Veinte años después de la muerte de James Watt (1736-1819), aquel ingeniero mecánico escocés que a partir de sus investigaciones logró perfeccionar y desarrollar la máquina de vapor, ésta había hecho realidad la liberación de las materias primas orgánicas y trastrocado el poder del molino de agua o viento. "El agua hirviente -recuerda el historiador británico Ephraim Lipson (1888-1960) en "The inventions" (Las invenciones, 1934)- había transformado radicalmente la industria textil: el número de usos se había duplicado respecto de 1830, el de los telares mecánicos cuadriplicado y los beneficios de los fabricantes de algodón habían crecido a un ritmo sin precedentes". Pero también se había terminado el período de mayores inversiones en la industria algodonera, mientras que en la lanera, en la carpintería de obra y en la industria alimentaria, la mecanización del trabajo y la concentración de mano de obra todavía no tenían dimensiones relevantes. El proceso de acumulación del capital corría el riesgo de detenerse."No es casual -afirma el historiador inglés George Kitson Clark (1900-1975) en "The making of Victorian England" (La construcción de la Inglaterra victoriana, 1962)- que la economía política fuera por entonces la ciencia del pesimismo, mientras que los socialistas creían inminente el derrumbe del capitalismo. Las perspectivas de recuperación del sistema productivo, de expansión del beneficio y del ingreso parecían bloqueadas no sólo por los avatares de la especulación inglesa en América del Norte y del Sur, sino sobre todo por la carencia de alternativas adecuadas para la colocación de una masa creciente de ahorros y la disponibilidad de capitales en otros sectores industriales como el de la construcción o los astilleros".Alrededor de 1830, unos sesenta millones de libras esterlinas presionaban sobre el mercado financiero en busca de nuevas inversiones. Es cierto que la máquina de vapor y la laminadora inventada por Henry Cort (1740-1800) habían cambiado, en la primera década del siglo XIX, la estructura y la fisonomía de la industria del hierro y del carbón, renovando plantas y maquinarias, además de promover notables ahorros en materias primas y tiempo de trabajo. Pero también era un hecho, hacia 1810, que la producción de carbón, aun cuando se había duplicado respecto de 1750, continuaba siendo absorbida fundamentalmente por el consumo doméstico, mientras que el aumento en la demanda de hierro había comenzado a declinar con la caída de las necesidades impuestas por la guerra al concluir el conflicto con Francia tras la firma del Tratado de Amiens en 1802. "A fines del conflicto -dice Kitson Clark- se produjo una fuerte depresión y la recuperación no comenzó hasta que la demanda de pertrechos de guerra no fue reemplazada por la demanda de otros bienes".Por otra parte, también el historiador y economista británico John H. Clapham (1873-1946) subrayó la importancia que tuvo el empleo gradual del hierro en las construcciones edilicias y de canales, en los puertos, en las máquinas-herramientas, en las cañerías para agua, etc. "Estos y otros experimentos -dice Clapham en "An economic history of modern britain" (Una historia económica de la moderna Gran Bretaña, 1927), obra de una ingeniería mecánica cada vez más refinada y susceptible de ampliar las dimensiones de las diferentes unidades de producción, no habrían podido, sin embargo, imprimir un desarrollo decisivo a la industria siderúrgica ni se hubiera aprovechado integralmente, con todas las conveniencias que ello entrañó, la inmensa fortuna encerrada en la existencia, dentro de las mismas regiones de ingentes recursos de hierro y de carbón, si la presión de los excedentes de capital acumulados en el transcurso de la primera fase de la revolución industrial no hubiese abierto una brecha para la expansión de los ferrocarriles".
