24 de agosto de 2008

Eugéne Ionesco: "La bondad... Mi miedo es demasiado grande como para dejar lugar a semejante sentimiento"

En julio de 1990, el dramaturgo francés de origen rumano Eugéne lonesco (1909-1994) concedió el que sería uno de los últimos reportajes de su vida. El gran autor repasó en esa entrevista dada al filósofo y escritor Gabriel Liiceanu (1942) y publicada en la revista fran­cesa "Magazine Llttérarie" en setiembre de 1995, todas sus obsesiones. El enfrentamiento ético contra los totalitarismos de dere­cha y de izquierda, la crítica a los intelectuales -con Jean Paul Sartre a la cabeza-, la amistad con su compatriota E.M. Cioran, el desamparo ante la injusta lógica del mundo, la crueldad de Dios y la idea inaceptable de la muerte fueron algunos de los temas sobre los que opinó, hacia el final de su vida, con la misma lucidez que utilizó en su obra ensayística y teatral.Lo que siempre caracterizó al conjunto de su obra, y que ya aparece en su famosa técnica del "non sense", punto de partida obligado de toda conversación con usted, es la rebelión, esa rebelión que es el componente esencial del "non sense". En un reportaje que concedió en 1986, usted dijo a propósito del "non sense": "Yo era un granuja". De allí mi pregunta: ¿qué forma revistió esta actitud inicial de granuja en su obra ulterior y en su vida? El admirable civismo superior que lo empujó a asumir la defensa de todas las causas perdidas, ¿tiene alguna relación con su actitud de granuja del principio? Entre los representantes de la ilustre gene­ración de Rumania de entre guerras usted es aquel cuya dimensión cívica se mani­fiesta con más claridad. A diferencia de Eliade o de Cioran, usted tomó posición en la prensa, se expresó sin ninguna reveren­cia y sin la menor preocupación por las consecuencias contra todos los gulags del mundo, se levantó de la misma manera contra el fascismo y contra el comunismo. Estas tomas de posición, ¿constituyen la sucesión lógica de su "actitud de granu­ja"? En otras palabras, esa elección ini­cial de ser un "granuja" ¿prefiguró su actitud ulterior?

Tal vez. Siempre busqué con una sin­ceridad total, según la fórmula de Baudelaire, "a corazón abierto". Nada debe ser ocultado, por consideración y respeto hacia la verdad. Si uno oculta alguna cosa respecto de sí mismo o de los demás, ese respeto se convierte en falta de respeto hacia la verdad.

Sí, pero ese respeto hacia la verdad generalmente obliga al escritor a dejar su mesa de trabajo y pronunciarse sobre los problemas inmediatos de la sociedad. Así, el escritor penetra en la esfera de lo polí­tico. ¿Cómo pueden coexistir el diálogo que el escritor mantiene en su obra con Dios y su diálogo con lo profano, lo social, lo político? ¿Cómo acepta, en nombre de la verdad, esta intromisión de lo político? Y, en principio, tal intromisión ¿debe exis­tir?

Sí, es indispensable que exista. De tanto en tanto, es necesario que el escritor deje su mesa de trabajo. Esas son las inter­mitencias de las que hablo en "La búsqueda intermitente". Debe mezclarse con el mun­do y con los demás hombres, sus semejan­tes.

En una época donde en Francia la moda intelectual era ser de izquierda, usted demostró ese civismo superior que mencioné antes y llamó a las cosas por su nombre, denunciando los excesos terrorí­ficos que se ocultaban bajo esa exaltación de la izquierda.

Sí, lo hice por pudor respecto de la verdad. Había que respetar la verdad y desmentir a quienes se mentían a sí mismos o se negaban a mirar la verdad de frente. En Francia, por ejemplo, la gente jugaba a ser de izquierda; por los salones literarios del Distrito XVI pululaban tipos de izquierda que no querían ver claramente la verdad. Por eso había que decir la verdad sin el menor pudor, cualquiera fuese el riesgo a correr.

Y, para usted, ¿en qué consistían esos riesgos?

En que me señalaran con el dedo, en sufrir el desprecio con que se aplasta a cualquiera que ve el horror que los demás se niegan a ver y lo llama por su nombre.

Por qué no lo veían? ¿Por qué no querían ver el horror?

No querían verlo por timidez ideológi­ca. Sí, los franceses (y los occidentales en general) sufren de esa timidez. Se imagi­nan que la verdad ideológica es más verdadera que la pura y simple verdad. Para ellos, lo que está bien según la ideología también debe estar bien en la realidad. Por respetar la ideología, no respetaban en absoluto la realidad, como todos sabemos.

