La Iglesia se hallaba por entonces basada en unos principios que los historiadores han calificado acertadamente de monárquicos, sacerdotales y sacramentales. Todos ellos en conjunto, y cada uno por separado, servían como útiles instrumentos de permanencia y afirmación de poderes que en muchos casos iban más allá de los planos referidos estrictamente a cuestiones espirituales. Con todo, llegada la etapa del Renacimiento, que aparentemente mostraba la vitalidad de la institución mediante espléndidas realizaciones artísticas, podía observarse el progresivo debilitamiento de la misma como consecuencia directa de una serie de hechos y tendendas que habían marcado el inmediato pasado.
Las nuevas monarquías que surgían en Europa habían triunfado -y en ocasiones puesto directamente en cuestión- el poder papal. La institución eclesiástica conocería momentos de especial debilidad como consecuencia del cisma que había situado en la ciudad francesa de Avignon a un pontífice opuesto al reinante en Roma. El descrédito en que había caído la Iglesia no había podido ser remediado con la celebración de sucesivos concilios más encaminados a apuntalar la posición física de la misma que a resolver cuestiones de índole espiritual como afirmaban sus inspiradores y organizadores.
Los poderes instituidos en los Estados de Europa occidental -España, Inglaterra y Francia- admitirían difícilmente la predominancia eclesiástica que hasta esos momentos había aprovechado las circunstancias creadas por la debilidad estructural de las instituciones calificadas de terrenas. La Iglesia actuaba hasta entonces como una estructura imperial, no sujeta a ordenamientos particulares que pudiesen poner en riesgo sus intereses. Para las mentalidades de la época, esta estructura teórica se hallaba en posesión del monopolio de todas las vías posibles de acceso a la gracia de Dios, tales como el bautismo, la confirmación, la penitencia, la eucaristía, el matrimonio, el orden sacerdotal y la extremaunción. Esta realidad, unida a la existencia de unos intereses de orden material que situaban a la Iglesia en planos de preeminencia con respecto a los demás poderes sociales y políticos, haría posible el fomento de un clima proclive al cuestionamiento de tan privilegiada posición.
La monopolización de estas vías espirituales constituía un hecho que afectaba a la práctica totalidad de la población de los países europeos situados bajo la órbita papal. Sobre estos conjuntos humanos, las estructuras políticas reforzadas y dirigidas a la obtención del mayor grado posible de poderío se enfrentaban a la presencia de un ente rival, social, económica y políticamente considerado. Con ello, los fermentos para la respuesta se hallaban en presencia, y solamente faltaba el elemento detonante necesario para facilitar al desencadenamiento del proceso de enfrentamiento y separación.
Martín Lutero (1483-1546) habrá de constituir este elemento de ruptura en medio de una situación determinada por sofocados sentimientos de protesta y oposición a los valores e intereses impuestos por la institución eclesiástica. Como los historiadores del periodo dotados de un mayor grado de lucidez y conocimiento de los hechos han puesto de manifiesto en sus obras, la tarea reformadora personificada en la figura del alemán iba más allá del mero calificativo que le fue impuesto por sus opositores. En efecto, quienes siguieron a Lutero en su labor de desmontaje del aparato hasta entonces vigente estaban imbuidos de sentimientos más extremados que los simplemente reformadores de la Iglesia.
La Iglesia estaba interesada, de forma absolutamente lógica con sus planteamientos teóricos e intereses materiales, en minimizar los requerimientos aportados por los disconformes. Así, trataría de reducir el alcance de los mismos a niveles referidos exclusivamente a cuestiones de forma, algo que anulaba toda concepción de mayor alcance que aquellos pudieran pretender establecer. Sin embargo, las actitudes adoptadas por quienes personificaron al fenómeno reformador -sobre todo, la figura de Martín Lutero- echarían por tierra estos interesados designios.
Como apuntan con toda exactitud los historiadores norteamericanos J. A. Garraty y P. Gay, la Reforma protestante no fue en esencia un esfuerzo por reformar la Iglesia, sino que fue un debate apasionado sobre las condiciones adecuadas para la salvación. Es decir, según esta válida opinión, que los objetivos primordiales de la actividad de quienes se implicaron en ella no estaba dirigida hacia la supresión de los evidentes abusos existentes en el plano espiritual y material, sino que buscaban mediante su acción una reconsideración eficaz de las mismas bases de la fe y la doctrina cristianas en el Occidente europeo.
