29 de septiembre de 2007

De la economía y el trabajo cotidiano

La economía es una ciencia social que estudia los procesos de producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios. Según otra de las definiciones más aceptadas (la propuesta por Lionel Robbins en 1932), la ciencia económica analiza el comportamiento humano como una relación entre fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos. Las ciencias sociales se diferencian de las ciencias naturales en que sus afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento de laboratorio y, por lo tanto, usan una diferente modalidad del método científico. Sin embargo, la economía posee un conjunto de técnicas propias de los economistas científicos. De hecho, John Maynard Keynes definió la economía como "un método antes que una doctrina, un aparato mental, una técnica de pensamiento que ayuda a su poseedor a esbozar conclusiones correctas". Tales técnicas son la teoría económica, la historia económica y la economía cuantitativa. 


También existen los conceptos de teoría positiva y teoría normativa. No todas las afirmaciones económicas son irrefutables, sino que ciertos postulados pueden verificarse, esto es, puede decirse que "son" y, cuando eso ocurre, se habla de economía positiva. Por el contrario, aquellas afirmaciones basadas en juicios de valor, que tratan de lo que "debe ser", son propias de la economía normativa y, como tales, no pueden probarse. La economía se mueve constantemente entre ambos polos.
La preocupación de los economistas clásicos giró, en gran medida, alrededor del problema de la riqueza, de su producción y su distribución. Hace unos años Alfred Marshall propuso una definición que expresaba bien esta perspectiva: "La ciencia económica examina aquella parte de la acción social e individual que está más estrechamente ligada al logro y empleo de los requisitos materiales del bienestar." Característico de este enfoque es la separación entre lo material y lo no material, así como el énfasis puesto en los aspectos productivos; la idea de que existe una acción social, por otra parte, tiende a oscurecer el proceso de elección racional que es base del pensamiento económico moderno. 


El economista clásico Kart Marx, sugirió que el sistema económico utilizado por cada sociedad humana depende del desarrollo de las fuerzas productivas, principalmente los conocimientos técnicos, el capital acumulado y la población. Mientras el ordenamiento jurídico sea el adecuado al nivel de las fuerzas productivas, decía Marx, éstas pueden desarrollarse sin que aparezcan tensiones graves; pero llega un momento en el que las fuerzas productivas han crecido tanto que la estructura social, en vez de estar potenciando su desarrollo, aparece como una limitación que impide su crecimiento. Es entonces cuando la superestructura jurídica y consiguientemente el régimen de propiedad, se ve forzada al cambio de forma más o menos brusca. Aplicando ese análisis, Marx dividió la historia de los sistemas económicos en salvajismo o barbarie, esclavismo, feudalismo, modo de producción asiático y capitalismo. El materialismo histórico dedujo que el capitalismo había llegado a una situación límite; que el régimen jurídico de la propiedad privada sobre los medios de producción estaba impidiendo el crecimiento de las fuerzas productivas; que como consecuencia de ello se estaban produciendo crisis económicas cada vez más graves; que el sistema estaba condenado a derrumbarse y a ser substituido por otro en el que los medios de producción estarían en manos de toda la sociedad; y que los proletarios, la clase social emergente, serían los encargados de dirigir ese cambio. Preveía el advenimiento en los países más avanzados de dos futuros sistemas, el socialismo, en el que "cada cual recibirá según su trabajo", y el comunismo, en el que "cada cual dará según sus posibilidades y recibirá según sus necesidades".


Por su importancia, los hechos económicos tienen un valor esencial para el conocimiento del mundo actual. No transcurre un solo día sin que un hombre medio no descubra aspectos económicos en sus preocu­paciones cotidianas. Ya se trate de huelgas por conseguir mejores salarios, por la elevación del poder adquisitivo o por las con­diciones de trabajo; se trate del aumento de los impuestos, de las nuevas leyes fiscales, del déficit en el presupuesto del Estado o en la segu­ridad social; o se hable de las inversiones, del crédito para la vivienda o de la deuda externa; o bien de las variaciones de los precios, el costo de vida y la desvalorización de la moneda; o bien del abastecimiento de petróleo, el déficit del comercio exterior o de la cotización de las divisas extranjeras. No transcurre un solo día sin que la radio, la televisión, las conversaciones cotidianas o la lectura de los diarios no nos obliguen a pensar en los problemas económicos.
Pero, sobre todo, estos problemas adquieren un lugar cada vez mayor en la vida cotidiana de cada jefe de familia, de cada ama de casa, de cada encargado de una explotación agrícola, comercial o industrial y de cada trabajador. Ello se debe a que el dinero apremia con mayor intensidad que en otras épocas y a una incesante inestabilidad de los mercados, de los pro­ductos y de las técnicas de producción. Ese apremio y esta inestabilidad obedecen, a su vez, a causas pro­fundas que se hallan lejos de desaparecer. La creciente división del trabajo y la rapidez del progreso tecnológico engen­dran una complejidad cada vez mayor de las realida­des cotidianas.
Es que el hombre, al no comprender, actúa a destiempo y resulta víctima del desacuerdo objetivo que existe entre la realidad y la imagen que de ella se forma. Todo el saber científico se renueva y se orga­niza ante nuestros ojos, desde la terapéutica de los antibióticos hasta la cibernética y la automatización. Desde hace algunos años, la ciencia económica se ha transformado tanto como la física nuclear.


