15 de agosto de 2008

Julio Cortázar: "Mi idea de lo fantástico está más próxima a lo que llamamos realidad"

Unos meses antes de su muerte, Julio Cortázar (1914-1984) conce­dió un reportaje al periodista Jason Weiss (1955) de la prestigiosa revista "The Paris Review". El momento en el que se hizo la nota no era el mejor para Cortázar. Su esposa acaba­ba de morir y él se encontraba fatigado y muy enfermo, luego de un largo viaje por Nicaragua. Sin embargo, accedió gustoso a la entrevista en la que explicó algunos secretos de su escri­tura: la manera en que construía sus rela­tos y los métodos que utilizaba para con­cebir a sus personajes. Fue una de las últimas entrevistas que alcanzó a conceder y apareció publicada en el número de noviembre de 1983.
En algunos de los relatos de su libro más reciente, "Deshoras", lo fantástico parece irrumpir más que nunca en el mundo real. ¿Usted siente que lo fantástico y lo cotidia­no se están convirtiendo en una sola cosa?

Sí, en estos últimos cuentos he tenido la sensación de que hay menos distancia entre lo que llamamos lo fantástico y lo que llamamos lo real. En mis cuentos anterio­res, la distancia era más grande porque lo fantástico era verdaderamente fantástico, y a veces rozaba lo sobrenatural. Por su­puesto, lo fantástico se metamorfosea, cam­bia. La noción de lo fantástico que tenía­mos en la época de las novelas góticas de Inglaterra, por ejemplo, no tiene nada que ver con nuestro concepto actual. Ahora nos reímos al leer el "Castillo de Otranto" de Horace Walpole..., los fantasmas vestidos de blanco, los esqueletos que caminan por allí haciendo rechinar sus cadenas. Ahora, mi idea de lo fantástico está más próxima a lo que llamamos realidad. Tal vez porque la realidad se acerca cada vez más a lo fantástico.

Durante los últimos años, usted ha dedicado mucho más tiempo a apoyar las diversas luchas de liberación en Latino­américa. ¿Eso no ha contribuido también a su acercamiento de lo fantástico a lo real, y no lo ha vuelto más serio?

Bien, la idea de "serio" no me gusta, porque no creo ser serio, al menos no en el sentido en que se habla de un hombre serio o de una mujer seria. Pero en estos últimos años mis esfuerzos con respecto a ciertos regímenes latinoamericanos -de la Ar­gentina, Chile, Uruguay, y ahora, y sobre todo, Nicaragua- me han absorbido a tal punto que he usado lo fantástico en ciertos relatos para tratar ese tema... de una mane­ra que, en mi opinión, está muy próxima a la realidad. Así, me siento menos libre que antes. Es decir, hace treinta años escribía cosas que me venían a la cabeza, y sólo las juzgaba con un criterio estético. Ahora, aunque sigo juzgándolas con un criterio estético, en primer lugar porque soy un escritor... ahora soy un escritor atormenta­do, muy preocupado por la situación de Latinoamérica, y en consecuencia esa pre­ocupación se filtra en mi escritura, de manera consciente o inconsciente. Pero a pesar de esos relatos que hacen referencias muy precisas a cuestiones ideológicas y políticas, mis cuentos, en esencia, no han cambiado. Siguen siendo relatos fantásti­cos. El problema de un escritor comprome­tido, como lo llaman ahora, es seguir sien­do escritor. Si lo que escribe se convierte simplemente en literatura con contenido político, puede ser muy mediocre. Eso es lo que les ha ocurrido a una cantidad de escritores. Entonces, el problema es de equilibrio. Para mí, lo que debo hacer siempre es literatura, la mejor que pueda... ir más allá de lo posible. Pero, al mismo tiempo, debo tratar de incorporar una mezcla de realidad contemporánea. Y ése es un equilibrio muy difícil. En el cuento de "Deshoras" acerca de las ratas, "Satarsa", que es un episodio basado en la lucha contra la guerrilla en la Argentina, la tentación era atenerme tan sólo al nivel político.

