El francés Michel Foucault (1926-1984) fue un hombre multifacético: filósofo, psicólogo, profesor, sociólogo, historiador, periodista y escritor. Admirado, discutido y estudiado en varias áreas del conocimiento, fue un intelectual que intentó demostrar que las ideas básicas que habitualmente se consideran verdades permanentes sobre la naturaleza humana y la sociedad, van cambiando a lo largo de la historia. En febrero de 1975, después de publicar "Surveiller et punir" (Vigilar y castigar), Foucault inició una serie de charlas con el filósofo y académico francés Roger Pol Droit (1949) que se extendieron hasta el mes de junio y quedaron registradas en algo más de quince horas de grabación. El fragmento que sigue corresponde a la entrevista del 20 de junio de 1975 y fue publicada en francés por "Le Monde", para luego ser traducida al español y publicada por "El País" el 11 de septiembre de 1986. En Sudamérica fue publicada por primera vez -en portugués- por el diario "Folha de Sao Paulo", el 6 de enero de 1987.
¿Qué lugar o qué papel tienen los textos literarios en sus investigaciones?
En "La historia de la locura" y en "Las palabras y las cosas" me limité a indicarlos, tomándolos de pasada. Pero hasta aquí no proporcioné a esos textos un papel en la economía del proceso en sí.
Para mi la literatura era, cada vez, objeto de comprobación, no de análisis ni de reducción o integración al campo del análisis en sí. Esos textos tenían más el papel de pausa, intervalo y descanso.
¿Usted no quiso emplear esos textos con el sentido de explicar o reflejar procesos históricos?
No... Sería preciso abordar esta pregunta en otro nivel. Nunca analizamos realmente cómo, a partir de la totalidad de las cosas que son dichas, a partir del conjunto de los discursos efectivamente desarrollados, algunos de esos discursos, literario o filosófico, son revestidos de una sacralización y de una función particulares. Parece que tradicionalmente los discursos literarios o filosóficos fueron empleados como sustitutos, como envoltura o como la síntesis general de todos los otros discursos. La literatura pasó a valer por el resto. Hay quien tenga dada por hecho una historia en la que se exprese el siglo XVIII a partir de Fontenelle, o Voltaire, o Diderot, y más aún, simultáneamente, esos mismos textos son considerados como una expresión de algo que, finalmente, no llega a trascender el nivel de lo cotidiano. En relación con esa actitud, pasé de la expectativa -al señalar a la literatura donde ella se encontraba sin indicar sus relaciones con el resto- a una posición francamente negativa, tratando de hacer resurgir de forma positiva todos los discursos no literarios que pudieran efectivamente constituirse en una época dada, excluyendo la literatura. "Vigilar y castigar" trata apenas de mala literatura...
¿Cómo se distingue la buena de la mala literatura?
Justamente es eso lo que será preciso abordar un día. Será necesario preguntarse, por un lado, lo que es verdaderamente esa actividad que consiste en hacer circular ficción, poemas, relatos en una sociedad. Se deberá analizar también una segunda operación: entre todos los textos, ¿qué hace que algunos sean sacralizados y pasen a funcionar como "literatura"? Esos textos son, de inmediato, retomados en el interior de una institución que era, en su origen, bastante diferente de lo que es hoy: la institución universitaria. Ahora, ella comienza a identificarse como institución literaria. Hay ahí una línea inclinada bastante visible en nuestra cultura. En el siglo XIX, la universidad fue un elemento en el interior del cual se reconocía y se constituía una literatura llamada clásica que, por definición, no era una literatura contemporánea y que asumía el papel, simultáneamente, de única fuente para la literatura contemporánea y de crítica de esa literatura. De ahí un juego muy curioso, en el siglo XIX, entre la literatura y la universidad, entre el escritor y el universitario. Y después, poco a poco, las dos instituciones que, en verdad, debajo de sus desavenencias, eran en el fondo idénticas, tienden a confundirse socialmente. Se sabe perfectamente que hoy la literatura llamada de vanguardia, nunca es hecha por los académicos. Pero también se sabe que, hoy, los escritores de más de treinta años están en las aulas y sus alumnos toman su obra como tema de sus tesis. Se sabe que los escritores, en la mayoría de los casos, sobreviven a costa de aulas y de cargos universitarios. En esto ya tenemos una verdad: la literatura funciona en cuanto tal gracias a un juego de selección, de sacralización, de valorización institucional de la cual la universidad es, al mismo tiempo, agente y receptor.
