Occidente ya conoció esta marcha acelerada del progreso en el primer tercio del siglo XIX. En el seno de una sociedad burguesa y urbana, atrapada por la revolución industrial, Karl Marx elaboró las tesis que son los fundamentos de la filosofía marxista. ¿Por qué y cómo?
En primer término, todo mostraba en ese universo, que el mundo está sujeto a movimiento y cambio. Marx reconoció en el movimiento y el cambio "una manera de ser" del mundo.
En segundo lugar, se advierten en este movimiento continuo, aceleraciones y demoras, y aun retrocesos. El mundo que trabaja para alcanzar un mayor bienestar vive en un devenir perpetuo. Pero la incoherencia misma del mundo compromete o detiene a cada instante esta marcha ascendente. Por ejemplo, las transformaciones industriales del siglo XIX señalaron en el orden de las ciencias y las técnicas un enorme progreso; pero, en el orden social, generaron una distribución muy desigual de los beneficios. Por un lado la prosperidad de la burguesía conquistadora; por el otro la proletarización de toda una masa de artesanos o campesinos desarraigados. En este caso ejemplar, los hechos se inscriben en la realidad en términos contradictorios; progreso aquí y retroceso allá. Las contradicciones, con su dinámica, reclaman una solución, y se reinicia el movimiento que tendrá como fin borrar lo negativo. La vida del universo entero se desenvuelve así según una dialéctica, un encadenamiento de contradicciones cuyos términos se corrigen sin cesar. Siguiendo a Hegel, Marx funda sobre esta premisa un método de conocimiento: la verdad sólo se alcanza mediante el análisis dialéctico, es decir adentrándose en las contradicciones.
El tercer punto consiste en identificar las contradicciones. La representación de los fenómenos descuida a menudo la explicación de los mismos y aun la borra. Por ejemplo, la voluntad de justificar a Dios por la grandeza de su creación, incita a ignorar las contradicciones existentes y cubrirlas con un manto de supuestas armonías profundas y ocultas y por eso mismo, a proclamarlas como reales.
En este mundo, en que todo está sujeto a un proceso de cambios, los fenómenos están concretamente ligados a las contradicciones. En esta perspectiva, el materialismo es el medio adecuado para resolver la incertidumbre de la identificación de las mismas. De acuerdo con estas tres comprobaciones fundamentales, Marx (y con él Engels) elaboró un nuevo "modelo" del mundo (el universo en movimiento), propuso un nuevo método de conocimiento (el materialismo dialéctico) y fundó una ecuación de la historia (el materialismo histórico).
Hasta el siglo XIX, los conceptos acerca del universo estuvieron dominados por la idea de inmutabilidad. Era la antigua tradición bíblica, expresada en el Eclesiastés: "Generación va y generación viene: más la tierra siempre permanece. Y sale el sol y pónese el sol y con deseo vuelve a su lugar donde torna a nacer. El viento tira hacia el mediodía y rodea el norte; va girando de continuo y a sus giros torna el viento de nuevo. Los ríos todos van a la mar y la mar no se hincha; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo. Todas las cosas andan en trabajo más que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchan de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol".
A su vez, los teólogos de la Edad Media afirmaron "que nada hay en la Naturaleza, soberanamente inmutable, que pueda calificarla como susceptible de cambio". Se trata, por supuesto, de un juicio acerca de la índole del universo y no de un análisis de su estructura o de explicaciones de la mecánica celeste. Sin embargo, aún los intentos materialistas de interpretación del universo se traban a sí mismos buscando una explicación estática. Una de las más antiguas y divertidas es la de Demócrito, para quien el Sol era una lámpara tan grande como el Peloponeso, y que abre la serie de explicaciones contemplativas del mundo.
La física aristotélica -para la que el reposo es el movimiento ideal- y la tradición cristiana han encerrado los "sistemas" del mundo en la idea de inmutabilidad. Ni el mismo Newton (1643-1727) se libró de esta influencia. Para apuntalar la ley de la atracción universal, imaginó un espacio lleno de éter y compuesto por partículas. Los cuerpos materiales repelen las partículas de éter, las que se repelen entre sí. Las fricciones producen pérdidas de energía, y el universo aminora su movimiento. Pero interviene Dios, restablece el movimiento perdido, corrige las perturbaciones y borra los accidentes. Newton llega así a la idea de que el tiempo, el espacio y el movimiento son magnitudes absolutas.