¿Cuál ha sido la respuesta a esos relatos? ¿Hubo mucha diferencia entre la respuesta que obtuvo del ambiente literario y la del ambiente político?

Por supuesto. Los lectores burgueses de Latinoamérica que son indiferentes a la política, o los que simpatizan con la dere­cha, bien... no se preocupan por los proble­mas que me preocupan a mí... los proble­mas de la opresión, la explotación y demás. Esas personas lamentan que mis relatos tengan con frecuencia un giro político. Otros lectores, especialmente los jóvenes -que comparten mis sentimientos, mi ne­cesidad de luchar, y que aman la literatu­ra-, adoran esos cuentos. A los cubanos les encanta "Reunión". "Apocalipsis en Solentiname" es un relato que los nicaragüen­ses leen y releen con gran placer.

¿Qué es lo que ha determinado su creciente implicación en política?

Los militares latinoamericanos... ellos son los que me hacen trabajar más dura­mente. Si los derrocaran, si hubiera un cambio, entonces yo podría descansar un poco y trabajar en poemas y relatos que fueran exclusivamente literarios. Pero son ellos los que me proporcionan materiales.

Usted ha dicho varias veces que, para usted, la literatura es como un juego. ¿En qué sentido?

Para mí, la literatura es una forma de juego. Pero siempre he agregado que hay dos formas de juego: el fútbol, por ejemplo, que es básicamente un juego, y después los juegos que son muy profundos y serios. Cuando los niños juegan, aunque se divier­ten, se lo toman muy en serio. Es importante. Para ellos eso es tan serio ahora como lo será el amor dentro de diez años. Recuerdo que cuando era chico mis padres solían decirme: "Bien, ya jugaste bastante, ahora ven a darte un baño". Eso me resultaba totalmente idiota, porque, para mí, el baño era un asunto tonto. No tenía ninguna importancia, mientras que jugar con mis amigos era algo serio. La literatura es así: es un juego, pero un juego en el que uno puede jugarse la vida. Se puede hacer cualquier cosa, todo, por ese juego.

¿Cuándo empezó a sentir interés por lo fantástico?

En la infancia. Casi ninguno de mis compañeros de clase tenía sentido de lo fantástico. Tomaban las cosas tal como eran... esto es una planta, esto es un sillón. Pero para mí las cosas no estaban tan bien definidas. Mi madre, que todavía está viva y que es una mujer muy imaginativa, me estimulaba. En vez de decirme: "No, no, debes ser serio", le gustaba que yo fuera imaginativo: cuando me incliné por el mundo de lo fantástico, ella me ayudó dándome libros para leer. Leí por primera vez a Edgar Allan Poe cuando tenía apenas nueve años. Robé el libro porque mi madre no quería que lo leyera, pensaba que era dema­siado chico, y tenía razón. El libro me asustó y estuve tres meses enfermo, porque lo creí... duro como el hierro, yo no tenía ningu­na duda. Así eran las cosas. Cuando les daba esa clase de libros a mis amigos, ellos decían: "No, preferimos leer relatos de vaqueros". Los vaqueros eran especial­mente populares en esa época. Yo no lo comprendía. Prefería el mundo de lo sobre­natural, de lo fantástico.

Cuando tradujo las obras completas de Poe muchos años más tarde, ¿descubrió cosas nuevas en él, a partir de una lectura tan minuciosa?

Muchas, muchas cosas. Exploré su lenguaje, que tanto los ingleses como los norteamericanos critican por encontrarlo demasiado barroco. Como no soy inglés ni norteamericano, lo veo desde otra perspec­tiva. Sé que tiene aspectos que han enveje­cido mucho, aspectos exagerados, pero eso no significa nada comparado con su genio. Escribir, en esa época "La caída de la casa de Usher", o "Ligeia", o "Berenice", o "El gato negro", cualquiera de ellos, revela un verdadero genio para lo fantástico y para lo sobrenatural. Ayer visité a un amigo en la calle Edgar Allan Poe. En esa calle hay una placa donde se lee "Edgar Poe, escritor inglés". ¡No era en absoluto inglés! Debe­ríamos hacerla cambiar... ¡Ambos iremos a protestar!