Las encuestas por sondeo demuestran que, en materia económica y social, el ciudadano medio solo dispone de muy escasos conocimientos. Poderosos intereses multinacionales que manejan a su antojo los medios de comunicación, se encargan metódicamente de que esto sea así, de manera que los conocimientos medios en materia de ciencia económica se hallan, poco más o menos en el mismo punto en que estaban las cuestiones de geometría en la época de Pitágoras.
Si se le preguntase a las personas para qué trabajan, la casi totalidad contestaría "para ganar dinero". Esta respuesta no es falsa, pero sí superficial, ya que solo tiene en cuenta uno de los efectos del trabajo: la producción de un salario o una ganancia. Pero si se les preguntase por qué el dinero permite obtener bienes de consumo, una inmensa mayoría no sabría que contestar.
Ahora bien, este es el problema clave de la ciencia económica. Mientras no se lo haya resuelto, mientras no se haya comprendido por qué el salario y la moneda se inter­ponen entre el trabajador y el producto de su tra­bajo, no existe posibilidad alguna de ver claro la complejidad de los fenómenos económicos. En realidad, el salario y los ingresos son simples papeles de color concedidos a los que producen con el fin de permitirles tomar de la producción nacional una parte equivalente, en prin­cipio, a su producción personal. Pero, esencialmente, no trabajamos para obtener esos papeles, sino para disminuir el racionamiento: trabajamos para producir.
Cierta concepción del mundo -específicamente la cristiana- sitúa en el pasado la
edad de oro de la humanidad. En el paraíso terre­nal, todo le era dado gratuitamente al
hom­bre, y todo -después del dichoso pecado- sería amargo en el futuro. Jean Jacques Rousseau le atribuyó a esta creencia un color popular y revolucionario que se ha mantenido vivo en el ánimo del hombre me­dio. Se oye así hablar de la virtud de los productos naturales y se insiste en la creencia de que la vida de antaño era más sana que la de nuestra época.


En realidad, todos los progresos actuales en el campo de la historia confirman que la naturaleza pura era una severa madrastra para la humanidad. La leche natural de las vacas producía tuberculosis y la supuesta vida sana de otros tiempos hacía que uno de cada tres niños muriera antes de cumplir su primer año de vida. En las cla­ses más desposeídas, todavía en la actualidad, uno solo de los dos que quedan, logra vivir más allá de los veinticinco años de edad.
A una humanidad sin trabajo y sin técnica, el globo terrestre no le ofrece más que una vida limi­tada y vegetativa: varios cientos de millones de individuos subsisten de manera animal en los denominados países del tercer mundo o subdesarrollados o en vías de desarrollo, como eufemísticamente, suele denominárselos.
Todas las cosas que consumimos son, en efecto, creaciones del trabajo humano; lo dicho vale aun para aquellas que, en general, consideramos como las más naturales, tales como el trigo, las papas o las frutas. El trigo, por ejemplo, fue creado mediante una lenta selección de determinadas gramíneas y es tan poco natural, que si lo dejáramos librado a la compe­tencia con las verdaderas plantas naturales, se vería inmediatamente vencido y expulsado. Si la humani­dad desapareciera de la superficie de la tierra, el trigo desaparecería menos de un cuarto de siglo des­pués que ella, y lo mismo ocurriría con todas las plantas cultivadas, los árboles frutales y los anima­les destinados al consumo. Todas estas creaciones del hombre subsisten solo porque las defendemos de la naturaleza. Son valiosas para el hombre, pero es el hombre quien les otorga su valor.