Tres grandes descubrimientos destruyeron esta obsesión de inmutabilidad: la célula, la evolución de las especies y la transformación de la energía.
El descubrimiento de la célula explicó el crecimiento de los organismos; la multiplicación y diferenciación de las células ilustraron una ley general del desarrollo de los organismos superiores. En cuanto a la evolución de las especies, aun en el siglo XVIII prevalecía la idea de que no había desarrollo histórico de los seres humanos. Esta concepción fue derribada por Darwin al publicar, en 1859, "El origen de las especies". Los cambios de clima, de ambiente, de alimentación influyen en los organismos; los fenómenos de reproducción registran y trasmiten modificaciones leves que dan a la evolución un carácter progresivo y constante y anuncian, por lo tanto, un desarrollo infinito de las especies vegetales y animales. Por su parte, la transformación de la energía realizó una síntesis de las fuerzas universales; el calor, la luz, la electricidad, las fuerzas mecánicas son formas del movimiento universal que se funden en un proceso ininterrumpido.
Marx y Engels comprendieron esta lección y rompieron definitivamente con la idea de la inmutabilidad del universo. "El mundo no debe ser considerado como un complejo de cosas inmutables, sino como una serie de complejos procesos donde las cosas aparentemente estables están sujetas a un cambio constante que las transforman o las debilitan, hasta que al fin, y a pesar de todas las contingencias aparentes y de todos los retrocesos momentáneos, se impone el desarrollo progresivo. Toda la naturaleza, desde las partículas más ínfimas hasta los cuerpos más grandes, desde el grano de arena hasta el sol, desde la primitiva célula viva hasta el hombre, está sometida a un proceso eterno de apariciones y desapariciones, a un flujo incesante, a un movimiento y a un cambio perpetuos".
Los seres y las cosas recuperan así su vida propia, para asumir su parte activa y responsable en la vida del universo. Esta condición se observa sobre todo en el hombre visto en su totalidad, con la sensibilidad, la inteligencia, la violencia, la amistad, el amor, el entendimiento, la razón, la crueldad, la alegría de vivir o la miseria, es decir, toda la gama de posibilidades humanas.
Ahora bien, la realidad humana dista mucho del sueño, también humano, de dominio universal, pues las definiciones humanas varían en sus alcances y sus límites según las sociedades y las civilizaciones en que se desarrollan. Esa distancia que separa la realidad humana de la realización ideal del hombre produce la alienación.
Todas las civilizaciones, cuando toman conciencia de esta alienación, la justifican señalando al hombre mismo como responsable; de allí los conceptos de caída original, culpa, temor, pecado.
El ser caído conserva, por una lado, su parte de dignidad original y por otro lado, lleva sobre sus espaldas el peso de la caída. Sólo se realiza en lo inmaterial, lo que implica renunciar a vivir según los dictados del cuerpo y del corazón. La imaginación, la pasión y el placer lo hunden en el abismo de la caída, mientras que las virtudes -todas de renunciamiento- lo encauzan hacia la contemplación de su ideal. Preso en la trampa de esta justificación, el hombre "se enajena", renuncia a realizarse cada vez que da un paso en la vida. Pero, ¿para qué están hechos los hombres si no para transformarse, es decir para ir más allá del camino inmutable de lo cotidiano? Es precisamente este avance del ser humano lo que determina el progreso de las civilizaciones. "Lo humano es el elemento positivo; la historia es la historia del hombre, de su saber, de su desarrollo. Lo inhumano es el lado negativo, la alienación de lo humano...". He aquí uno de los pilares más importantes de la filosofía marxista. En cierto momento lo humano fue definido, fundamentalmente, como un estado en las relaciones del hombre con la naturaleza o, en sentido más amplio y abstracto, con el universo. Este planteo se presta a interpretaciones metafísicas y morales, de ahí que en ciertas sociedades primitivas la magia era, aparentemente, el único medio de entablar un diálogo con los espíritus que animaban el universo. Marx rechaza esta normalización mediante la metafísica amoral de lo humano y propone, en cambio, una definición concreta, positiva y práctica: la relación activa, fundamental y eficaz entre el hombre y la naturaleza se establece, ante todo, por el trabajo. Este principio es uno de los fundamentos del materialismo.