En su escritura, además del compo­nente fantástico, hay un verdadero afecto por sus personajes.

Cuando mis personajes son niños y adolescentes, siento hacia ellos una gran ternura. Creo que en mis novelas y relatos siempre están muy vivos, los trato con gran amor. Cuando escribo un relato en el que el personaje es un adolescente, yo soy ese adolescente mientras estoy escribiendo. Con los personajes adultos me ocurre otra cosa.

¿Muchos de sus personajes están ba­sados en personas que ha conocido?

No diría muchos, pero sí algunos. Con frecuencia hay personajes que son una mezcla de dos o tres personas. He creado un personaje femenino, por ejemplo, a partir de dos mujeres que conocí. Eso da al personaje una personalidad más compleja, más difícil.

¿Quiere decir que cuando siente la necesidad de espesar un personaje, combi­na dos en él?

Las cosas no funcionan así. Son los personajes quienes me dirigen. Es decir, veo a un personaje, está allí, y reconozco a alguien que conocía, o a veces a dos un poco mezclados, pero allí termina todo. Des­pués, el personaje actúa por su cuenta. Dice cosas... nunca sé qué es lo que van a decir cuando estoy escribiendo un diálogo. Real­mente es cosa de ellos. Yo simplemente mecanografío lo que ellos dicen. A veces rompo a reír, y arrojo la hoja y digo: "Mira, has dicho cosas tontas. ¡Fuera!". Y pongo otra hoja y empiezo todo el diálogo de nuevo.

¿Entonces no son los personajes que ha conocido los que lo impulsan a escri­bir?

No, para nada. Con frecuencia tengo la idea de un relato, pero todavía no hay personajes. Tengo la idea extraña: algo va a ocurrir en una casa de campo, lo veo... cuando escribo soy muy visual, lo veo todo, veo cada cosa. Entonces, veo esta casa en el campo y después, abruptamente, empiezo a situar a los personajes. En ese punto, uno de los personajes podría ser alguien que conocí. Pero no es seguro. Finalmente, la mayoría de mis personajes son inventados. Por supuesto, siempre estoy yo mismo. En "Rayuela" hay muchas referencias autobiográficas en el personaje de Oliveira. No soy yo, pero mucho deriva de mis primeras épocas bohemias en París. Sin embargo, los lectores que leen a Oliveira como Cor­tázar en París están equivocados. No, no, yo era muy diferente.

¿Y eso ocurre porque usted no quiere que su escritura sea autobiográfica?

No me gusta la autobiografía. Nunca escribiré mis memorias. Las autobiogra­fías de los otros me interesan, por supuesto, pero no la mía. Si escribiera una autobio­grafía, tendría que ser sincera y honesta. No podría contar una autobiografía imagi­naria. Y entonces, haría el trabajo de un historiador, de un autohistoriador, y eso me aburre. Prefiero inventar o imaginar. Por supuesto, con frecuencia cuando tengo ideas para una novela o un cuento hay situacio­nes o momentos de mi vida que se sitúan naturalmente en ese contexto. En mi cuen­to "Deshoras" la idea de un muchacho que se enamora de la hermana mayor de su amigo está en realidad basada en una situación autobiográfica. Entonces, hay allí una pequeña parte que es autobiográfica, pero de allí en más lo fantástico o la imaginación son lo que predomina.

¿Cómo empieza un cuento? ¿Por me­dio de alguna frase en particular, alguna imagen?