¿Existen criterios internos a los textos o todo no pasa de ser una historia de sacralización por la institución universitaria?
No tengo la menor idea. Me gustaría simplemente decir lo siguiente: para romper con ciertos mitos, inclusive los de carácter expresivo de la literatura, fue muy importante partir de ese gran principio de que la literatura sólo tiene que ver con la propia literatura. Si ella tiene algo que ver con su autor, es más al modo de la muerte, del silencio, de la desaparición de quien escribe. Poco importa que yo me refiera aquí a Blanchot o a Barthes. Lo esencial es la importancia del principio de intransitividad de la literatura. Esta fue, de hecho, la primera etapa que nos permitió refutar la idea de que la literatura era el lugar de todos los pasajes o un punto en el cual desembocan todos los pasajes, la expresión de las totalidades. Pero me parece que esa fue apenas una etapa. Porque, al mantener el análisis a este nivel, corremos el riesgo de no conseguir deshacer el conjunto de las sacralizaciones que afectan a la literatura. Por el contrario, corremos el riesgo de sacralizarla aún más. Y, de hecho, fue eso lo que aconteció en 1970. Presenciamos la utilización de algunos temas de Blanchot y de Barthes para una especie de exaltación, al mismo tiempo ultra-lírica y ultra-racionalizante, de la literatura como estructura de lenguaje que no puede ser analizada más que en sí misma y a partir de sí misma. Las implicaciones políticas no estuvieron ausentes de esas exaltaciones. Gracias a ella, se llegó a decir, que el acto de escribir estaba a tal punto libre de todas las determinaciones, que el hecho de escribir era en sí mismo subversivo, que el escritor tiene, en el propio gesto de escribir, el derecho imprescindible a la subversión. ¡Por consiguiente, el escritor era revolucionario, y en cuanto más la escritura era escritura, más se sumergía en la intransitividad, más producía por esa misma vía el movimiento de la revolución! Usted sabe que estas son cosas que, infelizmente, fueron dichas... En realidad, los pasos dados por Blanchot y Barthes en su trabajo tendían a promover una desacralización de la literatura, chocando con los que la colocaban en posición de expresión absoluta. Esa ruptura implicaba que el movimiento siguiente sería desacralizarla completamente, e intentar ver cómo, en la masa general de lo que se decía, habría podido constituirse, en un momento dado de una forma dada, esa región particular del lenguaje a la cual no se le debe pedir que contenga las decisiones de una cultura, pero sin preguntar cómo una cultura decidió ella misma dar esa posición tan singular, tan extraña.
¿Por qué extraña?
Nuestra cultura atribuye a la literatura un papel extraordinariamente limitado, en un cierto sentido. ¿Cuántas personas leen literatura? ¿Qué papel tiene ella efectivamente en la expansión general de los discursos? Pero esa misma cultura impone a todos sus hijos, como el camino hacia la cultura, que pasen, durante sus estudios, por toda una ideología, toda una teología de la literatura. He ahí una especie de paradoja. Y esa paradoja no deja de tener sus relaciones con la afirmación de que la escritura es subversiva. Que alguien afirme eso, en tal o cual revista literaria, es algo sin ninguna importancia y ninguna consecuencia. Pero, en este mismo momento, todos los profesores, desde los profesores de primaria hasta los universitarios comienzan a decir, explícitamente que no, que las grandes decisiones de una cultura, sus puntos de inflexión, deben ser buscados en Diderot, o en Sade, o en Hegel, o en Rabelais, usted puede ver que finalmente se trata de una misma cosa. Unos y otros hacen que la literatura funcione de la misma forma. A ese nivel, los efectos de reforzamiento son recíprocos . Los grupos autodenominados de vanguardia y las masas de la universidad están de acuerdo. Eso conduce a un bloqueo político muy grave.