Pero ¿por qué usted tenía una posi­ción diferente de la de ellos? ¿Cómo llega a acercarse más a una verdad más verda­dera que la verdad ideológica?

No sé. Tal vez porque soy de origen rumano, porque estaba informado; quizá también porque no tengo miedo de llamar las cosas por su nombre.

¿Cómo se relaciona eso con su expe­riencia rumana? Usted vivió la experien­cia de la derecha, no la de la izquierda...

Es verdad; yo había vivido la experiencia de una extrema derecha pero también de una izquierda de segunda. Una izquierda prudente: la izquierda mediocre de Mihai Ralea que había sido radical-socialista. Una vez participé en una "manifestación de izquierda" con Mircea Grigoresco y Horia Román; nos atacaron y molestaron en la calle. Aparte de eso, no viví una experien­cia real de la izquierda; tampoco fui real­mente pobre. Quizás hubiera tenido que pasar también por la izquierda; quizás hubiera tenido que ser un hombre de iz­quierda antes de ser un hombre no de derecha, sino de no-izquierda, antes de ser un enemigo de la izquierda. Pero la izquier­da ya no fue la izquierda; se convirtió en una extrema derecha, en una derecha del terror. Y eso es lo que yo denunciaba: el terror.

Siempre me pregunté cómo usted que, a diferencia de Solyenitsin de los disidentes del Este, no conoció el horror directa­mente, siempre fue sensible al horror, al horror que denunció como si, efectivamen­te, lo hubiera vivido.

Sí, es verdad, yo fui sensible al horror que conocí gracias a los testimonios de personas que venían de Rumania y en las que creí. No compartí la indiferencia que la mayoría de la gente sentía en ese entonces respecto de lo que ocurría en este mundo.

El tema central de su teatro, de sus ensayos y sobre todo de su último libro, "La búsqueda interminable", es el tema de la espera, de la esperanza, de la búsqueda y de la duda. ¿Y si nadie viene? ¿Y si nadie nos espera al final del camino? ¿No es ésta la pregunta que lo atormenta?

Es la pregunta que me atormenta, la angustia de mis angustias.

Entonces, su obra ¿no es un diálogo con una eventual ausencia?

Es esa ausencia la que me da miedo, sí. Durante un cuarto, una décima de mi vida, creo; el resto del tiempo, soy agnóstico. En este momento en que le hablo no sé si tengo fe o no. Quiero tener fé; soy como ese sacerdote que, todos los días, rezaba así: "Dios mío, haz que crea en tí". Yo soy así, es mi actitud permanente. A veces también me rebelo contra lo que me parece mal hecho. Como en una de mis novelas, quisiera otro universo. Quiero recobrar este mundo. Me gusta la creación, pero querría que fuese otra. Quisiera que Dios la retocara. Espero un nuevo nacimiento y tengo expectativas en otro mundo: espero sin esperar. Todos nacemos, crecemos en fuerza y en belleza y, poco a poco, viene el hundi­miento y aparecemos cojos, feos, frágiles. ¿Cómo puede ser, cómo está permitido y por qué? Pregunté a todos los sacerdotes que conocí, e incluso al Papa, a quien le escribí: "¿Por qué es así?". Todos me con­testaron: "Es un misterio, no tenemos res­puesta". "El Papa no puede responder a esa pregunta". En eso veo una crueldad de Dios que yo, como hombre, no puedo aceptar. Armand Salacrou restableció el orden del mundo tal como él mismo y todos nosotros quisiéramos que fuese: nacemos viejos y rejuvenecemos a medida que el tiempo pasa y nos acerca a la muerte; una vez convertidos en bebés, morimos des­pués de haber atravesado la madurez y la juventud. Hay una anciana nacida mori­bunda que, poco a poco, se fue curando; su cáncer se reabsorbió, ella recuperó toda su vitalidad, etcétera. Así me gustaría que su­cedieran las cosas.

¿No es acaso la forma suprema de su rebelión? Una rebelión ante una condi­ción cruel: en el fondo, ¿por qué tenemos que morirnos?