En otro plano complementario se hallaban dadas las condiciones precisas dentro de los ámbitos sociales y económicos. Esto constituiría el respaldo material -elemento definitivo para la concreción de los hechos- que los planteamientos teológicos tuvieron en dirección a su plasmación efectiva. La corrupción de la fe justificaba ante los reformadores situados en niveles religiosos toda acción dirigida contra los principios hasta entonces vigentes de manera impuesta. Por su parte, los poderes temporales -príncipes locales en Alemania, el mismo monarca en Inglaterra- tendrían aquí una posibilidad única para llevar adelante sus fines de emancipación de la verdadera tutela que la Iglesia ejercía sobre los poderes civiles sin darse cuenta de las nuevas necesidades de adaptación que el peso de los tiempos exigía.
La exclusiva referencia a la fe y a la Sagradas Escrituras que reclamaban las corrientes que Lutero llegó a personificar, se enfrentarían de forma directa con los principios hasta entonces mantenidos por la Iglesia. Esta había sustraído del alcance de los fieles toda posibilidad de interpretación personal de los textos sobre los que se basaban sus creencias. Ahora, los reformistas planteaban nuevos esquemas sobre el hombre, considerado en principio según registros negativos pero susceptible de alcanzar la salvación mediante el fomento de su fe en Dios. La salvación conseguida utilizando únicamente los caminos ofrecidos por la fe constituiría una de las aportaciones más destacadas de la doctrina luterana, en abierta oposición al ideario mantenido por la Iglesia hasta esos momentos.
Junto a esto, las amplias posibilidades que suponía la libre interpretación de los textos de las Sagradas Escrituras introducía un elemento de disensión de amplitud incalculable en el ámbito de la comunidad regida espiritualmente por la Iglesia de Roma. Las posiciones que habrían de tomarse adoptarían desde los primeros momentos actitudes irreconciliables. Así, mientras la Iglesia oficial insistía en el valor del dogma y en la necesidad de actuar como intermediario entre la palabra de Dios y el creyente, los reformadores hablaban acerca de la posibilidad de directa comprensión de los textos sagrados por parte de los miembros del pueblo de Dios. El enfrentamiento estaba planteado de forma irreversible, circunstancia que el posterior desarrollo histórico del continente no haría más que ahondar al servir de marco a posiciones decididas a encontrar factores de diferenciación más que elementos de unión que indudablemente hubieran podido ser instrumentados con efectividad.
Las múltiples ramificaciones e interpretaciones que tuvo el movimiento de la Reforma sobre el suelo europeo habrían de contribuira crear un estado de permanente confusión entre su opositora, la Iglesia de Roma, que había pasado a denominarse católica para diferenciarse de aquél. Figuras como las de Jean Calvino (1509-1564), Ulrich Zwinglio (1484-1531), John Knox (1514-1572), Jan Hüss (1371-1415) y tantos otros menos significados hallaron campo útil para la aplicación práctica de sus ideas, que iban más allá de límites referidos a cuestiones religiosas para imponerse como posibilidades de índole social. El francés Calvino impondría en la ciudad suiza de Ginebra unas estrictas normas puritanas de carácter dictatorial durante más de dos decenios, decidido a instaurar una sociedad en perfecto acuerdo con la letra de las Escrituras.
Posiciones semejantes a ésta, que florecerían durante los años siguientes al triunfo de la Reforma en Alemania, no serían capaces de anular los efectos espirituales y materiales que el movimiento había producido. En el mundo que permanecía fiel a los principios emanados de una Iglesia católica empeñada a toda costa en conseguir mantener vigentes sus intereses de toda índole, quienes se consideraban incluidos dentro de planteamientos reformados se verían enfrentados a la más directa e inmediata represión. El caso presentado por los focos protestantes que emergieron en la España de los Austrias sirve como perfecto ejemplo de esta situación; más aún, la interpretación que los responsables ideológicos de la Iglesia española harían de los textos de Erasmo de Rotterdam (1466-1536) ilustra todavía más, si cabe, el clima dominante en aquella España que se había convertido en paladín de la Contrarreforma. El movimiento al que Martín Lutero prestó su figura había hecho posible la partición efectiva del continente europeo en dos fracciones que hallarían en seguida suficientes rasgos diferenciales y aun opuestos de forma irreversible. La ordenación mental del denominado protestantismo actuaría en función de parámetros muy distintos a los vigentes en los espacios que se mantenían fieles a los dictados de Roma. El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), en su espléndido y todavía no superado estudio sobre la cuestión, trataría acerca de los efectos que estos planteamientos, en principio espirituales, tendrían sobre la organización social y económica de los pueblos que habían sido integrados bajo los mismos.