En mi caso los cuentos y las novelas pueden empezar por cualquier parte. En cuanto a la escritura misma, cuando empie­zo a escribir la historia ya ha estado dando vueltas a mi alrededor mucho tiempo, a veces durante semanas. Pero no de una manera clara, es tan sólo una idea general de la historia. Tal vez esa casa que tiene una planta roja en un rincón, y sé que hay un viejo que camina en esa casa. Eso es todo lo que sé. Así ocurre. Y después están los sueños. Durante este período de gestación mis sueños están colmados de referencias y alusiones a lo que va a ocurrir en el relato. A veces todo el cuento es un sueño. Uno de mis primeros cuentos, y uno de los más populares, "Casa tomada", es una pesadilla que tuve. Me levanté inmediatamente, y la escribí. Pero en general, lo que surge del sueño son fragmentos de referencias. Es decir, mi subconsciente está en el medio del proceso de elaborar un relato... mientras sueño, el relato se escribe allí adentro. Entonces cuando digo que empiezo por cualquier parte, es porque en ese punto no sé cuál será el principio y cuál el fin. Cuando empiezo a escribir, ése es el prin­cipio. No he decidido que el relato deba empezar de ese modo, simplemente empie­za allí y continúa, y con frecuencia no tengo una idea clara del final... no sé qué es lo que va a ocurrir. Es sólo gradualmente, a medi­da que el relato avanza, que las cosas se van aclarando, y abruptamente veo el final.

¿Entonces usted descubre la historia mientras la está escribiendo?

Así es. Es como la improvisación en jazz. Uno no le pregunta a un músico de jazz: "¿Pero qué va a tocar?". El se reiría de esa pregunta. Tiene un tema, una serie de armonías que debe respetar, y entonces toma su trompeta o su saxofón y empieza. No es una cuestión de idea. Interpreta recorriendo toda una serie de diferentes pulsaciones internas. A veces sale bien, a veces no. Lo mismo me ocurre a mí. A veces me resulta embarazoso firmar mis cuentos. Las novelas no, porque en las novelas trabajo mucho, hay en ellas toda una arquitectura. Pero con los cuentos es como si me los dictara algo que hay en mí, pero no soy yo el responsable. Bien, pero como parece que aun así son míos, supongo que debo aceptarlos.

¿Hay algunos aspectos de la escritura de un relato que siempre le plantean un problema?

En general no, porque como le expli­caba, el relato ya está hecho en alguna parte dentro de mí. Entonces tiene su dimensión, su estructura, si va a ser un cuento breve o un cuento largo, todo eso está como decidi­do de antemano. Pero en los últimos años he empezado a percibir algunos proble­mas. Reflexiono más ante la página. Escri­bo más lentamente. Y escribo de manera más concisa. Algunos críticos me lo han reprochado, han dicho que poco a poco he ido perdiendo esa soltura en mis cuentos. Aparentemente, digo lo que quiero con mayor economía de medios. No sé si es para mejor o para peor... en todo caso, es mi manera de escribir ahora.

Usted decía que en sus novelas hay toda una arquitectura. ¿Eso significa que en ellas trabaja de manera diferente?

Lo primero que escribí de "Rayuela" es un capítulo que ahora está en el medio. Es el capítulo en el que los personajes ponen un tablón desde la ventana de un departa­mento a otra. Lo escribí sin saber por qué. Veía los personajes, veía la situación... era en Buenos Aires. Hacía mucho calor, recuerdo, y estaba junto a la ventana con la máquina de escribir. Vi esa situación del tipo que hace que su esposa cruce por el tablón... porque él mismo no quiere ir... para buscar algo tonto, unos clavos. Escribí todo eso, era largo, unas cuarenta páginas, y cuando lo terminé me dije: "Muy bien, ¿pero qué he hecho? Porque esto no es un cuento. ¿Qué es?". Entonces comprendí que me había lanzado a escribir una novela, pero que no podía continuar a partir de ese punto. Tuve que detenerme allí y volver hacia atrás y escribir toda la parte de París que viene antes, que es el entorno formativo de Oliveira, y cuando finalmente llegué a ese capítulo del tablón, seguí adelante a partir de allí.

