El lugar era un discreto chalet situado en el número 404 de Alvarado Street, entonces una zona residencial de Hollywood, y los hechos ocurrieron unos meses después del affaire Thomas-Pickford y de la orgía que el actor Roscoe “Fatty” Arbuckle había organizado en el hotel St. Francis de San Francisco y que culminara en la oscura muerte de la ascendente actriz Virginia Rappe. En aquel chalet, vivía un atildado y elegante director de cine de la Paramount, que decía ser inglés y al que se conocía como un notorio donjuán: William Desmond Taylor. La mañana del 2 de febrero de 1922, Taylor apareció muerto, prolijamente vestido, tan elegantemente como solía hacerlo en vida. Resultó bastante raro que, cuando llegó la policía, el chalet estuviese lleno de gente: ejecutivos de la Paramount, la actriz Mabel Normand, el mayordomo del muerto, todos se apretujan por la casa. Cuatro individuos transportaban extrañas cajas y hasta hubo un médico que aparentemente pasaba por allí y que dio su diagnóstico: muerte natural por hemorragia estomacal.
La primera sorpresa ocurrió cuando levantaron el cadáver y apareció un charco de sangre, que manaba indolentemente de un pequeño orificio abierto en su espalda. El director cinematográfico no había muerto de hemorragia, sino de un tiro. Hasta hace pocos años, nunca se supo quién disparó; es más: el sumario sigue abierto. Pero en todo caso, la policía descubrió en el chalet un archivo de cartas de amor, algunas de la Normand -una de sus amantes-, pero también de otras mujeres, y fotos del muerto en actitudes procaces, rodeado de jovencitas inmaduras. Y lo que era aún más misterioso, algunas de las cartas estaban escondidas en una de las botas que llevaba el propio muerto, mientras otras aparecieron en recónditos cajones de los armarios. Por allí apareció también un pequeño ajuar de ropa interior femenina, prendas íntimas que ostentaban siempre las mismas iniciales: M.M.M. No costó mucho trabajo descubrir que las tres M correspondían a Mary Miles Minter, una actriz principiante de la Paramount, menor de edad, cuya madre protagonizaba entonces una tensa negociación con los ejecutivos del estudio para que le aumentasen el sueldo a su hija. Los investigadores se preguntaron entonces si la actriz era su amante secreta y si el difunto era coleccionista de la lencería íntima de sus amantes. Lo concreto es que, de pronto, el médico y el mayordomo desaparecieron sin dejar rastro. La policía identificó más tarde al sirviente como el propio hermano del muerto, un hombre que era buscado por antiguos delitos, pero jamás se supo quién fue el asesino.
A finales de 1966, King Vidor, un director de talento y notable conocedor del Hollywood de aquellos días, ya veterano, rememoró el caso e inició por su cuenta una auténtica investigación para esclarecer la muerte de Taylor. Quería escribir un guión y recurrió a la memoria de sus amigos de la época para que recordasen, más de 40 años después, aquellos días. Investigó archivos policiales, la correspondencia del estudio, los diarios de la época. Al final y con paciencia, llegó a aclarar el caso aunque nunca llegó a rodar película alguna sobre Taylor. Y la razón no fue otra que porque quien lo había matado, en ese entonces todavía vivía y él sabía quién era.
Lo cuenta todo el biógrafo de Vidor, Sidney Kirkpatrick, en una documentada biografía del cineasta que es también un retrato insuperable del Hollywood de comienzos de los años veinte. Taylor era casado, había abandonado a su mujer y a sus hijos y se había ido a California para, entre otras cosas, dar rienda suelta a su homosexualidad. Mabel Normand era su tapadera para frenar las murmuraciones: por aquel entonces y durante mucho tiempo después, para la industria cinematográfica, era más presentable un donjuán que un marica.
La pobre Mary Minter, cuya fama se eclipsó cuando el caso saltó a los diarios, estaba enamorada sin remedio de Taylor y así lo proclamó a los cuatro vientos besando el cadáver del cineasta en el velatorio, ante la atónita mirada de la concurrencia. En cuanto a su lencería, había sido puesta allí por los ejecutivos del estudio para involucrar a la actriz y sacársela literalmente de encima: su madre pedía mucho dinero y el estudio no estaba seguro de la inversión. La última película que llegó a protagonizar Mary Minter se llamó “Los tambores del destino” y la identidad del asesino siguió siendo un misterio.