En 1825 existían en Gran Bretaña alrededor de 600 kilómetros de vías que representaban una inversión de capital de cerca de dos millones de libras. Pero era todavía la época de las calesas y las berlinas, el apogeo de la diligencia y, desde el punto de vista de los transportes pesados, de los grandes cargueros, que uniendo los estuarios y los centros industriales del algodón y del lino habían logrado rebajar siete veces el flete entre Manchester y Liverpool y multiplicar por veinte el valor de las acciones de las compañías armadoras. El ferrocarril más largo, el de la línea Stockton-Darlington, empleaba viejos coches de caballos o de motor fijo para el transporte de pasajeros, y el primer impulso constructor de 1824/1825 había terminado con la instalación de apenas 110 kilómetros de vías, casi todas de recorrido breve y limitadas a la ubicación de una mina o una fundición.
"Existía, sin embargo -dice Lipson en la obra citada-, una masa de circulante y de ahorros personales, una reserva suficientemente amplia de recursos y de beneficios provenientes de la industria algodonera o de la agricultura, no reinvertidos en su totalidad, o en algunos casos reimportados del exterior después de 1820, a los que podía recurrirse para poner en marcha nuevas empresas societarias y emisiones públicas de acciones". Ese fue precisamente el camino seguido por los promotoras de las compañías ferroviarias, a diferencia de cuanto había sucedido cuarenta años antes para la construcción de canales, cuando el grueso del capital había sido aportado por hombres de negocios e industriales locales interesados personalmente en el buen éxito de las iniciativas proyectadas.
Aún antes de la famosa locomotora de George Stephenson (1781-1848), muchas fueron las tentativas de aplicar la energía del vapor al transporte sobre ruedas, comenzando por los modelos construidos por los escoceses William Symington (1764-1831) y William Murdoch (1754-1839) en el año 1784, o por los de Richard Trevithick (1771-1833) que en 1803 logró construir un carro de vapor que durante un tiempo circuló en la misma Londres. Tampoco la máquina de Stephenson, que en 1830 había demostrado poder remolcar un tren de 12 toneladas a 22 kilómetros por hora en la línea ferroviaria inaugurada entre Liverpool y Manchester, pudo vencer el escepticismo todavía muy difundido sobre la potencialidad de la tracción a vapor. Lo que sí lo consiguió fue "una masa de capital ciego, buscando su 5%" (al decir de Clapham) y otros recursos en mano de inversores de profesión que estaban disponibles y baratos, en cantidad superior a la que podía absorber la economía inglesa.De allí los despilfarros, las ganancias fabulosas de los especuladores y las desilusiones de los rentistas pequeños y medianos que acompañaron las etapas sucesivas del desarrollo ferroviario de 1836/1837 y de 1845. "Pero cuando finalmente fue posible ajustar cuentas con los tumultuosos decenios financieros que van entre 1830 y 1850 -dice Kitson Clark-, se vio que las bases del ahorro inglés, pese a las grandes y pequeñas fortunas que se perdieron en la fiebre de la especulación, se habían mantenido sólidas, ya que el número de depositantes y el volúmen de los ahorros, con 26 millones de libras esterlinas, se habían más que duplicado respecto de 1830". Durante esos años se construyó una red ferroviaria casi completa de una punta a otra del país, con un total de 10.500 kilómetros de vías. Mientras tanto, la industria siderúrgica había comenzado a exportar cerca del 40% de sus productos para el equipamiento de nuevos ramales ferroviarios, especialmente a la India y los Estados Unidos, pero también al continente europeo; la banca, por consiguiente, había podido conceder préstamos ventajosos a los gobiernos de otras naciones.