Efectivamente. ¿Por qué hay que mo­rir, envejecer; por qué hay que esperar; por qué hay que soportar la injusticia; por qué tiene que existir la injusticia en este mun­do? Desde hace miles de años sólo hay guerras y más guerras. Admiramos un bellísimo mar azul y nos decimos que dos metros más abajo se perpetúa una guerra sin piedad: los peces se devoran entre ellos. No puedo comprender por qué el universo es así, por qué fue hecho de este modo. De allí mi pregunta, mi única pregunta: ¿Dios existe? ¿O no? Y, si El no existe, ¿hay alguien que hizo este mundo? A veces me tienta creer que este mundo fue fabricado por esos ángeles malos de los que hablan los bogomilos y los cátaros.

...y su amigo Cioran.

Y mi amigo en el aciago demiurgo. Pero Cioran tiene la suerte de contar con algo que lo calma, lo apacigua: la belleza del estilo. Yo no tengo belleza de estilo y el estilo no me sirve para nada. Me digo con horror que me voy amorir. Me digo con una angustia infinita que van a morir mi hija y mi mujer, y que no hay piedad: hagamos lo que hagamos, no hay piedad. Entonces me vuelvo no hacia Dios, sino hacia Jesucristo, que es mi hermano y, por lo tanto, está más cerca de mí. Es a él a quien invoco, a quien interrogo, pero sólo me responde que él también sufrió, que él también esperó: es un comienzo de respuesta.

¿Por qué piensa que Cioran puede ser más sereno, más tranquilo ante la muerte si él -como usted- ha vivido esta obsesión por la muerte desde el principio?

Debo decir que él ha leído mucho más que yo.

¿Y eso lo ayudó? ¿La lectura puede socorrernos ante la muerte?

Sí. Ayuda a hacer literatura. Todos los libros de Cioran tienen algo de los textos gnósticos del siglo III después de Cristo. Yo no creo en la sinceridad total de Cioran. Es mi amigo, hablamos a menudo, pero no creo en su sinceridad absoluta.

¿Absoluta sinceridad respecto de qué? ¿De su angustia?

De su angustia, claro.

Sería una angustia más artificial, me­nos auténtica...

Sí, por su práctica del estilo.

¿La angustia auténtica no es compa­tible con el estilo?

No, no lo es.

¿Y cómo explica usted que los que creen en Dios no se planteen estas pregun­tas en los mismos términos que usted y que no desemboquen en el mismo callejón que usted?

No sé. Y, sin embargo, como dijo Cioran, es innegable que las experiencias de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Avila son muy reales. Mi mente no puede concebir cómo ocurre eso. Pero de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, en mis noches de insomnio, trato de concebir lo inconcebible.

Perdóneme que cambie totalmente el rumbo de nuestra entrevista para volver al área de nuestra vida en el mundo. Hablaré del tema de "El rinoceronte". Quisiera pre­guntarle acerca de lo que hemos vivido estos últimos meses en Rumania. Las rino­cerontes, la "rinoceridad" y la "rinocerización" son fenómenos corrientes y, en ese punto, usted puso el dedo en una enfermedad del espíritu característica de nuestro siglo. La humanidad es víctima de ciertas epidemias tanto fisiológicas como biológi­cas, y el espíritu también es periódicamen­te víctima de ciertas enfermedades. Usted describió una de estas enfermedades del siglo XX que podríamos llamar, como en su obra, "rinoceridad". Al principio uno puede decirse que un hombre se rinoceriza por estupidez o porque es un cretino. Pero gente honesta e inteligente también resul­ta víctima inesperada de esta enfermedad. De un día para el otro, ellos sucumben; nuestros seres más queridos y más cerca­nos sufren semejante cambio.

En efecto, fue el caso de mis amigos. Es inexplicable y el motivo que me llevó a dejar Rumania: ya no quería permanecer allí y vine a Francia, donde -mientras ya no creía que fuese posible tener razón contra todos e incluso me decía que debía estar equivocado- conocí a algunos hombres (Gabriel Marcel, Emmanuel Mounier, Denis de Rougemont) que tenían la valen­tía de estar aislados ante el mal y que no adherían a esa forma del mal.

¿Una cosa puede ser pura en su origen y terminar en el horror?

Por supuesto. Todo termina en el ho­rror. El comunismo pretendía introducir la justicia y sólo introdujo privilegios e injus­ticias. Churchill llevó a su país a la Segunda Guerra Mundial para conservar el impe­rio británico y destruyó ese imperio. Hitler quiso construir una Alemania espléndida y la destruyó. Tengo la sensación de que el Diablo se divierte dando vuelta todas nues­tras intenciones y convirtiéndolas en sus contrarios, por más favorables que éstas sean. Le voy a contar una anécdota. Duran­te la última sesión del Parlamento alemán, un hom­bre se levanta, se arranca su bigote, la mecha postiza de su frente y dice: "Esto es así. Ya tuve bastante. Mi verdadero nom­bre es John Smith, del Servicio de Inteli­gencia".