Con mayor razón, los objetos manufacturados, desde los textiles hasta el papel y desde los relojes y los televisores hasta los teléfonos y las heladeras, son productos artifi­ciales, creados exclusivamente por el trabajo del hombre. Si se compara al hombre con el resto de los animales, aun con los más evolucionados dentro de la jerarquía biológica, la conclusión es que el hombre es un extraño ser viviente, cu­yas necesidades se hallan en total desacuerdo con el planeta en que vive. Un mamífero cualquiera, sea caballo, perro o gato, puede satisfacerse sólo con los productos naturales: para un gato que tiene hambre no hay nada más valioso que un ratón; para un perro nada mejor que una liebre; para un caba­llo nada más nutritivo que el pasto. Y, una vez satisfecha su necesidad de alimento, ninguno de ellos tratará de procurarse un vestido, un reloj, una pipa o un televisor. Solo el hombre tiene necesidades no naturales, y estas necesidades son inmensas.
Imaginemos lo que debería ser el globo terrestre, si el hombre hu­biera de encontrar en él, por generación natural, todas las clases de productos que desea consumir: no solo sería necesario que el trigo, los duraznos y las vacas crecieran sin cuidados, sino también que las casas, con calefacción, refrigeración y cuarto de baño, brotaran y se reprodujeran como los árboles y que, en cada primavera, sobre extraños vegetales maduraran los electrodomésticos.
A decir verdad, el único planeta que conocemos, éste en el cual nos hallamos -sin saber muy bien por qué y sin saber siquiera si existen otros menos inhumanos-, está muy poco adaptado a nuestras aspiraciones, a nuestras facultades de acción y a nuestros requerimientos. Una sola de nuestras nece­sidades esenciales se ve satisfecha gratuitamente: la respiración. El oxígeno es el único producto natural que satisface completa y perfectamente una necesidad del hombre. Por lo tanto, para que la humanidad pudiera subsistir sin trabajar, sería indispensa­ble que la naturaleza le diera al hombre, así como le da el oxígeno, todo aquello respecto de lo cual experimenta una exigencia (aun en el caso del agua, es necesario extraerla, utilizar una bomba y mu­chas veces filtrarla).


Siendo así las cosas, resulta fácil descubrir por qué trabajamos: trabajamos para transformar a la natu­raleza pura, que satisface mal o no satisface en abso­luto las necesidades humanas, en elementos artifi­ciales que las satisfagan; trabajamos para transfor­mar la hierba salvaje en trigo y luego en pan, las frutas silvestres en frutas comestibles y los mine­rales en acero y más tarde en automóviles, tractores y todo tipo de maquinarias.
Se llaman "económicas" todas las actividades huma­nas cuyo objeto es lograr que la naturaleza resulte consumible para el hombre. Comprendemos que se trata de una difícil tarea y que está lejos de satis­facer nuestras necesidades, pero, en el transcurso de los
miles de años que dura su historia, el hombre ha aprendido con suma lentitud a aumentar su poder de transformar la naturaleza: ha creado técnicas y ha especializado su trabajo.
Esta división del trabajo, necesaria para alcanzar la eficacia, entraña la agrupación de los trabajado­res en células de producción a las que se da el nom­bre de empresas. Cada empresa produce así no todos los productos que el grupo necesita, sino solo algu­nos de ellos, lo cual implica el cambio. Yo produzco tornillos, pero no los como, por lo tanto, debo cambiar mis tornillos por zanahorias y bifes. Este cambio no es muy fácil de concebir. Por consiguiente, hubo que encontrar el meca­nismo que permitiera realizarlo: la moneda, un instrumento de cam­bio destinado a ser un buen medio de ra­cionamiento flexible y convertido (como fatalmen­te ocurrió) en una cosa en sí mismo, generador de poder y de opresión.
De este modo, nuestros intereses personales llegaron a oponerse: en nuestra condición de productores, buscamos el alza de los precios (que aumentará nuestros ingresos, utilidades o salarios) y la reducción de la duración del trabajo (que aumentará nuestros ocios); pero en nuestra condición de consumidores deseamos la baja de los precios y el aumento de la producción. De igual modo, el progreso técnico es para nosotros un poderoso aliado, pero también engendra el ruido, las aglomeraciones inorgánicas de la población, la ten­sión nerviosa, la inestabilidad del empleo y de la residencia, etc. Más aún, el aumento del nivel de vida constituye el objetivo propio de la masa de los pueblos, pero este aumento solo se obtiene en con­diciones sumamente duras, que la gente desearía evitar: la despoblación del campo, la gran empresa industrial, la inestabilidad del empleo, la necesidad de adquirir una elevada calificación profesional, etcétera.


Así pues, el globo terrestre sustenta a duras pe­nas la vida humana. Nos vemos obligados, nada más que para subsistir, a transformar la naturaleza y a menudo hasta a destruirla.
Pero el hombre, reducido solo a sus fuerzas físi­cas, es un ser débil y limitado. Durante decenas y centenas de miles de años, nuestros antepasados vi­vieron agobiados por esta tarea y, aún hoy, la mi­tad de la humanidad se halla reducida a una vida vegetativa, en la que solo se utilizan y se satisfacen algo sus facultades biológico-animales.
Nuestro conocimiento objetivo de la realidad no debería conducirnos a la resignación, sino, por el contrario, a una acción permanente y tenaz en contra de la injusticia; acción que no incumbe solo a los diri­gentes, sino al pueblo todo y hasta al más pequeño de los productores artesanales.