma­gia de estar vivo: todo el tiempo uno está buscando una solución para algo que uno sabe que no tiene solución.

M.G.: ¿Somos tenaces o irrespon­sables?

J.D.: Yo creo que Dios es el irres­ponsable, verdaderamente, si es que lo hay. Porque nos dio la fa­cultad y la ambición de saber la verdad, pero nos ocultó la posi­bilidad total de saberla. Es el hombre el que empuja más y más el muro de la oscuridad. Y esa ex­traña invención del hombre que es Dios -Dios fue creado por los hombres, como todos sabemos- nos tiraniza más y más.

M.G.: ¿Un escritor cambia con los años, Pepe?

J.D.: ¡Por cierto! Pero sólo si la palabra cambio no significa dejar de ser sí mismo. Quiero decir: mi hija, que es muy cruel conmi­go, tiene diecinueve años y puede darse ese lujo, y es muy mala lectora, no le gusta la literatura y le da mucha vergüenza que yo sea es­critor -y me lo dice y peleamos el día entero-, ella me dice que yo creo que escribo novelas dis­tintas y en realidad estoy siempre escribiendo la misma novela. Des­de "Coronación" hasta "La deses­peranza". Y por eso a ella no le interesan mis novelas, porque le­yendo una dice que las ha leído a todas. Un crítico norteamericano me ha dicho que todas mis nove­las se estructuran igual: en el centro hay una casa, un espacio cerrado, ya sea burdel, mansión, convento, casa decadente. Una casa que significa una estructu­ra y un orden; un interior orde­nado que es amenazado por el exterior, que tiende a destruirlo. Yo traté de que no fuera así en mi última novela, "La desesperanza", pero no pude evitarlo. Menos evidente, pero me salió una casa al medio.

M.G.: ¿Y por qué tratar de evitarlo?

J.D.: Ah, porque uno siempre tra­ta de saltar más allá de su pro­pia sombra, te fijas. Y con los años, uno cada vez quiere escri­bir una novela nueva. Uno escribe diferente. En este período de mi vida, cuando tengo sesenta y tres años, es­toy escribiendo muy gozosamen­te, en oposición a un no goce an­terior. Yo escribí con dolor, in­cluso dramáticamente. Porque to­da novela mía conlleva una somatización de una enfermedad grave: "El obsceno pájaro de la noche" me produjo un derrame de úlcera; "Casa de campo" me produjo un síncope en casa de Luis Buñuel y perdí la memoria y no sabía quién era; y curiosamente me acaba de suceder el año pasado: el día que le mandé los origina­les a la Carmen Balcells tuve una embolia y me quedé, fíjate, sin palabras; me quedé sin poder ha­blar. Perfecto, ¿no?

M.G.: El éxito, ¿también cambia al escritor?

J.D.: Me imagino que sí...

M.G.: La verdad. Pepe, con el cora­zón en la mano...

J.D.: Sí, claro, Mempo, si yo soy una persona infinitamente vanido­sa... No cuesta nada decir esta verdad, te fijas. Si uno qui­siera ser solemne, diría que lo que cambian son las exigencias, las expectativas ajenas. Pero yo diría simplemente que el éxito lo cambia a uno permitiéndole una mejor relación con la litera­tura. La página en blanco ya no es tu enemigo. No te sientas a la máquina, en la mañana, sintien­do que tienes que hacerte valer como escritor. No, con el éxito ya has escrito, ya sabes que eres escritor. Lo que estás dando es un don, es una cosa gratis, y no tienes que justificar nada tuyo.

M.G.: Pero esto también ha hecho cometer muchos errores a más de un escritor... Y de tu generación.

J.D.: Por cierto, sin dudas. No ha­remos nombres, pero tú y yo sa­bemos que es así. A partir del éxito, se han hecho cosas peno­sas. Yo espero que en mi caso no sea así. Creo que permanezco lo suficientemente neurótico como para estar alerta. Pero, funda­mentalmente, me gusta mucho más la literatura que el éxito, ¿entiendes?

M.G.: Volviendo al cuento, me due­le sospechar que la novela te alejó de él.

J.D.: No me alejó. Insisto en que me gusta más la forma desparra­mada de la novela, pero fíjate que yo, en Santiago, tengo un taller de cuento desde hace seis años. No estoy para nada alejado.

M.G.: No hubiera pensado que eras partidario de los talleres.

J.D.: Ah, pero yo encuentro que es siempre recomendable ir a un taller. Porque la ambición del ta­ller es muy modesta, creo yo. En el caso nuestro, el caso chileno, viene a cubrir una ausencia. An­tes se hacía literatura en los ca­fés, en la tertulia, en el salón o en el libro de recuerdos de las casas. Se leían poemas, se deja­ban cuentos. Había un intercam­bio y la literatura era interesante. Ahora, ha dejado de ser pública­mente interesante.

M.G.: ¿Sustituida por la televisión? ¿O por la política?

J.D.: Por la política, sin ninguna duda. En Chile ya no se habla de otra cosa que de política, Y en­tonces, la ambición modesta de un taller es proporcionar un es­pacio para hablar de literatura.

M.G.: Pero me imagino que sin que por eso el participante deje de estar, en su vida cotidiana, totalmente embebido contra el canalla de turno, ¿no?

J.D.: Por supuesto, e incluso el ca­nalla de turno define muchas de las cosas que estamos haciendo en el taller. Absolutamente, pues si no se habla de otra cosa, no se escribe de otra cosa.

M.G.: ¿Y qué va a pasar con la lite­ratura chilena, entonces?

J.D.: Yo me temo que puede se­carse. Ese único tema puede pro­ducir una literatura muy pobre, a largo plazo, más allá de que coyunturalmente pueda ser útil y necesaria, ahora.

M.G.: ¿Tú lo adviertes en tu taller, en los nuevos escritores?

J.D.: Totalmente. Y en dos senti­dos: por abordar ese único tema, o por escaparle. En uno o en otro, la realidad que vivimos no puede dejar de estar presente.

M.G.: ¿Y a ti también te motiva lo que pasa en tu país?

J.D.: Mira: cuando uno ya es un hombre bastante mayor, como soy yo (y lo digo con melancolía; no me gusta ser mayor, quisiera ser más joven), ve que la gente de su generación, de la mía, se in­teresa cada vez menos por las cosas que no son inmediatamen­te prácticas. Entonces, no tengo interlocutores de mi edad, y me siento solo. La gente más joven me trae a colación problemas, vivencias, gustos, conocimientos, aficiones, modas, palabras, di­chos, giros, que yo no conozco. Y eso me encanta. Pero también me da terror, porque veo que me quedo atrás y que no tengo entra­da en lo nuevo. Veo que lo mío es otra cosa. Y me encuentro ais­lado... Pero también me pasa algo muy bueno: de este modo sé muy bien de qué estoy aisla­do. Conozco aquello que me aisla, y puedo sortearlo.

M.G.: La magia restauradora de las palabras. La literatura como pana­cea, como fuente de vida, ¿ver­dad?

J.D.: ¿Por qué no? Es exactamen­te así.