¿Cómo es que usted puede escapar a ese bloqueo?
Mi forma de retomar el problema fue, por un lado, el libro de Raymond Roussel y después, sobre todo, el libro sobre Pierre Riviére. Hay en los dos, una misma pregunta: ¿cuál es el momento a partir del cuál un discurso -que sea o de un enfermo, o de un criminal, etc.- comienza a funcionar en el campo calificado de literatura? Para saber lo que es literatura, no son sus estructuras internas las que me gustaría estudiar. Me gustaría más aprehender el movimiento o pequeño proceso, por el que un tipo de discurso no literario, ignorado, olvidado luego de pronunciado, entra en el campo literario. ¿Qué acontece ahí? ¿Qué es desencadenado? ¿Cómo ese discurso es modificado en sus valores por el hecho de ser reconocido como literario?
Sin embargo usted dedicó varios textos a obras literarias al respecto de las cuales esa cuestión no es tratada. Pienso sobre todo en sus artículos publicados en "Critique" sobre Blanchot, Klossowski, Bataille. Si ellos fuesen reunidos, darían una imagen tal vez diferente, en común, de sus obras...
Si, pero... Sería muy difícil hablar de eso. Fundamentalmente, Blanchot, Klossowski, Bataille, que fueron finalmente los tres por quienes me interesé en la década del 60, eran para mí mucho más que obras literarias o discursos internos de literatura. Se trataba de discursos externos a la filosofía.
¿Eso qué quiere decir?
Tomemos a Nietzsche, si quiere. Nietzsche representa, en relación con el discurso filosófico académico, que se remite a sí mismo continuamente, el límite externo. Claro, se puede encontrar en Nietzsche todo un filón de la filosofía occidental: Platón, Spinoza, los filósofos del siglo XVIII, Hegel... todo eso pasa por Nietzsche. Y, sin embargo, en relación con la filosofía hay en Nietzsche una rugosidad, una rusticidad, una exterioridad, una especie de carácter campesino montaraz que le permite con un movimiento de hombros y sin ser de modo alguno ridículo, decir con una fuerza que no se puede evitar: "Todo eso no pasa de ser bestialidades, de fricciones inútiles".
Refutar la filosofía implica necesariamente una desenvoltura semejante. No es quedándose en la filosofía, no es refinándola a lo máximo, no es contorneándola con su propio discurso que vamos a resolver el problema. No. Es oponiendo a ella una especie de tontería sorprendida, admirada y alegre, una especie de mofa que no comprenda y que finalmente, comprenda o, en todo caso, rompa. Es eso... Una risa que rompa pero que comprenda. En la medida en que yo era académico, profesor de filosofía, lo que quedaba del discurso filosófico tradicional me constreñía en el trabajo que había desarrollado sobre la locura. Hay ahí un hegelianismo persistente. Hacer que aparezcan objetos tan irrisorios como un informe policial, las disposiciones de internación, los gritos de los locos, eso no es suficiente para salir de la filosofía. Para mi, Nietzsche, Bataille, Blanchot, Klossowski, representan medios de salir de la filosofía. Había en las violencias de Bataille, en las dulzuras insidiosas e inquietas de Blanchot, en las espirales de Klossowski, algo que tomaba como punto de partida la filosofía y, a un mismo tiempo, la colocaba como objeto de análisis, la cuestionaba, después salía de ella para volver a ella enseguida. Esas idas y venidas en torno de las propias márgenes de la filosofía vuelven permeable -por lo tanto, finalmente irrisoria- la frontera entre filosofía y no-filosofía.