¿Corrige mucho cuando escribe?

Muy poco. Eso es consecuencia de que las cosas ya han sido elaboradas en mi interior. Cuando veo primeras versiones de algunos amigos escritores, en la que todo está corregido, todo cambiado, todo movi­do, y hay flechas por todas partes... no, no, no. Mis manuscritos están muy limpios.

José Lezama Lima, en "Paradiso", le hace decir a Cemí que "el barroco... es lo que tiene verdadero interés en España y en Hispanoamérica". ¿Por qué le parece que le hace decir eso?

No puedo responder como un experto. Es cierto que el barroco es muy importante en Latinoamérica, tanto en las artes como en la literatura. El barroco puede ofrecer una gran riqueza, permite que la imagina­ción se eleve en todas sus direcciones espiraladas, como en una iglesia barroca con sus ángeles decorativos y todo eso, o en la música barroca. Pero yo desconfío del ba­rroco. Los escritores barrocos, con mucha frecuencia, se dejan ir demasiado fácil­mente en la escritura. Escriben en cinco páginas lo que muy bien podrían escribir en una. Yo también debo haber caído en el barroco porque soy latinoamericano, pero siempre he desconfiado de él. No me gustan las oraciones túrgidas, voluminosas, llenas de adjetivos y descripciones, ronroneando y ronroneando en el oído del lector. Se que es muy encantador, por supuesto. Es muy bello pero no soy yo. Yo estoy más del lado de Jorge Luis Borges. El ha sido siempre un enemigo del barroco, tensó su escritura como con pinzas. Bien, yo escribo de ma­nera muy diferente que Borges, pero la gran lección que me dio es la economía. Cuando empecé a leerlo, siendo muy joven, me enseñó que uno debía tratar de decir lo que quería con economía, pero con una econo­mía bella. Esa es la diferencia, tal vez, entre una planta, que sería considerada barroca, con su multiplicación de hojas, casi siem­pre muy bella, y una piedra preciosa, un cristal... eso es para mí todavía más bello.

¿Cuáles son sus hábitos de escritura? ¿Han cambiado ciertas cosas?

Lo único que no ha cambiado, y nunca cambiará, es la anarquía total y el desorden. No tengo ningún método en absoluto. Cuan­do me siento en estado de escribir un cuento, dejo caer todo lo demás; escribo el cuento. Y a veces, cuando escribo un cuen­to, en los dos meses que siguen puedo escribir dos o tres más. En general, los cuentos vienen en serie. Escribir uno me deja en un estado receptivo, y después "capto" otro. Ya ve la clase de imagen que uso, pero es así: la historia cae dentro de mí. Pero también puede pasar un año sin que escriba nada... nada. Por supuesto, estos últimos años me he pasado buena parte del tiempo sentado ante la máquina de escribir, escribiendo artículos políticos. Los textos que he escrito sobre Nicaragua, todo lo que escribí sobre la Argentina... no tienen nada que ver con la literatura... son cosas mili­tantes.

Usted ha dicho con frecuencia que la Revolución Cubana lo despertó a las cues­tiones latinoamericanas y sus problemas.

Y lo digo otra vez.

¿Tiene sitios favoritos para escribir?

En realidad, no. Al principio, cuando era más joven y tenía más resistencia física, aquí en París por ejemplo, escribí una gran parte de "Rayuela" en cafés. Porque el ruido no me molestaba y, por el contrario, el lugar me resultaba muy propicio. Trabajé mucho en los cafés... leía o escribía. Pero con la edad me he vuelto más complicado. Escri­bo cuando estoy seguro de tener un poco de silencio. No puedo escribir con música, me resulta totalmente imposible. La música es una cosa y escribir es otra. Necesito cierta calma, pero, al margen de todo esto, un hotel, a veces un avión, la casa de un amigo, o aquí, en casa, son lugares donde puedo escribir.