No resulta interesante hoy tratar de establecer un cómputo válido sobre el montón de ventajas e inconvenientes que la adscripción a una u otra de las dos posiciones enfrentadas en los primeros años del siglo XVI supuso para las comunidades nacionales afectadas por el conflicto. Solamente cabe significar la necesidad, que los miembros individuales interesados en la cuestión, tienen de acceder a un conocimiento veraz y desapasionado de las causas, hechos y consecuencias que hicieron posible la fractura en el momento en que ésta tuvo lugar. El conocimiento mutuo servirá para establecer unas vías de comprensión recíproca que afortunadamente hoy parecen hallarse fijadas de forma definitiva.
Martín Lutero (1483-1546) habrá de constituir este elemento de ruptura en medio de una situación determinada por sofocados sentimientos de protesta y oposición a los valores e intereses impuestos por la institución eclesiástica. Como los historiadores del periodo dotados de un mayor grado de lucidez y conocimiento de los hechos han puesto de manifiesto en sus obras, la tarea reformadora personificada en la figura del alemán iba más allá del mero calificativo que le fue impuesto por sus opositores. En efecto, quienes siguieron a Lutero en su labor de desmontaje del aparato hasta entonces vigente estaban imbuidos de sentimientos más extremados que los simplemente reformadores de la Iglesia.
La Iglesia estaba interesada, de forma absolutamente lógica con sus planteamientos teóricos e intereses materiales, en minimizar los requerimientos aportados por los disconformes. Así, trataría de reducir el alcance de los mismos a niveles referidos exclusivamente a cuestiones de forma, algo que anulaba toda concepción de mayor alcance que aquellos pudieran pretender establecer. Sin embargo, las actitudes adoptadas por quienes personificaron al fenómeno reformador -sobre todo, la figura de Martín Lutero- echarían por tierra estos interesados designios.
Como apuntan con toda exactitud los historiadores norteamericanos J. A. Garraty y P. Gay, la Reforma protestante no fue en esencia un esfuerzo por reformar la Iglesia, sino que fue un debate apasionado sobre las condiciones adecuadas para la salvación. Es decir, según esta válida opinión, que los objetivos primordiales de la actividad de quienes se implicaron en ella no estaba dirigida hacia la supresión de los evidentes abusos existentes en el plano espiritual y material, sino que buscaban mediante su acción una reconsideración eficaz de las mismas bases de la fe y la doctrina cristianas en el Occidente europeo.
En otro plano complementario se hallaban dadas las condiciones precisas dentro de los ámbitos sociales y económicos. Esto constituiría el respaldo material -elemento definitivo para la concreción de los hechos- que los planteamientos teológicos tuvieron en dirección a su plasmación efectiva. La corrupción de la fe justificaba ante los reformadores situados en niveles religiosos toda acción dirigida contra los principios hasta entonces vigentes de manera impuesta. Por su parte, los poderes temporales -príncipes locales en Alemania, el mismo monarca en Inglaterra- tendrían aquí una posibilidad única para llevar adelante sus fines de emancipación de la verdadera tutela que la Iglesia ejercía sobre los poderes civiles sin darse cuenta de las nuevas necesidades de adaptación que el peso de los tiempos exigía.