¿Sufrió la soledad cuando dejó el mundo balcánico por el mundo occiden­tal?

No. Al principio me sentí mucho me­jor porque había pasado mi infancia aquí, en Francia. La infancia y el país de mi infancia los viví como una maravilla. Esos años me enriquecieron, me colmaron de dicha. Luego, los franceses también se convirtieron en una especie de rumanos.

¿Le gusta ver gente?

Sí, mucho. Me hace muy feliz ver a rumanos, aunque durante mucho tiempo yo haya sido no-rumano. Yo, que durante tanto tiempo no quise a Rumania, siento que vuelvo a ser hermano de los rumanos.

¿Este acercamiento se produjo cuan­do usted sintió el drama que atraviesa todo este pueblo?

Sí.

¿Y cuándo se produjo eso?

Hace cuarenta años, cuando empecé a odiar a Francia y a Occidente, que no querían comprender.

¿Qué sucedió entonces?

Nuevamente, me encontré solo. Todos me respondían "no exagere". "Usted no sabe porque viene de allí". "Usted no tiene derecho a hablar por­que viene de allí". Una lógica aberrante, mientras que con­vertían a Sartre en un "espíritu noble", cuando en realidad era... el rey de los boludos.

¿Lo conoció?

No tuve el honor. En realidad, me negué a conocerlo.

¿Desde el principio le resultó ener­vante?

Desde el primer instante.

Pero lo irracional de su posición fue especialmente evidente, sobre todo a par­tir de los años 60.

Cuando Sartre ya había muerto, yo tuve un sueño. Estábamos los dos en un lugar -creo que era un teatro- y yo le decía a Sartre, que estaba junto a mí: "No hay nadie en este teatro". Y él me respondía: "¡Pero sí! Mire allá arriba, en el palco". "Señor Sartre -seguía diciendo yo-, la­mento no haberlo conocido". "Ahora es demasiado tarde, demasiado tarde", con­cluía él.

En "Diario en migajas" usted establece una distinción que me gustó mucho: opone el lamento al remordimiento. Dice que el remordimiento es un lamento por el otro, que nos hace sufrir por el otro. El remor­dimiento es una forma de superación de nuestra subjetividad: es un encuentro doloroso donde sentimos nuestra culpabili­dad hacia el otro. Quedarse en el lamento es limitarse a las fronteras del yo. ¿Cuáles son nuestros lamentos y sus remordimien­tos?

El lamento de no haberme hecho mon­je, compensado por la existencia de dos seres: mi mujer y mi hija. El remordimien­to de haber hecho tanto mal al mundo y a los que amo; me arrepiento de eso y pido perdón a Aquel que debería existir. El tiempo que me es dado lo vivo entre el remordimiento y el miedo a la muerte.

En "La búsqueda intermitente" y duran­te nuestra conversación, usted menciona constantemente a dos seres: su mujer y su hija Maríe France. Ahora bien: su obra va más allá del círculo íntimo de la familia. Al leerlo, uno tiene la sensación de que usted está preocupado por la humanidad en su conjunto. ¿No le ocurre que puede incluir en su afectividad un círculo más amplio y amar a todos los hombres? La bondad ¿no implica la identificación con el otro más allá de los vínculos naturales?

La bondad... Mi miedo es demasiado grande como para dejar lugar a semejante sentimiento. De tanto en tanto soy bueno. Paradójicamente, soy bueno cuando el mal que hice me hace mal.

Pero ¿qué mal hizo usted? Quiero decir que su biografía no reve­la que usted haya cometido un mal eviden­te. Hay autores cuya vida está manchada por una falta lamentable. Existen pensa­dores que han adherido a una ideología perniciosa durante un período de su vida y, por lo tanto, son culpables por las ideas que propagaron en un momento dado. Pero ni su vida ni su obra están asociadas al mal.

¿Quién sabe? Yo sé que, de todos modos, soy culpable. Pero ese es mi secreto. Yo fui un hombre que no fue bueno. Pero comprenderemos todo, como dice mi confesor. Nos dirán todo, nos explicarán todo y estoy ansioso por que llegue ese momento. Pero sé que, para llegar a ese momento, hay que pasar por la muerte.