¿Y qué ocurre con París? ¿Qué fue lo que le dio valor para levantar todo y mudarse a París cuando lo hizo, hace más de treinta años?

¿Valor? No, no hizo falta mucho valor. Simplemente tuve que aceptar la idea de que venir a París y cortar todos los puentes con la Argentina en ese momento significaba ser muy pobre y tener problemas para sobrevivir. Pero eso no me preocupaba. Sabía que me las arreglaría de alguna manera. Vine a París primordialmente porque París, la cultura francesa en general, ejercía gran atracción sobre mí. Había leído literatu­ra francesa con pasión en la Argentina, así que deseaba estar aquí y llegar a conocer las calles y los lugares que uno encuentra en los libros, en las novelas. Recorrer las calles de Balzac y de Baudelaire... era un viaje muy romántico. Era, soy, muy romántico. En realidad, tengo que tener mucho cuidado cuando escri­bo, porque con frecuencia podría caer en... no diría el mal gusto, tal vez no, pero un poco en dirección a un romanti­cismo exagerado. En mi vida privada no tengo necesidad de controlarme. En rea­lidad soy muy sentimental, muy román­tico. Soy una persona tierna; tengo mucha ternura para dar. Lo que le doy ahora a Nicaragua es ternura. Es tam­bién la convicción política de que los sandinistas están haciendo lo correcto y que llevan a cabo una lucha admirable; pero no es sólo entusiasmo político, sino que siento una enorme ternura porque es un pueblo que amo, así como amo a los cubanos y a los argentinos. Bien, todo eso forma parte de mi carácter. En la escritura he tenido que cuidarme, espe­cialmente cuando era joven. Escribí co­sas que verdaderamente eran rompecorazones. Eso era verdaderamente ro­manticismo, la novela rosa. Mi madre las leía y lloraba.

¿La fama y el éxito le han resultado placenteros?

Ah, escuche, le diré algo que no debería decir porque nadie lo creerá, pero el éxito no es un placer para mí. Me alegra poder vivir de lo que escribo, así que tengo que soportar el aspecto crítico y popular del éxito. Pero como hombre era más feliz cuando era desconocido. Mucho más feliz. Ahora no puedo ir a Latinoamérica o a España sin que me reconozcan cada diez metros, y los autó­grafos, los abrazos... Es muy conmove­dor, porque con frecuencia se trata de lectores muy jóvenes. Me alegra que les guste lo que hago, pero es terriblemente perturbador para mí en cuanto a la inti­midad. No puedo ir a una playa de Euro­pa, porque en cinco minutos hay un fotógrafo. Tengo un aspecto físico que no puedo disfrazar, si fuera bajo podría ponerme anteojos de sol, pero con mi estatura, mis largos brazos y todo eso, ellos me descubren desde lejos. Por otra parte, también hay cosas bellas: hace un mes estaba en Barcelona, caminando una noche por el barrio gótico, y había una chica norteamericana, muy bonita, que tocaba la guitarra y cantaba. Estaba sentada en el suelo y cantaba para ganar­se la vida. Cantaba un poco como Joan Baez, con una voz muy pura, clara. Había un grupo de jóvenes de Barcelona escuchándola. Yo me detuve a escuchar­la, pero permanecí en la sombra. En un momento, uno de los jóvenes, que ten­dría más o menos veinte años, y era muy joven y apuesto, se acercó a mí. Tenía una torta en la mano. Me dijo: "Julio, toma un pedazo". Así que yo tomé un pedazo y me lo comí, y le dije: "Muchas gracias por acercarte y convidarme". El me dijo: "Pero escucha, te di muy poco comparado con lo que tú me diste a mí". Yo le dije: "No digas eso, no digas eso", y nos abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como ésas son las mejores recompensas de mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y a ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de escribir.