24 de septiembre de 2007

De la inmutabilidad al cambio perpetuo

El universo cambia bruscamente, esto es, en menos tiempo de lo que dura la vida del hombre. Todos sienten esta mutación que alcanza incluso a la intimidad de la vida cotidiana. Algunos, para no asumir riesgos, se aferran al viejo orden de cosas, de hom­bres o de ideas. Otros se lanzan deliberadamente a la corriente inno­vadora y, con un poco de retraso, indagan la significación de este cambio.
Occidente ya conoció esta marcha acelerada del progreso en el primer tercio del siglo XIX. En el seno de una sociedad burguesa y urbana, atrapada por la revolución industrial, Karl Marx elaboró las tesis que son los fundamentos de la filosofía marxista. ¿Por qué y cómo?
En primer término, todo mostraba en ese universo, que el mun­do está sujeto a movimiento y cambio. Marx reconoció en el movimiento y el cambio "una manera de ser" del mundo.
En segundo lugar, se advierten en este movimiento continuo, ace­leraciones y demoras, y aun retrocesos. El mundo que trabaja para alcanzar un mayor bienestar vive en un devenir perpetuo. Pero la incoherencia misma del mundo compromete o detiene a cada instante esta marcha ascendente. Por ejemplo, las transfor­maciones industriales del siglo XIX señalaron en el orden de las ciencias y las técnicas un enorme progreso; pero, en el orden social, generaron una distribución muy desigual de los beneficios. Por un lado la prosperidad de la burguesía conquistadora; por el otro la proletarización de toda una masa de artesanos o campesinos desarraigados. En este caso ejem­plar, los hechos se inscriben en la realidad en términos contradictorios; progreso aquí y re­troceso allá. Las contradicciones, con su dinámica, reclaman una solución, y se reinicia el movi­miento que tendrá como fin borrar lo negativo. La vida del universo entero se desenvuelve así según una dialéctica, un encadenamiento de contradicciones cuyos términos se corrigen sin cesar. Siguiendo a Hegel, Marx funda so­bre esta premisa un método de conocimiento: la verdad sólo se alcanza mediante el análisis dialéctico, es decir adentrándose en las con­tradicciones.
El tercer punto consiste en identificar las contra­dicciones. La representación de los fenómenos descuida a menudo la explicación de los mis­mos y aun la borra. Por ejemplo, la voluntad de justificar a Dios por la grandeza de su creación, incita a ignorar las contradicciones existentes y cubrirlas con un manto de supuestas armonías profundas y ocultas y por eso mismo, a proclamarlas como reales.
En este mundo, en que todo está sujeto a un proceso de cambios, los fenómenos están concretamente ligados a las contradicciones. En esta pers­pectiva, el materialismo es el medio adecuado para resolver la incertidumbre de la identifi­cación de las mismas. De acuerdo con estas tres comprobaciones fun­damentales, Marx (y con él Engels) elaboró un nuevo "modelo" del mundo (el universo en movimiento), propuso un nuevo método de conocimiento (el materialismo dialéctico) y fundó una ecuación de la historia (el materia­lismo histórico).
Hasta el siglo XIX, los conceptos acerca del universo estuvieron dominados por la idea de inmutabilidad. Era la antigua tradición bíblica, expresada en el Eclesiastés: "Generación va y generación viene: más la tierra siempre permanece. Y sale el sol y pónese el sol y con deseo vuelve a su lugar donde torna a nacer. El viento tira hacia el mediodía y rodea el norte; va girando de continuo y a sus giros torna el viento de nuevo. Los ríos todos van a la mar y la mar no se hincha; al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo. Todas las cosas andan en trabajo más que el hombre pueda decir: ni los ojos viendo se hartan de ver, ni los oídos se hinchan de oír. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol".
A su vez, los teólogos de la Edad Media afir­maron "que nada hay en la Naturaleza, soberanamente inmutable, que pueda calificarla como susceptible de cambio". Se trata, por supuesto, de un juicio acerca de la índole del universo y no de un análisis de su estructura o de explicaciones de la mecánica celeste. Sin embargo, aún los intentos materialistas de interpretación del universo se traban a sí mis­mos buscando una explicación estática. Una de las más antiguas y divertidas es la de Demócrito, para quien el Sol era una lámpara tan grande como el Peloponeso, y que abre la serie de explicaciones contemplativas del mundo.