A su modo, la aplicación del vapor a los medios de transporte significó una revolución bastante más importante que la mecanización de la hilandería de algodón, aunque no siempre su alcance y su influencia expansiva fue entendida plenamente por los historiadores. Los ferrocarriles lograron absorber capitales en una medida enorme, "superados, en este aspecto, sólo por los modernos armamentos -afirma el economista Maurice Dobb (1900-1976) en "Introduction to Economics" (Introducción a la Economía, 1938)- y dificultosamente igualados por la moderna edificación urbana". Igualmente, cumplieron la doble función de conformar un espacio conveniente para los recursos financieros ingleses y, a su vez, estimular tanto las inversiones británicas en el exterior como la exportación de bienes de capital ingleses.En Inglaterra, las ciudades y el campo se habían vinculado de manera estable, las distancias disminuyeron y muchos pequeños fondos invertidos hasta allí en el Estado, una masa notable de capital fijo social, se incorporó a los ferrocarriles y otras obras de infraestructura. Desde entonces, el sueño de Henri de Saint Simon (1760-1825) sobre la "victoria" de la vía férrea, la "era de los ferrocarriles" marcaría el desarrollo de otras economías europeas. Pero el Reino Unido ya se había asegurado muchos puntos a favor. La construcción de ferrocarriles no sólo había movilizado una cantidad prodigiosa de recursos financieros, asegurado la fortuna de poderosos organismos privados y abierto un camino ascendente al capital bancario, bursátil y de las altas finanzas, sino que también había empleado -entre 1847 y 1848- a 300.000 personas y estimulado el desarrollo de una vasta gama de industrias productoras de bienes de capital.
Veinte años después le tocó el turno a las primeras naves alimentadas a carbón, a la definitiva supremacía del vapor sobre la vela y, al mismo tiempo, a los grandes astilleros marítimos que llegaron a fabricar, en diques ingleses, entre 1880 y 1895, tres cuartas partes de los barcos que componían todo el tonelaje mundial. Pero, mientras tanto, el ferrocarril, que alcanzará las 16.000 kilómetros en 1860 en Gran Bretaña e Irlanda del Norte, había creado una demanda excepcional de mineral de hierro y de carbón, valorizando los yacimientos conjuntos nacionales y acelerando las innovaciones técnicas en la industria siderúrgica. Respecto de los yacimientos ingleses, "más del 95% del hierro -calcula Dobb- provenía en 1850 de estratos carboníferos, los que aseguraban a su vez una producción de 44 millones de toneladas anuales de carbón, casi tres veces mayor que la de 1829. Entre 1840 y 1850 la capacidad media de un alto horno había ascendido a más de 3.500 toneladas, casi tres veces la de 1806, y el consumo 'per cápita' de hierro había pasado de los 44/45 kilos de los últimos quince años, a 58 y luego a 85 kilos. Veinte años después, altos hornos, fraguas y fundiciones absorbían el 25% de la energía de vapor producida en las fábricas inglesas y cerca del 40% de la ocupación industrial". Así surgió el gran imperio de John Wilkinson (1728-1808), quien en 1750 había fundado una pequeña fundición en Shropshire y para fines del siglo XVIII producía una octava parte del hierro fundido de Gran Bretaña. Con el auge del ferrocarril, su compañía pasó a dominar una vasta concentración minera de carbón y estaño, de fundiciones y fraguas, de depósitos y radas, y había logrado abrir sucursales incluso en la Europa continental.Para comprender totalmente el papel desempeñado por el ferrocarril en cuanto a que proporcionó oxígeno a la revolución industrial, hay que subrayar la importancia que el bajo precio del hierro tuvo para el comienzo de la expansión de la industria mecánica. "Junto a un sector productivo de gran intensidad de capitales y elevado grado de mecanización como el siderúrgico -explica Dobb en la obra citada-, se fue desarrollando otro sector clave de la economía moderna: un conglomerado intermedio de fábricas de herramientas, de ingeniería especializada y de instrumentos de precisión, destinado a servir como nexo entre la industria de bienes de capital y el mercado; a promover una serie casi ininterrumpida de perfeccionamientos técnicos, pero sobre todo, a ampliar la demanda de fuerza de trabajo, a reclutar -en un momento en que la ocupación de los distritos textiles estaba a punto de estabilizarse- nuevos batallones de mano de obra asalariada".