La exclusiva referencia a la fe y a la Sagradas Escrituras que reclamaban las corrientes que Lutero llegó a personificar, se enfrentarían de forma directa con los principios hasta entonces mantenidos por la Iglesia. Esta había sustraído del alcance de los fieles toda posibilidad de interpretación personal de los textos sobre los que se basaban sus creencias. Ahora, los reformistas planteaban nuevos esquemas sobre el hombre, considerado en principio según registros negativos pero susceptible de alcanzar la salvación mediante el fomento de su fe en Dios. La salvación conseguida utilizando únicamente los caminos ofrecidos por la fe constituiría una de las aportaciones más destacadas de la doctrina luterana, en abierta oposición al ideario mantenido por la Iglesia hasta esos momentos.
Junto a esto, las amplias posibilidades que suponía la libre interpretación de los textos de las Sagradas Escrituras introducía un elemento de disensión de amplitud incalculable en el ámbito de la comunidad regida espiritualmente por la Iglesia de Roma. Las posiciones que habrían de tomarse adoptarían desde los primeros momentos actitudes irreconciliables. Así, mientras la Iglesia oficial insistía en el valor del dogma y en la necesidad de actuar como intermediario entre la palabra de Dios y el creyente, los reformadores hablaban acerca de la posibilidad de directa comprensión de los textos sagrados por parte de los miembros del pueblo de Dios. El enfrentamiento estaba planteado de forma irreversible, circunstancia que el posterior desarrollo histórico del continente no haría más que ahondar al servir de marco a posiciones decididas a encontrar factores de diferenciación más que elementos de unión que indudablemente hubieran podido ser instrumentados con efectividad.
Las múltiples ramificaciones e interpretaciones que tuvo el movimiento de la Reforma sobre el suelo europeo habrían de contribuira crear un estado de permanente confusión entre su opositora, la Iglesia de Roma, que había pasado a denominarse católica para diferenciarse de aquél. Figuras como las de Jean Calvino (1509-1564), Ulrich Zwinglio (1484-1531), John Knox (1514-1572), Jan Hüss (1371-1415) y tantos otros menos significados hallaron campo útil para la aplicación práctica de sus ideas, que iban más allá de límites referidos a cuestiones religiosas para imponerse como posibilidades de índole social. El francés Calvino impondría en la ciudad suiza de Ginebra unas estrictas normas puritanas de carácter dictatorial durante más de dos decenios, decidido a instaurar una sociedad en perfecto acuerdo con la letra de las Escrituras.
Posiciones semejantes a ésta, que florecerían durante los años siguientes al triunfo de la Reforma en Alemania, no serían capaces de anular los efectos espirituales y materiales que el movimiento había producido. En el mundo que permanecía fiel a los principios emanados de una Iglesia católica empeñada a toda costa en conseguir mantener vigentes sus intereses de toda índole, quienes se consideraban incluidos dentro de planteamientos reformados se verían enfrentados a la más directa e inmediata represión. El caso presentado por los focos protestantes que emergieron en la España de los Austrias sirve como perfecto ejemplo de esta situación; más aún, la interpretación que los responsables ideológicos de la Iglesia española harían de los textos de Erasmo de Rotterdam (1466-1536) ilustra todavía más, si cabe, el clima dominante en aquella España que se había convertido en paladín de la Contrarreforma. El movimiento al que Martín Lutero prestó su figura había hecho posible la partición efectiva del continente europeo en dos fracciones que hallarían en seguida suficientes rasgos diferenciales y aun opuestos de forma irreversible. La ordenación mental del denominado protestantismo actuaría en función de parámetros muy distintos a los vigentes en los espacios que se mantenían fieles a los dictados de Roma. El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), en su espléndido y todavía no superado estudio sobre la cuestión, trataría acerca de los efectos que estos planteamientos, en principio espirituales, tendrían sobre la organización social y económica de los pueblos que habían sido integrados bajo los mismos.
No resulta interesante hoy tratar de establecer un cómputo válido sobre el montón de ventajas e inconvenientes que la adscripción a una u otra de las dos posiciones enfrentadas en los primeros años del siglo XVI supuso para las comunidades nacionales afectadas por el conflicto. Solamente cabe significar la necesidad, que los miembros individuales interesados en la cuestión, tienen de acceder a un conocimiento veraz y desapasionado de las causas, hechos y consecuencias que hicieron posible la fractura en el momento en que ésta tuvo lugar. El conocimiento mutuo servirá para establecer unas vías de comprensión recíproca que afortunadamente hoy parecen hallarse fijadas de forma definitiva.