La física aristotélica -para la que el reposo es el movimiento ideal- y la tradición cris­tiana han encerrado los "sistemas" del mundo en la idea de inmutabilidad. Ni el mismo Newton (1643-1727) se libró de esta influencia. Para apuntalar la ley de la atracción univer­sal, imaginó un espacio lleno de éter y com­puesto por partículas. Los cuerpos materiales repelen las partículas de éter, las que se re­pelen entre sí. Las fricciones producen pérdi­das de energía, y el universo aminora su mo­vimiento. Pero interviene Dios, restablece el movimiento perdido, corrige las perturbacio­nes y borra los accidentes. Newton llega así a la idea de que el tiempo, el espacio y el mo­vimiento son magnitudes absolutas.
Tres grandes descubrimientos destruyeron esta obsesión de inmutabilidad: la célula, la evo­lución de las especies y la transformación de la energía.
El descubrimiento de la célula explicó el crecimiento de los organismos; la multiplicación y diferenciación de las células ilustraron una ley general del desarrollo de los organismos superiores. En cuanto a la evolución de las especies, aun en el siglo XVIII prevalecía la idea de que no había desarrollo histórico de los seres humanos. Esta concepción fue derribada por Darwin al publicar, en 1859, "El origen de las especies". Los cambios de clima, de ambiente, de alimenta­ción influyen en los organismos; los fenómenos de reproducción registran y trasmiten modifi­caciones leves que dan a la evolución un ca­rácter progresivo y constante y anuncian, por lo tanto, un desarrollo infinito de las especies vegetales y animales. Por su parte, la transformación de la energía realizó una síntesis de las fuerzas universales; el calor, la luz, la electricidad, las fuerzas mecánicas son formas del movimiento universal que se funden en un proceso ininterrumpido.
Marx y Engels comprendieron esta lección y rompieron definitivamente con la idea de la inmutabilidad del universo. "El mundo no debe ser considerado como un complejo de cosas inmutables, sino como una serie de complejos procesos donde las cosas aparentemente estables están suje­tas a un cambio constante que las transfor­man o las debilitan, hasta que al fin, y a pesar de todas las contingencias aparentes y de to­dos los retrocesos momentáneos, se impone el desarrollo progresivo. Toda la naturaleza, desde las partículas más ínfimas hasta los cuerpos más grandes, desde el grano de arena hasta el sol, desde la primi­tiva célula viva hasta el hombre, está some­tida a un proceso eterno de apariciones y des­apariciones, a un flujo incesante, a un movi­miento y a un cambio perpetuos".
Los seres y las cosas recuperan así su vida propia, para asu­mir su parte activa y responsable en la vida del universo. Esta condición se observa sobre todo en el hom­bre visto en su totalidad, con la sensibilidad, la inteligencia, la violencia, la amistad, el amor, el entendimiento, la razón, la crueldad, la alegría de vivir o la miseria, es decir, toda la gama de posibilidades humanas.
Ahora bien, la realidad humana dista mucho del sueño, también humano, de dominio universal, pues las definiciones humanas varían en sus alcances y sus límites se­gún las sociedades y las civilizaciones en que se desarrollan. Esa distancia que separa la realidad humana de la realización ideal del hombre produce la alie­nación.
Todas las civilizaciones, cuando toman conciencia de esta alienación, la justifican señalando al hombre mismo como responsable; de allí los conceptos de caída original, culpa, temor, pecado.
El ser caído conserva, por una lado, su parte de dignidad original y por otro lado, lleva sobre sus espaldas el peso de la caída. Sólo se realiza en lo inmaterial, lo que implica renunciar a vivir según los dictados del cuerpo y del cora­zón. La imaginación, la pasión y el placer lo hunden en el abismo de la caída, mientras que las virtudes -todas de renunciamiento- lo encauzan hacia la contemplación de su ideal. Preso en la trampa de esta justificación, el hombre "se enajena", renuncia a realizarse cada vez que da un paso en la vida. Pero, ¿para qué están hechos los hombres si no para transformarse, es decir para ir más allá del camino inmutable de lo cotidiano? Es precisamente este avance del ser humano lo que determina el progreso de las civilizaciones. "Lo humano es el elemento positivo; la histo­ria es la historia del hombre, de su saber, de su desarrollo. Lo inhumano es el lado nega­tivo, la alienación de lo humano...". He aquí uno de los pilares más importantes de la filosofía marxista. En cierto momento lo humano fue definido, fun­damentalmente, como un estado en las relacio­nes del hombre con la naturaleza o, en sentido más amplio y abstracto, con el universo. Este planteo se presta a interpretaciones metafísi­cas y morales, de ahí que en ciertas sociedades primitivas la magia era, aparentemente, el úni­co medio de entablar un diálogo con los espí­ritus que animaban el universo. Marx rechaza esta normalización mediante la metafísica amoral de lo humano y propone, en cambio, una definición concreta, positiva y práctica: la relación activa, fundamental y eficaz entre el hombre y la naturaleza se establece, ante todo, por el trabajo. Este principio es uno de los fundamentos del materialismo.