Esta leyenda reza más o menos así en muchos libros y en uno de ellos, un historiador del ajedrez dice que Sissa Ben Dahir le pidió a Schirham, rey de la India (así se llamaban los participantes de esta historia), granos de arroz y no de trigo. Este punto no se puede aclarar y no tiene la menor importancia; como quiera que sea -trigo o arroz-, ello no altera el cálculo ni el sabio ejemplo que la Historia nos ha legado.
Cuando un jugador se sienta frente al tablero y medita sobre sus dieciseis piezas, piensa con qué movimiento empezar y cómo le responderá el rival. Si el número de las aperturas usadas más habitualmente en el juego es grande, el de todas las posibles, teóricamente, es incomparablemente mayor y lo será aun más cuando se consideren las transposiciones y las variaciones en las series de movimientos. El primer movimiento de las blancas puede dar 20 posiciones distintas, a saber: 16 con un peón y 4 con un caballo. Y el primero de las negras da otro tanto; por consiguiente, se tendrán 20 x 20 = 400 posibilidades de formar una posición con las dos primeras jugadas.
Al segundo movimiento de las blancas, los resultados ya son verdaderamente impensados: 5.362 posibilidades. Las dificultades aumentan cuando se intenta averiguar el número de posiciones que puede dar el segundo movimiento de las negras: 71.824 posibilidades. Ya para el tercer movimiento de las blancas y de las negras, las cifras se van tornando difíciles de calcular: 9.132.484 posibilidades.
Estos valores dan una somera idea de las numerosas peripecias que tiene que afrontar un ajedrecista cuando se sienta frente al tablero de juego, más teniendo en cuenta que con los diez primeros movimientos de ambos jugadores, según calculan los matemáticos, se pueden obtener 169.518.829.100.544.000.000.000.000.000 posiciones distintas.
Llegados a este punto, más de un ajedrecista habrá pensado -con buen criterio- que lo mejor será dejar de abordar el ajedrez desde el punto de vista matemático o lúdico y encararlo desde otro mucho más poético y placentero: el literario. Para ello, nada mejor que acudir al infalible maestro Jorge Luis Borges quien nos legó esta maravillosa joya titulada, justamente, "Ajedrez":
En su grave rincón, los jugadores
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores,
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza,
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Para todos aquellos aficionados al ajedrez que han venido desestimándolo por temor al cálculo matemático, he aquí una solución práctica a sus pesares. De nada.